Mi madre,
nuestra madre
Por Martha
Estela Torres Torres
Con amor a
María del Carmen
Mi madre
despuntaba esbelta como espiga de trigo hacia la vida.
Tenía el cabello
como la oscuridad brillante de la noche
y unos ojos
luminosos que todo alumbraban.
Era bella
porque la bondad la irradiaba siempre.
Muy joven conoció
a un caballero del mineral
que aparecía
con frecuencia rondando su casa
como fantasma
casual y prudente,
serpenteando
la calle escoltado por las golondrinas
en la hora
en que la tarde se hacía más precisa
para
confabularse con las primeras estrellas.
Mi madre decidió
cultivar el amor toda su vida,
sin temor a
encontrarse con su destino
al lado de
un hombre de campo
que se
levantaba a trabajar cuando aparecían
los primeros
jirones de luz en el oleaje nocturno.
Vivieron muchos
años juntos,
con limitaciones
y penas,
pero felices
porque con tenacidad,
sus sueños
resultaron fértiles,
como los
sembradíos de maíz
que sin
rendirse se aferran al suelo
deshidratado
por el sol y por el viento.
Mi padre
emigró a la cúspide
de las
llanuras celestes;
allá donde
nadie regresa
porque la
estancia de Dios es dulce y serena.
Mi madre
sigue con nosotros,
en esta
ciudad de metal, inhóspita y urbana,
alejada del
aire, del campo y la primavera,
brindándonos
el mismo cariño.
Observadora
y prudente, siempre amorosa,
dispuesta a
darnos el más cálido beso
y la ternura
más dulce.
Siempre nos
mira como si fuera la primera vez,
como cuando
nos recibió en sus brazos
y florecimos
perenes en su corazón.
Ella nos
contempla vigilante,
captando el
timbre de nuestra voz,
la tonalidad
de nuestro semblante,
y los latidos
alterados del atribulado corazón.
Percibe con
sabiduría
el dolor de
nuestras vértebras
y las
heridas del alma que no terminan de sanar.
Nos pregunta
cómo están los hijos
cómo las princesas
de nuestra casa y las plantas del jardín;
si ya
florecieron las granadas y encendieron las rosas.
Nos sugiere
distintos cortes de cabello,
ropa moderna
pero discreta
y el color de tinte que más aviva la sonrisa.
Se fija si
tenemos la mirada clara o espesa de sueño.
Si vamos por
la vida con fija directriz o navegamos sin rumbo.
Si olvidamos
visitar el sagrario para impregnarnos de luz.
Si hemos
perdido peso o tal vez, la ilusión.
Siempre
silenciosa, lastimada por los años,
y ahora
invadida por una seria quietud,
sigue alerta
al mejor suspiro,
a la mejor
sonrisa y cariño.
Sabe
calcular el punto de respuesta
a su
presencia, a su solicitud, a su eterna paciencia:
digna de nuestros
mayores esfuerzos.
Nuestra
madre es la mejor madre,
posee un
corazón magnánimo,
precioso
cual diamante,
puro como la
luz inmaculada del amanecer,
que, día con
día, Dios nos brinda
para seguir
el horizonte celeste
impreso en generosa
tinta.
No alcanzará
la vida para agradecer
a nuestra madre
su comprensión,
su solidaridad
incuestionable
y su ternura
permanente.
Brindémosle
nuestro amor como recompensa
por las
noches de desvelo que pasó a nuestro lado
aliviando enfermedad
y desencanto.
Por sus
palabras amorosas,
por sus
oraciones que nos impulsan a crecer,
y a cristalizar
los más sublimes anhelos.
Por su vida,
culmen de generosidad y rectitud,
damos
gracias a Dios, porque lenta e irremediablemente,
nuestra
madre, se aproxima al sol.
Junio16 2014
La poeta de Chihuahua Martha Estela Torres Torres escribió un diamante. Va su texto.
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