viernes, 22 de diciembre de 2017

Dolores Gómez Antillón. La posada


La Posada.

Por Dolores Gómez Antillón

Soplaba un fuerte viento sobre el caserío desolado, azotaba las puertas y ventanas de las casuchas de madera. Por el camino que conducía a la aldea se aproximaba un jinete, luchando contra los fuertes remolinos, al compás ciego de su caballo.

Al llegar miró a su alrededor  y descubrió una tenue luz que provenía de una de las viviendas, se detuvo un momento para leer el rótulo apenas legible que pendía del tejado. Tocó la puerta varias veces pero nadie respondió, por lo tanto decidió entrar por su cuenta.

Encontró una estancia con muebles viejísimos y colgados en las paredes algunos retratos, gente con vestimenta muy diferente a la de él.

―¿Hay alguien aquí?, ¿me escuchan? Quiero que me den posada por esta noche, debo seguir mi camino mañana. ―Siguió a sus palabras el silencio.

Caminó por toda la casa, entró a la cocina en busca de comida pero solo encontró unas enormes ratas. Volvió a la estancia y sacudiendo un poco el polvo del sillón más grande, se sentó. El cansancio empezó a dominarlo y sus ojos fijos en aquellos retratos se fueron cerrando poco a poco, hasta que el sueño lo venció.

Un fuerte ruido lo hizo despertar. Ante sí descubrió la presencia de un hombre elegantemente vestido que le miraba.

―Vaya ―le dijo― usted debe ser el dueño de esta casa, le pido disculpas por haber entrado, pero como llamé y nadie respondió, pensé que estaba abandonada. Yo soy Gilberto Parra, voy de paso y quisiera que me diera posada por esta noche… le pagaré.

El misterioso caballero, sentándose en otro sillón, dijo:

―Si quiere, puede quedarse. No es necesario que pague, casi nadie viene por aquí y me alegra tener, aunque sea por una noche, un huésped como usted.

―Gracias, gracias. Oiga, ¿por qué está desierta la aldea?, ¿a dónde se ha ido la gente?

―Aquí nunca ha vivido nadie. Mi amigo y yo vinimos a refugiarnos en esta aldea hace muchísimos años, desde que yo tengo memoria.

―¿Su amigo?

―Sí, mi amigo. Él y yo nunca nos hemos separado, no podríamos vivir el uno sin el otro. Ahora duerme, está muy cansado.

―Pero… ¿de qué viven? ¡si todo esto parece estar muerto! No he visto en el camino señales de vida, solo este viento que empolva todo.

―Nosotros no necesitamos de cosas materiales para vivir, a veces sentimos estar muertos pero no falta alguien que nos llame y nos ponga a trabajar.

―¿Alguien? ¿Hay alguien por aquí, aparte de ustedes?

―Sí, sí los hay por ahí, allá, o más lejos, ¿qué importa?

―No entiendo nada, debe ser el cansancio. ¿Sabe amigo?, este sitio parece un cementerio, como si estuviésemos muertos y pudiéramos platicar de muchas cosas que ya han pasado.

―Sí, así es, eso parece.

―¿Quién es usted?, ¿cómo se llama? Algún nombre debe de tener.

―Sí, tengo un nombre, el que me han puesto los hombres de todos los tiempos, y a mi amigo también.

―¿Quiere decir que la humanidad entera los ha bautizado?

―Sí, exactamente eso dije.

―¡Oh!, por Dios, no entiendo nada, yo debo de estar soñando o a lo mejor deliro, ¿Es usted real?

―Sí. Mi realidad es de todos, yo soy todos, me han formado todos y a mi amigo también.

―Más asombrado aún quedó Gilberto cuando de pronto irrumpió en la estancia un hombre de cabello blanco con rostro empolvado y su traje lleno de telarañas.

―Este es su amigo, supongo.

―Sí, él es mi amigo. Siempre está en un rincón, pero a veces viene hasta mí y platicamos mucho.

―Yo soy Gilberto Parra y usted ¿usted quién es? ―preguntó Gilberto al recién llegado.

Con la mirada un tanto extraviada y sin saber qué decir, el sujeto miró a su amigo, quien contestó en su nombre.

―Él es, ya le dije, parte de mí y de la humanidad entera. Nunca nos separamos y cuando alguien nos llama a trabajar solemos platicar mucho.

―Otra vez con ese cuento, ¿Me quiere volver loco? Bueno, debe ser el cansancio y el hambre que tengo. ¿No tienen parientes?

―Sí, yo tengo una hermana que siempre está cerca, ella viene en mi ayuda cuando necesito que esté junto a mí.

―¡Ah!, una hermana, ¿dónde está ella?, ¿es bonita?, ¿cómo se llama?

―Ella nunca se deja ver, solo cuando alguien la necesita mucho. Su nombre… tiene tantos, se los han dado los hombres de todos los tiempos.

―¡Ah!, entonces debe de tener un oficio muy conocido, ya que a través del tiempo este oficio ha sido bautizado con diferentes nombres. Así que su hermanita es de esas. ¿Y usted, amigo, no tiene parientes?

El anciano de las telarañas respondió:

―Sí, yo tengo una madre a la que acuden todos para que yo venga, debo acudir a mi amigo para que me ayude a desempolvar algunas cosas y a veces es necesario que su hermana nos ayude.
―Como quien dice, trabajan en conjunto, ¡ja, ja ,ja! Yo siempre he trabajado para mí, y cuando busco a alguien, es nada más para mi beneficio.
―Sí, ya lo sé. Usted, Gilberto, ha sido un hombre egoísta y cruel, ¿te acuerdas? ―dijo, sacudiendo un poco al anciano,

―Sí, eso es exactamente, ahora está claro aquello. A través del polvo y con la ayuda mi madre empiezo a ver todo claro. ¿Recuerda, amigo, aquella mujer llamada Raquel?

―Espere, espere un poco. Ahora la recuerdo, creí que ya la había olvidado pero parece ser que no existe el olvido completo y que solo abandonamos en un rincón del alma lo que no deseamos recordar. Pero… ¿usted cómo lo sabe de ella?

―Ya le dije, mi amigo, que nosotros estamos hechos de la humanidad y así es como trabajamos.

―No me va a decir que usted es mi conciencia, ¿o sí?

―No. Soy parte de usted y su conciencia es suya, así es de que estamos todos emparentados.

―Están locos, locos de remate y creo que también yo voy a enloquecer ahora que me hicieron recordar a Raquel.

Aturdido, Gilberto recordada sus amores con Raquel y el fin trágico de aquella vida. Pensó, después de tantos años, en su inocencia y en los celos absurdos, empezó a sufrir llamando desesperadamente a Raquel, cuando una mujer con una túnica blanca se acercó hasta él y tocándole el hombro dijo:

― ¿Me llamabas? Aquí estoy, a tu lado.

Sorprendido quiso ponerse de pie, pero las manos de la mujer lo detuvieron. Sintió el frío de esas manos.

―Vine hasta ti porque tú me llamaste, y voy a llevarte. Yo soy Raquel, mírame bien.

―Sí, si eres Raquel, es cierto, pero tú estás muerta, yo mismo te maté. Te amo, te amo.

Amaneció. El viento estaba ya sereno. Solo quedaba como testimonio de aquella noche el rótulo pendiente del tejado.







Dolores Gómez Antillón es licenciada en letras españolas con maestría en educación por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua, de la que después llegó a ser directora. Ha publicado los libros Rocío de historias cuentistas de Filosofía y Letras, Apuntes para la Historia del Hospital Central Universitario y Voces de viajeros.

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