La Posada.
Por Dolores Gómez
Antillón
Soplaba un fuerte
viento sobre el caserío desolado, azotaba las puertas y ventanas de las
casuchas de madera. Por el camino que conducía a la aldea se aproximaba un
jinete, luchando contra los fuertes remolinos, al compás ciego de su caballo.
Al llegar miró a
su alrededor y descubrió una tenue luz
que provenía de una de las viviendas, se detuvo un momento para leer el rótulo
apenas legible que pendía del tejado. Tocó la puerta varias veces pero nadie
respondió, por lo tanto decidió entrar por su cuenta.
Encontró una
estancia con muebles viejísimos y colgados en las paredes algunos retratos, gente
con vestimenta muy diferente a la de él.
―¿Hay alguien
aquí?, ¿me escuchan? Quiero que me den posada por esta noche, debo seguir mi
camino mañana. ―Siguió a sus palabras el silencio.
Caminó por toda la
casa, entró a la cocina en busca de comida pero solo encontró unas enormes
ratas. Volvió a la estancia y sacudiendo un poco el polvo del sillón más
grande, se sentó. El cansancio empezó a dominarlo y sus ojos fijos en aquellos
retratos se fueron cerrando poco a poco, hasta que el sueño lo venció.
Un fuerte ruido lo
hizo despertar. Ante sí descubrió la presencia de un hombre elegantemente
vestido que le miraba.
―Vaya ―le dijo― usted
debe ser el dueño de esta casa, le pido disculpas por haber entrado, pero como
llamé y nadie respondió, pensé que estaba abandonada. Yo soy Gilberto Parra,
voy de paso y quisiera que me diera posada por esta noche… le pagaré.
El misterioso caballero,
sentándose en otro sillón, dijo:
―Si quiere, puede
quedarse. No es necesario que pague, casi nadie viene por aquí y me alegra
tener, aunque sea por una noche, un huésped como usted.
―Gracias, gracias.
Oiga, ¿por qué está desierta la aldea?, ¿a dónde se ha ido la gente?
―Aquí nunca ha
vivido nadie. Mi amigo y yo vinimos a refugiarnos en esta aldea hace muchísimos
años, desde que yo tengo memoria.
―¿Su amigo?
―Sí, mi amigo. Él
y yo nunca nos hemos separado, no podríamos vivir el uno sin el otro. Ahora
duerme, está muy cansado.
―Pero… ¿de qué
viven? ¡si todo esto parece estar muerto! No he visto en el camino señales de
vida, solo este viento que empolva todo.
―Nosotros no
necesitamos de cosas materiales para vivir, a veces sentimos estar muertos pero
no falta alguien que nos llame y nos ponga a trabajar.
―¿Alguien? ¿Hay
alguien por aquí, aparte de ustedes?
―Sí, sí los hay
por ahí, allá, o más lejos, ¿qué importa?
―No entiendo nada,
debe ser el cansancio. ¿Sabe amigo?, este sitio parece un cementerio, como si
estuviésemos muertos y pudiéramos platicar de muchas cosas que ya han pasado.
―Sí, así es, eso
parece.
―¿Quién es usted?,
¿cómo se llama? Algún nombre debe de tener.
―Sí, tengo un
nombre, el que me han puesto los hombres de todos los tiempos, y a mi amigo
también.
―¿Quiere decir que
la humanidad entera los ha bautizado?
―Sí, exactamente
eso dije.
―¡Oh!, por Dios,
no entiendo nada, yo debo de estar soñando o a lo mejor deliro, ¿Es usted real?
―Sí. Mi realidad
es de todos, yo soy todos, me han formado todos y a mi amigo también.
―Más asombrado aún
quedó Gilberto cuando de pronto irrumpió en la estancia un hombre de cabello
blanco con rostro empolvado y su traje lleno de telarañas.
―Este es su amigo,
supongo.
―Sí, él es mi
amigo. Siempre está en un rincón, pero a veces viene hasta mí y platicamos
mucho.
―Yo soy Gilberto
Parra y usted ¿usted quién es? ―preguntó Gilberto al recién llegado.
Con la mirada un
tanto extraviada y sin saber qué decir, el sujeto miró a su amigo, quien contestó
en su nombre.
―Él es, ya le
dije, parte de mí y de la humanidad entera. Nunca nos separamos y cuando
alguien nos llama a trabajar solemos platicar mucho.
―Otra vez con ese
cuento, ¿Me quiere volver loco? Bueno, debe ser el cansancio y el hambre que
tengo. ¿No tienen parientes?
―Sí, yo tengo una
hermana que siempre está cerca, ella viene en mi ayuda cuando necesito que esté
junto a mí.
―¡Ah!, una
hermana, ¿dónde está ella?, ¿es bonita?, ¿cómo se llama?
―Ella nunca se
deja ver, solo cuando alguien la necesita mucho. Su nombre… tiene tantos, se
los han dado los hombres de todos los tiempos.
―¡Ah!, entonces
debe de tener un oficio muy conocido, ya que a través del tiempo este oficio ha
sido bautizado con diferentes nombres. Así que su hermanita es de esas. ¿Y
usted, amigo, no tiene parientes?
El anciano de las
telarañas respondió:
―Sí, yo tengo una
madre a la que acuden todos para que yo venga, debo acudir a mi amigo para que
me ayude a desempolvar algunas cosas y a veces es necesario que su hermana nos
ayude.
―Como quien dice,
trabajan en conjunto, ¡ja, ja ,ja! Yo siempre he trabajado para mí, y cuando
busco a alguien, es nada más para mi beneficio.
―Sí, ya lo sé. Usted,
Gilberto, ha sido un hombre egoísta y cruel, ¿te acuerdas? ―dijo, sacudiendo un
poco al anciano,
―Sí, eso es
exactamente, ahora está claro aquello. A través del polvo y con la ayuda mi
madre empiezo a ver todo claro. ¿Recuerda, amigo, aquella mujer llamada Raquel?
―Espere, espere un
poco. Ahora la recuerdo, creí que ya la había olvidado pero parece ser que no
existe el olvido completo y que solo abandonamos en un rincón del alma lo que
no deseamos recordar. Pero… ¿usted cómo lo sabe de ella?
―Ya le dije, mi
amigo, que nosotros estamos hechos de la humanidad y así es como trabajamos.
―No me va a decir
que usted es mi conciencia, ¿o sí?
―No. Soy parte de
usted y su conciencia es suya, así es de que estamos todos emparentados.
―Están locos,
locos de remate y creo que también yo voy a enloquecer ahora que me hicieron
recordar a Raquel.
Aturdido, Gilberto
recordada sus amores con Raquel y el fin trágico de aquella vida. Pensó,
después de tantos años, en su inocencia y en los celos absurdos, empezó a
sufrir llamando desesperadamente a Raquel, cuando una mujer con una túnica
blanca se acercó hasta él y tocándole el hombro dijo:
― ¿Me llamabas? Aquí
estoy, a tu lado.
Sorprendido quiso
ponerse de pie, pero las manos de la mujer lo detuvieron. Sintió el frío de
esas manos.
―Vine hasta ti porque
tú me llamaste, y voy a llevarte. Yo soy Raquel, mírame bien.
―Sí, si eres
Raquel, es cierto, pero tú estás muerta, yo mismo te maté. Te amo, te amo.
Amaneció. El viento
estaba ya sereno. Solo quedaba como testimonio de aquella noche el rótulo
pendiente del tejado.
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