sábado, 2 de diciembre de 2017

Gonzalo R. García Terrazas


Una respuesta

Por Gonzalo R. García Terrazas

Mil novecientos diez y ocho fue trágico para el pueblo de Satevó, fue el año de la Influenza española que diezmó la población; fueron tantas las muertes que los deudos tuvieron enterrar ellos mismos a sus difuntos. Fue también el último y más enconado ataque de Francisco Villa al pueblo, que era paso obligado en la ruta de sus correrías cuando, declinada su estrella, se convirtió en salteador con los escasos efectivos de la antes victoriosa División del Norte.

Una mañana se dio la alerta, el odiado Villa se acercaba, un arriero observó el sigiloso acercamiento del contingente. José Terrazas, jefe de las Defensas Rurales, se aprestó a la defensa. Se ubicaron tiradores en los puntos estratégicos; en las ventanas con postigos de recia madera y rejas de hierro forjado, las azoteas y en todos los lugares que dieran la facilidad de repeler el ataque fueron apostados los mejores tiradores. El lugar más adecuado fue la iglesia parroquial, sus recias torres de piedra daban una posición ventajosa, ya que desde las alturas se dominaba todo el pequeño poblado.

Terrazas con seis de los  más certeros y experimentados rifleros se ubicó en las torres y pretiles de la iglesia. El ataque  fue encarnizado, los villistas fueron abatiendo las defensas aledañas a la parroquia hasta que solo quedaban los defensores de esta; los atacantes no podían pasar a ninguna otra posición, quien lo intentó quedó abatido por los certeros disparos de los siete en las alturas, lo mismo pasaba con los de las torres, no podían asomar sin recibir un balazo.

La situación se tornó difícil para los villistas, había que esperar a que la falta de parque, el hambre y la sed rindieran a los defensores, pero Pancho Villa no estaba dispuesto a perder tiempo, él sabía que un destacamento de federales se dirigía a socorrer a la población, y entonces dio la orden de prender fuego a la iglesia para acabar pronto. Sus órdenes fueron ejecutadas al momento, volaron antorchas de trapos y ocote empapadas en petróleo. Las llamas se extendían por el entablado de la techumbre, el coro, las escaleras internas, las viejas y resecas vigas que sostenían la parte central del templo causando un aparatoso derrumbe.  Solo las torres quedaron libres del incendio por estar construidas en su totalidad de piedra. Los defensores seguían haciendo letales disparos.

Martín López,  aguerrido y leal divisionario propuso a Villa que les perdonara la vida, que les garantizara su seguridad si se rendían. Villa accedió pero con una excepción:

―Nomás al viejo zorro de Terrazas no le perdono la vida ―dijo Villa.

―General ―respondió López― a todos o a ninguno.

―Bueno, solo porque usted lo pide lo concedo.

Años después, en 1920, José Terrazas caminaba por una calle de la capital del estado y por la misma venían Francisco Villa y su escolta. Este, al ver al de Satevó, le preguntó a modo de saludo:

―Quibo, Terrazas. ¿A quién le debes la vida? ―le cuestionó el general con tono burlón.

Terrazas sin voltear a verle y calándose el sombrero respondió:

―A la Divina Providencia!

Y continuó su camino.




Gonzalo R. García Terrazas es licenciado en letras españolas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es gestor y promotor cultural, fue jefe de la Oficina de Desarrollo Artístico del Instituto Chihuahuense de la Cultura y secretario técnico del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Chihuahua. Es coordinador de sección en la revista Paso de gato, revista de Teatro. Actualmente es profesor de literatura en la UACH y consejero editorial del Congreso del Chihuahua.

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