Una
respuesta
Por Gonzalo
R. García Terrazas
Mil
novecientos diez y ocho fue trágico para el pueblo de Satevó, fue el año de la
Influenza española que diezmó la población; fueron tantas las muertes que los
deudos tuvieron enterrar ellos mismos a sus difuntos. Fue también el último y
más enconado ataque de Francisco Villa al pueblo, que era paso obligado en la
ruta de sus correrías cuando, declinada su estrella, se convirtió en salteador
con los escasos efectivos de la antes victoriosa División del Norte.
Una mañana
se dio la alerta, el odiado Villa se acercaba, un arriero observó el sigiloso
acercamiento del contingente. José Terrazas, jefe de las Defensas Rurales, se
aprestó a la defensa. Se ubicaron tiradores en los puntos estratégicos; en las
ventanas con postigos de recia madera y rejas de hierro forjado, las azoteas y
en todos los lugares que dieran la facilidad de repeler el ataque fueron
apostados los mejores tiradores. El lugar más adecuado fue la iglesia
parroquial, sus recias torres de piedra daban una posición ventajosa, ya que
desde las alturas se dominaba todo el pequeño poblado.
Terrazas con
seis de los más certeros y experimentados
rifleros se ubicó en las torres y pretiles de la iglesia. El ataque fue encarnizado, los villistas fueron abatiendo
las defensas aledañas a la parroquia hasta que solo quedaban los defensores de
esta; los atacantes no podían pasar a ninguna otra posición, quien lo intentó
quedó abatido por los certeros disparos de los siete en las alturas, lo mismo
pasaba con los de las torres, no podían asomar sin recibir un balazo.
La situación
se tornó difícil para los villistas, había que esperar a que la falta de
parque, el hambre y la sed rindieran a los defensores, pero Pancho Villa no
estaba dispuesto a perder tiempo, él sabía que un destacamento de federales se
dirigía a socorrer a la población, y entonces dio la orden de prender fuego a
la iglesia para acabar pronto. Sus órdenes fueron ejecutadas al momento,
volaron antorchas de trapos y ocote empapadas en petróleo. Las llamas se
extendían por el entablado de la techumbre, el coro, las escaleras internas,
las viejas y resecas vigas que sostenían la parte central del templo causando
un aparatoso derrumbe. Solo las torres
quedaron libres del incendio por estar construidas en su totalidad de piedra.
Los defensores seguían haciendo letales disparos.
Martín López, aguerrido y
leal divisionario propuso a Villa que les perdonara la vida, que les
garantizara su seguridad si se rendían. Villa accedió pero con una excepción:
―Nomás al
viejo zorro de Terrazas no le perdono la vida ―dijo Villa.
―General ―respondió
López― a todos o a ninguno.
―Bueno, solo
porque usted lo pide lo concedo.
Años
después, en 1920, José Terrazas caminaba por una calle de la capital del estado
y por la misma venían Francisco Villa y su escolta. Este, al ver al de Satevó,
le preguntó a modo de saludo:
―Quibo,
Terrazas. ¿A quién le debes la vida? ―le cuestionó el general con tono burlón.
Terrazas sin
voltear a verle y calándose el sombrero respondió:
―A la Divina
Providencia!
Y continuó
su camino.
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