domingo, 10 de diciembre de 2017

Dolores Gómez Antillón. Noche oscura


Noche oscura                                    

Por María Dolores Gómez Antillón

Una noche muy oscura, mi corazón palpitaba con angustia; serían las tres  o cuatro de la madrugada, tan lóbrega y fría. Imaginaba que un torbellino filoso cortaba la respiración de todo ser viviente. El grito de alguien que pasaba por la calle disipó el presagio, se desvaneció al oír el ruido de aquel transeúnte. Volvió la claridad y cedió el miedo, los temores que en enjambre hacía mucho guardaba mi mente.

El amor era mi única esperanza. Pero él había dicho que ya cerráramos el  ciclo; ya no había nada que yo pudiera hacer. Era el anuncio de la obscura  noche. La anterior al último día que lo vi, después de seis años de relación.

Yo seguía enamorada, pero le dije que todo estaría bien. Nunca he sido mujer de ruegos, ni quien se denigre por alguien. Así es que seguí mi vida de siempre, aunque muy deprimida y cada vez más.

Pasaron dos años y un poco más.

El día de mi cumpleaños una llamada agitó mi corazón. Era él. Él. Me llamaba para felicitarme y pedirme perdón; me suplicó que aceptara salir como al principio de nuestra relación. Yo derritiéndome, con lágrimas en los ojos, le dije que no podía verlo porque mis parientes me festejarían, pero que me llamara otro día y ya veríamos; le recordé cómo él había dicho que teníamos que cerrar el ciclo. De cualquier manera me aseguré de repetirle que hablaríamos después y colgué, a pesar de que me sentía agitada y dichosa, lloraba de alegría y mi corazón palpitaba aceleradamente.

Dos semanas después timbró el teléfono timbró. Empecé a temblar pensando que sería él.

―Bueno. ―Sí. Era él.

―Qué pasó, reina. ¿Ya pensaste en mi invitación?

―Sí, sí. Acepto.

―En media hora paso por ti.

―Está bien, te espero.

Preparé una botella de vino, nuestras dos copas.

Llegó y ansiosamente abrí la puerta, lo saludé con un beso en la mejilla y él me abrazó. Caminamos al coche; abrió la puerta y yo subí sintiendo burbujitas por todos lados.

Venía vestido con un pantalón blanco y zapatos beige, camisa color chedrón, saco beige y su pelo precioso, gris brillante, desde luego su preciosa barba y sus ojos claros que transmitían mucha alegría y cariño.

Llegamos al pueblito y bajamos del auto, entrelazamos nuestras manos y volví a sentir la suavidad de su piel. Nos dirigimos al templo, él traía un ramo de gardenias en su mano derecha entramos y nos dirigimos hasta el altar. Hincados nos miramos con los ojos húmedos, como ya lo habíamos hecho en el pasado. Dirigiéndonos a la imagen de Cristo juramos que siempre nos amaríamos, luego me miró y nos besamos.

Yo nunca lo he dejado de amar. Cuando me besó, me entregó el ramo de gardenias.

Subimos al coche y compramos una nieve, nos dirigimos al río, testigo tantas veces de nuestro amor. Nos recostamos en el prado sobre el tronco de nuestro árbol y empezamos a tomar la nieve y a tocarnos placenteramente. Fue como si Dios nos permitiera continuar; con la mayor naturalidad iniciamos uno de nuestros rituales. Saqué de mi bolso el vino y las copas que traía ya por costumbre y brindamos por el reencuentro, nos dedicamos a besarnos cada vez más apasionados. Nuestros labios unidos con fuerza; su lengua en mi boca, luego recorrió mi cuello, mis manos, mi nariz.

Nos quitamos la ropa y yo toqué delicadamente cada parte de su cuerpo, él se excitaba al compás de mi deseo desesperado. Tomó un poco de vino y lo vertió en mi intimidad, con deleite besó mis labios caracolas y con su pene tocó suavemente mis pechos, luego así mismo me recorrió con cuidado todo el cuerpo hasta llegar al laberinto que humedecido esperaba la llegada del doloroso placer que nos transportaba a los jardines del amor.

Mi laberinto era nuestro camino al paraíso. Al recorrerlo primero con increíble lentitud y luego con fuerza y poseerme, empezamos a gritar de placer. Volamos hasta llegar a un manantial escarlata donde nos esperaba un corcel blanco que nos condujo hasta el cielo. Estrellas florecidas nos daban la bienvenida. De múltiples maneras, en un torbellino de sensaciones, sin saber desde cuáles rumbos habíamos llegado, volvimos a nuestro prado. Los dos llorábamos y el caudal de nuestros fluidos vino a ser un gran río iluminado.

Más tarde nos metimos al riachuelo, nos abrazamos haciendo el signo de infinito que algunos años antes habíamos inventado para nosotros. Nos basamos. Muchas, muchas, muchas veces. Hicimos una cita para toda la vida y para el día siguiente a las cuatro de la tarde en el parque al que solíamos ir.

Me dejó en la puerta de mi casa. Nos dimos otro intenso beso, subí  la escalera  volando, llena de ilusiones y amor, esperando el nuevo día. El orgullo no vale cuando el amor se entrega completo y para siempre.








Dolores Gómez Antillón es licenciada en letras españolas con maestría en educación por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua, de la que después llegó a ser directora. Ha publicado los libros Rocío de historias cuentistas de Filosofía y Letras, Apuntes para la Historia del Hospital Central Universitario y Voces de viajeros.

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