Relato en el
fin del mundo
Por Lorena
Sosa
Era de
mañana, hacía algo de viento. De este tipo de aires que enjaquecan y causan la polinización.
También varios resfriados, gripas y demás enfermedades típicas del invierno.
Jonathan se
asomó por la ventana, tenía en sus mano un café sazonado con tequila; miró los
árboles sacudirse, las hojas desprenderse y luego desaparecer realizando varias
hélices durante su vuelo; en movimiento reflejo, la mano que sostenía la tasa
comenzó a dar vueltas, sin más rumbo que el propio recipiente.
Jon, como lo
llamaban sus amigos, no acostumbraba tomar desde temprano, pero durante la
última semana había realizado repentinos cambios en su vida —total, este mundo acabará— pensaba.
Su casa
estaba frente a la de Martha, una joven muchacha que vivía entregada a sus
padres medio enfermos, había decidido dedicar su vida a ellos y a cuanta obra
le resultara beneficiosa para el espíritu. Se encargaba de los rosarios de la
tarde y el coro dominical de mediodía. También sabía tejer y cocinar.
Marthita era
la chica buena de la colonia, salía muy pocas veces, llegaba temprano, no bebía
y estudiaba como nadie. Sin embargo, y a pesar de los elogios, se sentía
incompleta. Algo faltaba. Durante la mañana en que el viento hacía caracolas en
la calle, se miraba frente al espejo. Su fisonomía intacta contrastaba con su
rostro, que a pesar de tener 30 años los ojos la hacían verse mayor. Esa mañana
su espejo sería la última vez que la viera como tal.
Este par de
vecinos, al igual que el resto de la cuadra, había votado por el licenciado
Rebolledo, cuyas propuestas estavieron basadas en otorgar paz y libertad para
toda la ciudadanía. A meses de haber ganado, aún colgaban pendones en donde sonriente y con su puño
cerrado se hacía conocer bajo el lema “La paz como medio y como fin”.
—Vaya, sí que es un hueso duro de roer. Su carota había
aguantado sol, lluvia y aire; nuestro candidato y actual presidente allí sigue
contoneándose a pesar de este aire tormentoso, quizá hoy ya no aguante y caiga
el pendón —le comentó el señor Kevin Rodríguez a su esposa Lupita López.
Ambos desayunaban lujosos huevos cuando
el viento azotaba en su ventanal. Su matrimonio se encontraba en un momento
placentero, ya todo se habían perdonado y conocido y ahora eran cotidianamente
felices.
Él era un
periodista que ya contaba con prestigio y fama, por lo que podía darse el lujo
de dejar las calles para seguir la nota y codearse en oficinas para buscar la
materia justa y necesaria para hacer seguir reporteando y con ello ganársela
vida.
Cada domingo
su madre leía con atención su columna, la recortaba y guardaba en un álbum,
desde la primer nota que le habían publicado, hasta la última la tenía
almacenada; en total ya contaba con una enciclopedia del quehacer de su hijo, a
quien había nombrado Kevin en honor a su padre americano, un gringo que años
atrás, en su búsqueda por ampliar sus negocios de minería, radicó varios años
en aquel pueblo polvoriento y terregoso. Sin embargo la muerte lo había
alcanzado en la detonación de lo que llamaba el mejor descubrimiento de su
vida. (Este relato continuará).
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