viernes, 29 de diciembre de 2017

Lorena Sosa. Relato en el fin del mundo


Relato en el fin del mundo

Por Lorena Sosa

Era de mañana, hacía algo de viento. De este tipo de aires que enjaquecan y causan la polinización. También varios resfriados, gripas y demás enfermedades típicas del invierno.

Jonathan se asomó por la ventana, tenía en sus mano un café sazonado con tequila; miró los árboles sacudirse, las hojas desprenderse y luego desaparecer realizando varias hélices durante su vuelo; en movimiento reflejo, la mano que sostenía la tasa comenzó a dar vueltas, sin más rumbo que el propio recipiente.

Jon, como lo llamaban sus amigos, no acostumbraba tomar desde temprano, pero durante la última semana había realizado repentinos cambios en su vida total, este mundo acabará pensaba.

Su casa estaba frente a la de Martha, una joven muchacha que vivía entregada a sus padres medio enfermos, había decidido dedicar su vida a ellos y a cuanta obra le resultara beneficiosa para el espíritu. Se encargaba de los rosarios de la tarde y el coro dominical de mediodía. También sabía tejer y cocinar.

Marthita era la chica buena de la colonia, salía muy pocas veces, llegaba temprano, no bebía y estudiaba como nadie. Sin embargo, y a pesar de los elogios, se sentía incompleta. Algo faltaba. Durante la mañana en que el viento hacía caracolas en la calle, se miraba frente al espejo. Su fisonomía intacta contrastaba con su rostro, que a pesar de tener 30 años los ojos la hacían verse mayor. Esa mañana su espejo sería la última vez que la viera como tal.

Este par de vecinos, al igual que el resto de la cuadra, había votado por el licenciado Rebolledo, cuyas propuestas estavieron basadas en otorgar paz y libertad para toda la ciudadanía. A meses de haber ganado, aún colgaban  pendones en donde sonriente y con su puño cerrado se hacía conocer bajo el lema “La paz como medio y como fin”.

Vaya, sí que es un hueso duro de roer. Su carota había aguantado sol, lluvia y aire; nuestro candidato y actual presidente allí sigue contoneándose a pesar de este aire tormentoso, quizá hoy ya no aguante y caiga el pendón —le comentó el señor Kevin Rodríguez a su esposa Lupita López. Ambos  desayunaban lujosos huevos cuando el viento azotaba en su ventanal. Su matrimonio se encontraba en un momento placentero, ya todo se habían perdonado y conocido y ahora eran cotidianamente felices.

Él era un periodista que ya contaba con prestigio y fama, por lo que podía darse el lujo de dejar las calles para seguir la nota y codearse en oficinas para buscar la materia justa y necesaria para hacer seguir reporteando y con ello ganársela vida.

Cada domingo su madre leía con atención su columna, la recortaba y guardaba en un álbum, desde la primer nota que le habían publicado, hasta la última la tenía almacenada; en total ya contaba con una enciclopedia del quehacer de su hijo, a quien había nombrado Kevin en honor a su padre americano, un gringo que años atrás, en su búsqueda por ampliar sus negocios de minería, radicó varios años en aquel pueblo polvoriento y terregoso. Sin embargo la muerte lo había alcanzado en la detonación de lo que llamaba el mejor descubrimiento de su vida. (Este relato continuará).










María Lorena Sosa Rodríguez estudió letras españolas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Ha publicado en la revista Once, de Hermosillo y en la antología literaria Las misiones del padre Kino. Durante algunos años escribió la columna Llavero en el periódico El universitario de la ciudad de Chihuahua. Es autora del libro María cabeza de empanada. Actualmente estudia una maestría en escritura creativa en La Universidad de Texas en El Paso.

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