Cuando
los dinosauritos voladores se acariciaron las mejillas
Por Fernando
Suárez Estrada
El sol
se acostó a dormir sobre el colchón azul de la Laguna.
La
luna, sentada en su jardín de estrellas, comenzó a iluminar el valle y un
aleteo musical de dinosaurios se acercó a los alamitos de aquel manso arroyo.
Se
acomodaron en el nido más alto y disfrutaron la brisa y el bullicio humano que
los animó a perderse en miradas de ensueño y a acariciarse tiernamente sus
cachetes ruborizados.
*
San
Antonio de Arenales no dormía. El frío comenzaba a huir al levantarse las
grandes fogatas de leñería de pinos hasta el cielo.
Los
rancheros agraristas sabían que al día siguiente los visitaría el gobernador y
fedatario principal del estado, coronel Jesús Antonio Almeida, para oficializar
constancia de clausura de los trabajos de la reunión de usufructuarios del
Ejido San Antonio de Arenales, que habían iniciado tres días antes con la
participación, durante su puntual y polémico desarrollo, de personajes que tuvieron
siempre puesta su mira en el mejoramiento de la convivencia pacífica de
familias pluriculturales y ejemplares de este rincón del universo.
Así, en
el cálido salón de sesiones del Pueblo, a la luz de lámparas de petróleo y
veladoras, siendo las veintiuna horas del día 23 de febrero de 1925 –según
reseña la acta correspondiente–, habla el gobernador exaltando los hechos de
aquel peregrinaje de sabidurías, habiendo comparecido también como testigos de
honor a esa reunión de resplandores nocturnos el secretario particular del
titular del Ejecutivo, Jesús Meraz; Anastacio Tena y Ventura Comadurán, mayores
de las fuerzas del Estado; los diputados locales Jesús Prieto Becerra y José T.
y Lozano; el ingeniero Enrique M. Soria, asesor técnico de la Comisión Nacional
Agraria; los representantes legales de los herederos Zuloaga (Víctor Muñoz y el
abogado Guillermo Porras Mendoza, quien en su momento fuera secretario
particular del gobernador Enrique C. Creel y asesor jurídico del latifundista
don Luis Terrazas. Por cierto, su sobrino, Guillermo Porras Muñoz, fue
sacerdote e historiador con reconocimiento nacional. Este nacería en 1917,
cinco años antes de la llegada de los menonitas); representantes de rancherías
y pueblos vecinos (Delfín García, de las rancherías de Dolores y Ojo Caliente;
Estanislao García, de la de Napavechic); don Pedro R. Quezada, presidente
municipal (sic.). En realidad, don Pedro fue presidente de la Sección
Municipal, y el pueblo formaba parte entonces del Municipio de Cusihuiriachi;
los integrantes del mencionado Comité Particular Administrativo del Ejido San
Antonio de Arenales, señores Belisario Chávez Ochoa, Pedro Baray Guevara (a la
postre, primer presidente municipal de Cuauhtémoc), Romualdo R. Sánchez,
Epigmenio Chávez, Fermín Ochoa y José Rodríguez, presidente, presidente
suplente, primer vocal, segundo vocal, primer vocal suplente y segundo vocal
suplente, respectivamente, y los jefes de los Campos Menonitas, que aparecen
como presentes en el acto al inicio de la redacción del documento sin
mencionarse sus nombres en el mismo.
Queda
claro que todos trabajaron por la meta de lograr un sabio deslinde del pueblo para
salvaguardar la integridad de las propiedades comunales y jacales privados, las
llanuras que garantizaban leche, carne y dividendos a los hacendados y las
tierras coloradas vendidas por la Casa Zuloaga a los laboriosos agricultores de
mezclilla hasta los hombros, que serían germinadas, tarde o temprano, con los
lustrosos maizales y las doradas avenas que proyectaron plantar los bonachones
menonitas, desde tiempo atrás, en sus sueños canadienses una vez que se
establecieran en el México quijotesco y fraterno.
El
pinole, machacado y endulzado con azúcar morena, por las mágicas manos de las
tarahumaras de endiosadora belleza atlante, compañeras y esposas de muchos
enamorados agraristas, de algunos idealistas señoritos de Bustillos y ¡también
de deslumbrados menonitas!, estaba casi en su punto para ser paladeado.
Sin
duda, ese día de pactos básicos quedaría grabado en la memoria de la Matria
hermosa donde todos cabían.
¡Y en
la propia historia de la humanidad y sus valores excelsos!
Aquellas
parejas suspiraban, hipnotizadas por las cenizas rojas de las hogueras, y se
acariciaban las mejillas con suavidad y ternura.
*
Una
quisquillosa inquietud, sin embargo, se hizo presente en ese valle pinolero: ¿Y
si alguna debilidad se atravesaba en el camino de todos y echaba abajo las
ilusiones de vivir en paz y armonía?
Entonces,
dos vocecitas platicadoras y alegres se dejaron percibir entre ramas y
alboroto.
¡Era
Dios, sonriente, acompañado y tomado de la mano de la india pecosita Alma Rosa!
Aquel
descalzo ojos indianos, ahora con koyera en su cabeza, pantalón de pechera y
mirada angelical, le cedió la palabra a la niña y ésta canturreó:
... repentinamente,
los enamorados –sin explicación
o con argumentos–,
sin ningún sentido
vuelven a caer
uno en brazos del otro
llenos de ilusión.
Dios
alamito, Dios dinosaurio, Dios arroyito, Dios tarahumara, Dios menonita, Dios
de las capillas, Dios de las tormentas, Dios pluricultural, Dios de los
deslindes, Dios de las montañas, Dios de los vientos, Dios de las estrellas, Dios... acarició los cachetes de la pastorcita y esta
los de Él.
La
sosobra que flotaba en el aire terminó cuando el Dios de todos dejó ver lo que
sucedía dentro de su mismo pecho:
Su
corazón piadoso y su alma de sedantes brazos se acariciaron sus respectivos
cachetes, lo que comunicó paz y confianza a los presentes, dejándoles el
ejemplo de lo que significan la sencillez y la sabiduría para convivir en
armonía consigo mismos y con la humanidad.
El
fruto de las mutuas caricias de mejillas externas e internas dejó valiosa herencia
y un dulce sabor al terruño.
Los
ecos de aquella Asamblea popular siguen animando los latidos de los corazones
de todos los sanantoñitos.
Y nadie
olvida lo que subrayó el gobernador Almeida, como himno a esta tierra, al
magnificar en su sensible intervención arbitral que ¡nunca! había conocido la
realización de tantas concesiones para alcanzar el sueño de vivir en auténtica
concordia social y espiritual.
Una vez
asimilada la lección, el alto funcionario cinceló con suavidad, hacia arriba y
hacia abajo, sus cachetes mofletudos y luego se los pellizcó, sacudiéndolos,
como símbolo de reconocimiento a ese pueblo de luz.
El
silbato del tren, igualmente, pidió pinole tradicional sanantoñito a los
dinosauritos voladores para llevarlo a todas las parejas del mundo como mensaje
acariciador y rociador de mejillas.
Fernando
Suárez Estrada hizo la licenciatura en periodismo en Escuela de Carlos Septién
García, se tituló con su tesis El espacio
ambiente nos informa, y la licenciatura en derecho en la Facultad de
Derecho de la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde se tituló con su tesis Consideraciones generales en torno al
derecho a la información. Es autor de las siguientes obras publicadas: Cuentos tarahumaras (1975), en la
revista Comunidad, editada por la
Universidad Iberoamericana, y los libros Jesusita y otros relatos (2001), Caminos del villismo, de la hacienda de
bustillos a la epopeya” (2005), Milagro
en los alamitos, novela histórica sobre el nacimiento de Cuauhtémoc, Chihuahua (2012) e Identidad cuauhtemense. También es coautor del libro colectivo De San Antonio a Cuauhtémoc, herencia de
grandeza” (2019). Es Notario Público número dos para el Distrito Judicial
Benito Juárez, Patente expedida el 12 mayo 1989.
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