Unas
pastorcitas norteñas y don Francisco I. Madero
Por Fernando
Suárez Estrada
Las
pastorcitas y el soñador Francisco I. Madero subieron al cráter del volcancillo
vestido en rosas. Al ritmo de un sol naciente, había hecho erupción estilo arco
iris arrojando a la Laguna de Bustillos millones de pétalos que se balanceaban
en el viento como plumas fosforescentes.
“Algo
anuncian”, se decían las niñas-trenzas-de-azabache y el azorado revolucionario,
este con su herido brazo derecho en cabestrillo.
Al
acompañar a las inocentes y dulces pastorcitas, el espiritista Madero intentaba
alcanzar la comunicación mística con las almas rarámuris del cielo estrellado
que, afirmaba, le hablarían, a través de los aullidos de los coyotes, sobre la
mejor manera de luchar con sabiduría por la justicia y superación de todos sus
hermanos mexicanos.
La
pastorcita Alma Rosa sonrió y anunció con ternura a los presentes:
―La Esperanza,
ese es el mensaje. Llegó la esperanza al corazón de nuestro México empobrecido
e inquieto.
Ese
dardo al corazón, la esperanza, impactó al hombrecito ojeroso aquel con barbas
de apóstol.
Inspirada,
la niña dedicó su canto –con acento de soldadera enamorada–, a la lava
petrificada, a los dinosauritos voladores, al sol de los milagros diarios, a la
luna de oro y sus hermanas las estrellas, al rizado oleaje lagunero, a las ardillas,
a cerezos, álamos, gatuños, luciérnagas y demás seres vivos que la escuchaban.
Recitó
ardorosamente:
En un
lugar del camino
recobraré
la esperanza,
en este
mundo plural
que
para todos alcanza.
Me
iluminará la estirpe
de mis
hijos y sus hijos
y las
almas, luminarias,
de los
amigos hermanos.
Hermanos
negros, azules,
rojos,
blancos, amarillos,
Mundo,
familia sin fin,
cerros,
valles, animales.
Me
iluminará el recuerdo
de
imágenes siempre amadas,
de
almas grandes que pueblan
de
grandes anhelos mi alma.
Porque
mi destino humano
de
razón determinada
solo
termina con Dios
y Dios
amor no termina.
El Dios
hermano prendió
en un
lugar del camino
las
luces de la esperanza
que
nunca se me perdió.
Y don
Francisco Ignacio (o Ygnacio) Madero González, bajando a trompicones el rosado
volcán, llegó agitado y sonriente a la elegante sala de la mansión Zuloaga,
construida en lo que antes fue una cueva de oso, y platicó lo sucedido a su tío
Alberto Madero Farías y a la esposa de este, María de la Luz Zuloaga Irigoity
(una de las herederas de tal edén terrenal, junto con sus hermanos Martha,
Carmen, María y Leonardo, rincón privilegiado por la naturaleza con la
majestuosa presencia de aquel volcancillo sonrojado y de su musical laguna,
arrullada siempre con los murmullos afectuosos de dinosaurios planeadores y
mamuts).
Y en
este venteado paraje se integraría formalmente el “primer ejército maderista,
con dos mil hombres” y pastoras revolucionarias, sumándose a los mismos Pancho
Villa y Pascual Orozco. (1)
En este
paraíso, con la presencia e influencia del reformista Madero, “hasta los
terratenientes eran villistas”. (2)
Y don
Francisco conocía esta curiosa y original afinidad de sentimientos. Doña María de la Luz “se acercaba frecuentemente a Villa... a interceder por
uno u otro sacerdote que había caído bajo la ira de Villa, y Pancho le
contestaba: ‘Aunque no le tengo miedo al infierno, si le tengo miedo a sus
reproches’...” (3)
Hacendados,
los Madero y un revolucionario principiante experimentaron plena comunicación.
Y de
todos es sabido, en estos valles, que Villa jamás molestó a los Zuloaga en su
Hacienda ni fuera de ella, “lo que sí hizo con otros latifundios, como los de
Terrazas, Luján, Creel o Cuilty”, debido al agradecimiento que profesó siempre
al patriarca don Carlos, que en alguna ocasión que se le detuvo dentro de su
gran propiedad no lo entregó “a las garras asesinas” de la acordada, con lo que
le salvó la vida. (4)
Aquel
don Alberto Madero tenía adoración por su esposa, y su talento lo llevó a
ganarse la confianza de su familia, que lo nombró administrador de la Hacienda
de Bustillos y, en su momento, dio cobijo, por dos semanas, a su sobrino
Francisco I. Madero en tal lugar, donde se recuperaría de aquella herida
sufrida en Casas Grandes el 6 de marzo de 1911, conocida por las pastorcitas
esa madrugada que volaron flores, ideas
y sueños en el volcancito ranchero.
Según
Máximo Castillo, nombrado por Madero “su jefe de escolta” tres semanas antes,
es decir, el 11 de febrero de 1911, su quijotesco jefe decidió visitar “Ciudad
Guerrero”, el primero de abril siguiente, donde pronunció un discurso y “lloró
al presentársele un grupo de viudas enlutadas porque sus maridos habían muerto
en Cerro Prieto, al comenzar la revolución. Volvimos a Bustillos y el día 10
(de abril) marchamos a Juárez...” (5)
Al
regresar de Guerrero, don Panchito, como también se le conocía afablemente, se
detuvo en San Antonio de Arenales a saludar a sus amigas pastorcitas, las que a
coro le dijeron: “La esperanza nunca muere, señor. ¡Vivan sus sueños, viva su
lucha por los débiles de México!”
Y,
cargado de ánimos, al llegar a la Hacienda de Bustillos, ese mismo día su
inspiración lo llevó a escribir el siguiente decreto, valorando la penosa
situación de los trabajadores mexicanos:
“Art.
1o. Queda prohibido en la República imponer contribución alguna a toda clase de
obreros y trabajadores del campo.
Art.
2o. Inmediatamente después del triunfo de la Revolución, el gobierno
provisional enviará este decreto a todas las legislaturas de los estados”. (6)
El
defensor de la esperanza democrática, en alas de espíritus dinosaurescos, se
elevó del Casco de ese foro hacendario y voló al lado de corazones ilusionados,
a consumar la gesta heroica de liberar a México de la dictadura...
(1) Castro,
Pedro: Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua.
Crónica de su Fundación. UAM, México, 2000, pág. 22.
(2) Aboites,
Luis: Norte precario. Colegio de
México; expresión de don Victoriano Díaz, en su época Cronista del Municipio de
Cuauhtémoc, edición 1995, pág. 133.
(3) Taibo
II, Paco Ignacio: Pancho Villa.
Editorial Planeta Mexicana, S. A. de C. V., 2006, pág. 250.
(4) Castro,
Pedro. Op. Cit., pág. 23.
(5) Vargas
Valdés, Jesús: Máximo Castillo y la
Revolución en Chihuahua. Nueva Vizcaya Editores, Chihuahua, 2003, pp. 138,
145 y 146.
(6) Almada,
Francisco R.: La Revolución en el Estado
de Chihuahua, tomo I. Talleres Gráficos de la Nación, 1964, pág. 218.
Fernando
Suárez Estrada hizo la licenciatura en periodismo en Escuela de Carlos Septién
García, se tituló con su tesis El espacio
ambiente nos informa, y la licenciatura en derecho en la Facultad de
Derecho de la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde se tituló con su tesis Consideraciones generales en torno al
derecho a la información. Es autor de las siguientes obras publicadas: Cuentos tarahumaras (1975), en la
revista Comunidad, editada por la
Universidad Iberoamericana, y los libros Jesusita y otros relatos (2001), Caminos del villismo, de la hacienda de
bustillos a la epopeya” (2005), Milagro
en los alamitos, novela histórica sobre el nacimiento de Cuauhtémoc, Chihuahua (2012) e Identidad cuauhtemense. También es coautor del libro colectivo De San Antonio a Cuauhtémoc, herencia de
grandeza” (2019). Es Notario Público número dos para el Distrito Judicial
Benito Juárez, Patente expedida el 12 mayo 1989.
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