los martes
Cuatro Caminos
Por Andrés Espinosa Becerra
En el inicio de una tarde plena me encaminé al Toreo de Cuatro Caminos. Se
celebraba algo inusual, era una de las primeras contiendas en donde se
disputaban los títulos de todas las divisiones de lucha libre, desde el peso
pluma hasta el peso completo.
Llegar hasta Cuatro Caminos no era fácil, estaba lejos en esos tiempos, de
manera que en el último metro había que abordar un camión, de los que recorren
el Estado de México.
La plaza estaba llena y había mucho furor, recordé las películas sobre el
circo romano. Gritos y chiflidos demandaban el inicio de la función.
Sin darme cuenta se empezaron a escuchar cachetadas y manazos en el pecho.
Era la primera pelea, la primera división. Desde mi butaca se veían unos
muchachitos musculosos y altos, como es de pensarse.
Parte del espectáculo, al igual que en el beisbol, es la reacción del
público, el comportamiento de ellos es alegórico y sano pero estridente.
Llega un momento estelar, me percaté que había quedado junto a la puerta de
entrada y salida de los luchadores, pues en ese momento a mi lado salió,
levantando los brazos hercúleos, el Perro Aguayo. Traía vestimenta de cherokee
y calzaba botas altas revestidas con pelo de borrego. La frente del Perro
Aguayo estaba señalada por múltiples marcas de antiguas heridas.
Bajó el Perro al cuadrilátero, era del bando de los rudos. Como eran peleas
por el título, los enfrentamientos no guardaban contemplaciones.
Vencen al perro Aguayo, su opositor lo lleva a uno de los postes y estrella
ahí su cabeza, después en una acción mañosa que el réferi no vio o disimuló no
verla, su contrario le muerde la frente. Termina el encuentro. Pierde el Perro.
Por supuesto que se veía impresionante cuando regreso a la puerta de los
camerinos con la cara ensangrentada.
Para esos momentos la gente ya estaba enardecida, antes había contemplado
eso en la arena México, aquello de los circos romanos no se ha perdido. Ante la
derrota del Perro Aguayo, una viejita, agitando al aire su periódico El Esto,
agitada, le gritaba al vencedor: vete a chingar a tu madre cabrón. Toda esa
parte de la gradería la acompañó y la ovacionó. Lo emocionante es que la
viejita nunca se quedó quieta en toda la función. Un verdadero testimonio de la
lucha libre.
Entonces otra escena estelar. Sube a la lona El Hijo del Santo. ¡Ah!
Elegante, impecable, limpio en sus movimientos de calentamiento. Sube también
Blue Panter. Musculoso, alto, sigiloso.
Conocía que El Hijo del Santo no era cualquier luchador, se trataba de una
persona entregada a su disciplina y además era una persona culta, informada e
inteligente. Enmascarado, se volvía un personaje muy interesante. A más de ser
hijo de un ídolo de los mexicanos.
Ese encuentro inicia en desfavor del Hijo del Santo. Dominaba Blue Panter
de manera increíble. Desplaces firmes, golpes fuertes, la viejita gritaba
¡rómpanse la madre!, y se escuchaba notoriamente porque en ese encuentro se
fundó el silencio de los espectadores.
Inicia la última caída, Blue Panter se veía confiado, firme. Entonces
comenzó una danza blanca, limpia. El Hijo del Santo inicio un llaveo
impresionante, no se sabe de dónde salía. Cubría con sus movimientos toda la
lona. Blue Panter notoriamente comenzó a disminuir su ataque. Fue el momento en
que El Hijo del Santo inicio la magia de la lucha libre. Logra unos movimientos
artísticos, nada fingidos, destrozaban aquella idea de que la lucha libre es
pura falsedad.
En un costado de la lona se sube a las cuerdas para tomar desde ahí con sus
piernas el cuello de Blue Panter y se lanza hacia abajo por un lado haciendo un
limpio giro que al terminar lanza hacia fuera de la lona a Blue Panter por la
otra parte del cuadrilatero. Blue Panter no regresó. La apoteosis. La viejita
gritaba: ¡te chingaste cabrón, te chingaste!
Me levanté de mi butaca para desentumirme, en verdad que ir a la lucha
libre era una especie de trabajo. Se debe de atender la lucha, pero también
otras cosas, el ambiente, las personas, sus manifestaciones. Uno observa y no
se da abasto. No es un espectáculo, es un evento donde se aprecia la realidad
de las personas, por no decirlo de otra manera sangrona. Por el sonido pusieron
música de la Sonora Santanera.
Llamé al cubetero para pedirle unas coronitas. Justo en ese momento escucho
un bramido. Junto a mí, a tres asientos acaso, salió un monstruo negro del
tamaño de un árbol. Gritaba y alzaba sus brazos que parecían dos ramas. Bajó a
la lona. Después salió Canek, el príncipe maya. Enmascarado, discreto, se
dirigió al encordado. Era la pelea mayor, peso completo.
Ahora sí el público en silencio, expectante. El negrazo era temible,
diestro. Canek, discreto, pero sus manazas como las del Santo lograban buenas maniobras.
En varias ocasiones Canek besa la lona y en una de ellas el negro inicia a
desatar su máscara, expectación al máximo. Canek era muy fuerte, de manera que
logró desanudarse. El encuentro se prolongó, hasta el momento en que se escucha
un chasquido, el encontronazo de dos cuerpos. De manera sorprendente Canek
elevó el cuerpo del gran negro, como elevar una pesa, lo sostuvo un instante en
lo alto, y lo arrojó a la lona. Se logró ver cómo las lámparas del cuadrilátero
y el encordado con sus esquinas se bambolearon. Eran demasiados kilos de peso
azotando sobre la lona. Fin de la pelea.
Ese doce de diciembre, el silencio de la expectación lo rompió la viejita
cuando gritó, ¡con Canek te chingas cabrón!, aventó al aire su periódico y las
páginas se esparcieron entre todas las butacas.
Andrés Espinosa Becerra, Córdoba, Veracruz. Sus libros son: Quinteto para un pretérito, en coautoría con otros autores, Los días que no duermen, Una casa con silencio y patio, El silencio del gato. Actualmente escribe en la revista electrónica Estilo Mápula, donde además tiene una columna llamada Los Martes, donde saca textos suyos y de otros autores.
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