miércoles, 25 de mayo de 2022

Yosemite. María Esther Quintana Millamoto

 

Yosemite

 

 

Por María Esther Quintana Millamoto

 


A Glen, con cariño y agradecimiento.

 

 

A Steve siempre lo voy a asociar con la nieve, especialmente con el paisaje nevado de Yosemite. El recuerdo me viene de cuando yo era joven y estaba recuperándome de un parto difícil. Mi esposo, nuestro bebé y yo, viajamos a Oakhurst, California, para visitar a mi tía Ruth y a Steve, que se habían mudado a ese pequeño pueblo dos años antes. Para ella, era su segundo matrimonio, para él, que pasaba ya de los cincuenta años, era su primero. Lo habíamos conocido cuando todavía vivían en San José, en la época en que Lalo estaba haciendo un posgrado en la Universidad de Stanford. Íbamos los fines de semana a su casa y, aunque la distancia era de solo 25 millas, nos tomaba más de una hora llegar en autobús público. Sin embargo, años más tarde nos mudamos a Berkeley, donde yo asistía a la Universidad de California y ellos se fueron a vivir a Oakhurst. 

Recuerdo que cuando mi tía nos presentó a Steve, Lalo llevaba una camiseta que decía “pick a winner” con un monito picándose la nariz. Steve nos contó después, que había imaginado que Lalo era probablemente una persona muy engreída, porque iba a una universidad privada y cara, pero que la camiseta había disipado su prejuicio de inmediato.  Desde ese momento, Steve nos aceptó como parte de la familia y nosotros también lo adoptamos como miembro de la nuestra. Creo que se sentía útil enseñándonos frases coloquiales en inglés, especialmente a mí que solía preguntarle sobre el significado de alguna palabra o expresión que había escuchado. Aunque hablaba poco, Steve tenía un gran sentido del humor, en nuestras clases informales aprovechaba para introducir alguna broma sobre la manera peculiar de hablar o las costumbres de los norteamericanos.

Como estaba jubilado y cansado de la ciudad, mi tía y él decidieron irse a vivir a Oakhurst, un pueblo cercano a Yosemite, donde construyeron una casa grande y cómoda: esa era la casa a la que nos dirigíamos mi esposo, mi bebé y yo, en 1995.

Partimos en el auto y nos íbamos parando cada hora para que yo estirara las piernas, le cambiara el pañal al bebé, o lo alimentara. Después de cuatro horas, la casa apareció al final de un estrecho camino, rodeada de majestuosas secuoyas y enmarcada en un paisaje invernal. Mi tía nos recibió con algarabía, haciéndole muchos mimos al bebé, mientras que Steve nos miraba con cariño y nos saludaba lacónicamente. Platicamos un par de horas, después cenamos y nos fuimos a dormir.

Al otro día, Steve se levantó temprano y nos hizo desayuno. Le gustaba cocinar unas papas que le quedaban muy ricas a las que les ponía mucho ajo y que freía con aceite. A mi tía no le gustaba que las hiciera, porque le preocupaba el colesterol, pero Steve la ignoraba y todos los días se iba a su café favorito para consumir donas y café con sus amigos. Ese día, después del desayuno, se ofreció a llevarnos a dar un paseo a Yosemite para ver la nieve y el famoso Half Dome, una montaña de roca que suben los escaladores más audaces en Estados Unidos. Lalo se ofreció a cuidar al bebé, así que mi tía y yo nos subimos en la camioneta de Steve. Yo iba acostada en la parte de atrás, y ella enfrente con él. No puedo expresar lo emocionada que yo estaba de hacer algo que me provocara placer después de haber pasado las últimas semanas cuidando a mi bebé prácticamente todo el día. El pediatra me había dicho que tenía que darle pecho cada dos horas y media porque su peso estaba por debajo del promedio normal. Yo, que era muy joven, no reflexioné en que los parámetros que el médico estaba usando eran para niños gringuitos y no para bebés de padres mexicanos, así que como madre primeriza le hice caso, y la falta de sueño me hacía sentir como zombi.

Al arrancar la camioneta cerré los ojos y me quedé dormida. Cuando desperté vi un paisaje invernal majestuoso: las ramas de las secuoyas estaban doblados por la nieve y había carámbanos de hielo por todos lados, dándole un aspecto mágico a la naturaleza. Me sentí tan feliz, que se me rodaron las lágrimas: podría decir que fueron los “baby blues” (el desbalance de las hormonas postpartum), pero, a decir verdad, no se requiere mucho para que yo llore). El Half Dome era imponente, aunque no pudimos ver a ningún escalador. Tal vez lo resbaloso de la superficie, por la nieve y el hielo, había disuadido ese día a los escaladores de subirlo. Steve, mi tía y yo nos bajamos del vehículo para caminar en la nieve y nuestros tenis crujían al contacto con el suelo. La sensación me hizo sentirme como una niña que explorara el bosque y detonó recuerdos de mi frustrado deseo infantil de pertenecer a las guías de México. Regresamos pronto a la camioneta porque el frío era intenso, y, de regreso a Oakhurst, paramos en el café favorito de Steve donde tomamos chocolate caliente con donas. El que no haya estado nunca a la intemperie cuando ha nevado y no haya bebido después chocolate caliente no tiene idea de lo indescriptible de esta experiencia.

Cuando volvimos a la casa de mi tía, abracé a mi bebé emocionada, porque, aun cuando acababa de vivir una experiencia increíble, lo había extrañado y, ahora que lo tenía cerca de mí, era maravilloso sentir su calor y oler el aroma peculiar que despiden los bebés en sus primeros meses de vida.

Después de ese viaje, Lalo, nuestro hijo y yo regresamos varias veces a Oakhurst, ya fuera a celebrar el Día de Gracias o la Navidad. A la larga nos mudamos a Oregon y a otros lugares, pero seguimos en contacto con mi tía y con Steve. La última vez que lo vimos fue hace tres años en la boda de mi primo Brandon.  Steve estaba muy deteriorado mentalmente, pero se acordaba de un libro que Lalo y yo le habíamos regalado para su cumpleaños. Era sobre un niño nativo americano de una reservación, una especie de historia de rito de iniciación. A Steve, que tiene raíces nativo americanas, le gustó tanto, que en la boda nos lo repetía una y otra vez, y nos decía que se lo había recomendado a varios de sus amigos. Tengo una foto de la boda donde Steve posa junto a mí, la tía Ruth, Lalo y mi hijo menor. Esa fue la última ocasión en la que hablamos con él.

Ayer una de mis primas me contó por teléfono que Steve, quien vive en una casa para pacientes con demencia senil, ha tenido neumonía en los últimos meses y que solo puede comer papillas. Me encuentro a cientos de kilómetros de distancia de él, y, aunque estuviera cerca y pudiera visitarlo, ya no me reconocería. Así que lo único que se me ha ocurrido es escribir este texto para hacerle un pequeño homenaje en agradecimiento por su generosidad, por los recuerdos compartidos, por ese regalo inolvidable del paseo al parque nacional de Yosemite.

 






María Esther Quintana Millamoto estudió letras españolas en la Universidad Autónoma de Chihuahua, tiene maestría y doctorado en letras hispánicas por la Universidad de California Berkeley. Entre sus obra publicado están los libros Los pícaros, bufones y cronistas de Maluco: la novela de los descubridores fue publicado por Linardi y Risso en Montevideo Uruguay en 2008; Madres e hijas melancólicas en las novelas de crecimiento de autoras latinas, publicada en la colección Benjamin Franklin de la Universidad de Alcalá España.También ha publicado ensayos críticos en revistas arbitradas en México, Cuba, España y Estados Unidos. Actualmente es profesora en el departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Texas.

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