Yosemite
Por María Esther Quintana Millamoto
A Glen, con cariño y agradecimiento.
A Steve siempre lo voy a asociar con la nieve, especialmente con el
paisaje nevado de Yosemite. El recuerdo me viene de cuando yo era joven y
estaba recuperándome de un parto difícil. Mi esposo, nuestro bebé y yo,
viajamos a Oakhurst, California, para visitar a mi tía Ruth y a Steve, que se
habían mudado a ese pequeño pueblo dos años antes. Para ella, era su segundo
matrimonio, para él, que pasaba ya de los cincuenta años, era su primero. Lo
habíamos conocido cuando todavía vivían en San José, en la época en que Lalo
estaba haciendo un posgrado en la Universidad de Stanford. Íbamos los fines de
semana a su casa y, aunque la distancia era de solo 25 millas, nos tomaba más
de una hora llegar en autobús público. Sin embargo, años más tarde nos mudamos
a Berkeley, donde yo asistía a la Universidad de California y ellos se fueron a
vivir a Oakhurst.
Recuerdo que cuando mi tía nos presentó a Steve, Lalo llevaba una
camiseta que decía “pick a winner” con un monito picándose la nariz. Steve nos
contó después, que había imaginado que Lalo era probablemente una persona muy engreída,
porque iba a una universidad privada y cara, pero que la camiseta había disipado
su prejuicio de inmediato. Desde ese
momento, Steve nos aceptó como parte de la familia y nosotros también lo
adoptamos como miembro de la nuestra. Creo que se sentía útil enseñándonos
frases coloquiales en inglés, especialmente a mí que solía preguntarle sobre el
significado de alguna palabra o expresión que había escuchado. Aunque hablaba
poco, Steve tenía un gran sentido del humor, en nuestras clases informales
aprovechaba para introducir alguna broma sobre la manera peculiar de hablar o
las costumbres de los norteamericanos.
Como estaba jubilado y cansado de la ciudad, mi tía y él decidieron irse
a vivir a Oakhurst, un pueblo cercano a Yosemite, donde construyeron una casa
grande y cómoda: esa era la casa a la que nos dirigíamos mi esposo, mi bebé y
yo, en 1995.
Partimos en el auto y nos íbamos parando cada hora para que yo estirara
las piernas, le cambiara el pañal al bebé, o lo alimentara. Después de cuatro
horas, la casa apareció al final de un estrecho camino, rodeada de majestuosas
secuoyas y enmarcada en un paisaje invernal. Mi tía nos recibió con algarabía,
haciéndole muchos mimos al bebé, mientras que Steve nos miraba con cariño y nos
saludaba lacónicamente. Platicamos un par de horas, después cenamos y nos
fuimos a dormir.
Al otro día, Steve se levantó temprano y nos hizo desayuno. Le gustaba cocinar
unas papas que le quedaban muy ricas a las que les ponía mucho ajo y que freía
con aceite. A mi tía no le gustaba que las hiciera, porque le preocupaba el
colesterol, pero Steve la ignoraba y todos los días se iba a su café favorito para
consumir donas y café con sus amigos. Ese día, después del desayuno, se ofreció
a llevarnos a dar un paseo a Yosemite para ver la nieve y el famoso Half
Dome, una montaña de roca que suben los escaladores más audaces en Estados
Unidos. Lalo se ofreció a cuidar al bebé, así que mi tía y yo nos subimos en la
camioneta de Steve. Yo iba acostada en la parte de atrás, y ella enfrente con
él. No puedo expresar lo emocionada que yo estaba de hacer algo que me provocara
placer después de haber pasado las últimas semanas cuidando a mi bebé
prácticamente todo el día. El pediatra me había dicho que tenía que darle pecho
cada dos horas y media porque su peso estaba por debajo del promedio normal.
Yo, que era muy joven, no reflexioné en que los parámetros que el médico estaba
usando eran para niños gringuitos y no para bebés de padres mexicanos, así que
como madre primeriza le hice caso, y la falta de sueño me hacía sentir como
zombi.
Al arrancar la camioneta cerré los ojos y me quedé dormida. Cuando
desperté vi un paisaje invernal majestuoso: las ramas de las secuoyas estaban
doblados por la nieve y había carámbanos de hielo por todos lados, dándole un
aspecto mágico a la naturaleza. Me sentí tan feliz, que se me rodaron las
lágrimas: podría decir que fueron los “baby blues” (el desbalance de las
hormonas postpartum), pero, a decir verdad, no se requiere mucho para
que yo llore). El Half Dome era imponente, aunque no pudimos ver a ningún
escalador. Tal vez lo resbaloso de la superficie, por la nieve y el hielo, había
disuadido ese día a los escaladores de subirlo. Steve, mi tía y yo nos bajamos del
vehículo para caminar en la nieve y nuestros tenis crujían al contacto con el
suelo. La sensación me hizo sentirme como una niña que explorara el bosque y detonó
recuerdos de mi frustrado deseo infantil de pertenecer a las guías de México. Regresamos
pronto a la camioneta porque el frío era intenso, y, de regreso a Oakhurst,
paramos en el café favorito de Steve donde tomamos chocolate caliente con
donas. El que no haya estado nunca a la intemperie cuando ha nevado y no haya
bebido después chocolate caliente no tiene idea de lo indescriptible de esta
experiencia.
Cuando volvimos a la casa de mi tía, abracé a mi bebé emocionada,
porque, aun cuando acababa de vivir una experiencia increíble, lo había
extrañado y, ahora que lo tenía cerca de mí, era maravilloso sentir su calor y
oler el aroma peculiar que despiden los bebés en sus primeros meses de vida.
Después de ese viaje, Lalo, nuestro hijo y yo regresamos varias veces a
Oakhurst, ya fuera a celebrar el Día de Gracias o la Navidad. A la larga nos
mudamos a Oregon y a otros lugares, pero seguimos en contacto con mi tía y con Steve.
La última vez que lo vimos fue hace tres años en la boda de mi primo
Brandon. Steve estaba muy deteriorado
mentalmente, pero se acordaba de un libro que Lalo y yo le habíamos regalado para
su cumpleaños. Era sobre un niño nativo americano de una reservación, una
especie de historia de rito de iniciación. A Steve, que tiene raíces nativo americanas,
le gustó tanto, que en la boda nos lo repetía una y otra vez, y nos decía que se
lo había recomendado a varios de sus amigos. Tengo una foto de la boda donde
Steve posa junto a mí, la tía Ruth, Lalo y mi hijo menor. Esa fue la última
ocasión en la que hablamos con él.
Ayer una de mis primas me contó por teléfono que Steve, quien vive en
una casa para pacientes con demencia senil, ha tenido neumonía en los últimos
meses y que solo puede comer papillas. Me encuentro a cientos de kilómetros de
distancia de él, y, aunque estuviera cerca y pudiera visitarlo, ya no me
reconocería. Así que lo único que se me ha ocurrido es escribir este texto para
hacerle un pequeño homenaje en agradecimiento por su generosidad, por los
recuerdos compartidos, por ese regalo inolvidable del paseo al parque nacional
de Yosemite.
María Esther Quintana Millamoto estudió letras españolas en la Universidad Autónoma de Chihuahua, tiene maestría y doctorado en letras hispánicas por la Universidad de California Berkeley. Entre sus obra publicado están los libros Los pícaros, bufones y cronistas de Maluco: la novela de los descubridores fue publicado por Linardi y Risso en Montevideo Uruguay en 2008; Madres e hijas melancólicas en las novelas de crecimiento de autoras latinas, publicada en la colección Benjamin Franklin de la Universidad de Alcalá España.También ha publicado ensayos críticos en revistas arbitradas en México, Cuba, España y Estados Unidos. Actualmente es profesora en el departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Texas.
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