Arte de Alberto Carlos
Réquiem por el adobe
Por Alberto Carlos
Se fueron los días fríos y se dejaron venir los calurosos.
Como dijo García Lorca, más o menos: se apagaron los calentones y se
encendieron los abanicos. Se acabó el gastadero de petróleo y empezó el consumo
de energía eléctrica. En otros términos, salimos de guatemala para entrar a
guatepior. Con estas casitas de cascarón que se estilan ahora, si no llevan
clima artificial, o le hace uno al pingüino, o se tatema como pollo rostizado.
No hay otra.
Nosotros vivimos durante muchos años en una casa de
adobe, en el barrio del Santo Niño, cuando los barrios todavía no ascendían a
colonias.
Con el uso normal de la estufa y el calor natural de la
prole (ahora ni prole hay, con eso de la familia pequeña), el clima interior,
en el invierno, era soportable. En el verano, la temperatura in situ no pasaba de cierta tibieza que
se resolvía con un agua fresca de tamarindo y un ligero abaniqueo con el
periódico. El uso de un calentón o de un aparato de aire acondicionado ni se
nos ocurría. La pasaba uno al tiempo sin estridencias térmicas.
Desde que se discriminó el adobe y se hechó mano de
materiales nuevos, el clima exterior se cuela por las paredes como el convidado
de piedra del Tenorio. Cuando se trata de departamentos, nos vemos obligados a
enterarnos de lo que no nos importa, porque el cotorreo de los vecinos se oye
como si fuera cuadrafónico. Y no me vengan con el cuento de la durabilidad. Hay
casas de adobe centenarias, testigos airosos de su aguante, mientras van y
vienen quejas por el deterioro de casas nuevecitas en las también nuevas
colonias.
No sé si antes se podía construir con adobe echando
préstamos, pero, desde hace mucho tiempo, la conspiración contra ese noble
material estriba en la negativa de bancos, financieras e hipotecarias, a soltar
un quinto para tales construcciones. Los únicos en darse ese lujo son algunos
periféricos paracaidistas, constructores al poco a poco. Entre gente más o menos
pudiente, el único mortal que hoy en día se aventó esa puntada, fue mi compadre
Piña Mora, para escándalo de los moradores popis de Lomas del Santuario.
Motivado por un reciente viaje a Santa Fe, N. M. en donde es obligatorio
construir con adobe, con resultados acogedores, mi compadre llegó a
despercudirse con tan aventada vivienda.
A mí se me hace que la proscripción del adobe querendón
fue una movida chueca para proteger el consumismo de ciertos materiales, en
favor de industrias popofonas, enchufadas en el mundo de la mercadotecnia por
la vía de la llamada industria de la construcción. ¿No habrá muerto el adobe
como inocente mártir de una moderna inquisición, bajo el anatema de “nomás mis chicharrones
truenan”? El atentado es motivo de sospecha para un servidor, sospechante
amateur y sospechoso de sospechar donde menos se sospecha.
¿Quién sabe? Lo cierto es que el otrora eficiente
adobe, cuya mezcla se hacía con los pies, ha sucumbido ante materiales que a
veces se hacen con las patas. Tierra fue y en tierra se convirtió.
Descanse en paz.
Alberto Carlos. Artista nacido en Fresnillo, Zacatecas,
avecindado en Chihuahua desde la infancia. Con medio siglo de trayectoria, su
vasta obra mural, escultórica y de caballete abarcó una diversidad de técnicas
y temáticas. Su natural inquietud y amplia cultura lo llevó a incursionar en la
literatura y el periodismo, en géneros como la poesía, el cuento, el ensayo, la
calavera, el epigrama y la columna, los cuales publicaba en periódicos como el
suplemento Tragaluz de Novedades de Chihuahua, El Heraldo de
Chihuahua, y en las revistas Tarahumara y Solar.