el libro de las cosas perdidas
Capítulo 9. Lola
Por Giorgio Germont
Creo que era un martes por la mañana, recién brillaba el sol platinado cuando llegué a casa. Había trabajado toda la noche en la sala de emergencias hasta
las siete de la mañana, como era mi rutina. Abrí la puerta a las ocho y quince y me desplomé en el colchón. A eso de las diez y media abrí un ojo y
estaba todo muy callado, lo volví a cerrar. En el sueño se me agolpaban
escenas reales y fantasiosas mezcladas en una ensalada de locuras. Un paciente
se quejaba porque había esperado demasiado tiempo en la antesala sin
ser visto mientras yo tenía en mis manos en la sala intensiva un enfermo convulsionado y otro con infarto. El drogadicto gritaba exasperado que necesitaba morphina, tenía un dolor tremendo en
la espalda que lo aquejaba desde la navidad, ahora ya estábamos en agosto. Que
exasperación escuchar las quejas de este desconsiderado y no poder largarlo por la puerta.
—Si, ya en
un momento lo atendemos, tome asiento por favor. En unos minutos ahi voy.
Sueños y escenas reales de ayer se mezclan en mi sueño. El estomago me
gruñe, es hora de comer algo. Me pongo de pie y
arrastro los pies al baño. Uso el inodoro, me lavo las manos y la
cara y me dirijo a la cocina. Caliento la tetera, para
un Nescafé. Dos tortillas de harina y una rebanada de queso caen
al sarten. Veo por la ventana del fregador hacia el patio. El sol deslumbra, hoy
llega a 38 grados el termómetro de seguro. En el jardín las esperanzas me lanzan sonrisas
amarillas, sus flores ondean en la brisa. Un enjambre de abejorros flota sobre
las ramas y chupa de las corolas la dulzura. Ping. El sonido metálico del
tostador me despierta de mi adormecimiento. Salgo al patio con mi desayuno en mano, una taza
de cafe y una manzana. Tomo asiento enfrente de una línea de arbustos floridos, las exoras, la
salvias, los pensamientos. Caigo en la cuenta que el pasto está muy alto, hay
mucha yerba. “Hoy saco la cortadora, el patio se ve espantoso”. Lo anoto en mi lista mental de cosas por hacer hoy.
—Lola, Lola.
Hay dos sillas plegadizas en la pared de atrás de
la cocina bajo la ventana. Están frente a las macetas y es ahí donde
disfruto una taza de café por las mañanas en compañía de mi gatita, Lola. Hay una puertita de vaivén por la que Lola entra y sale de
la casa a su gusto.
—Lola, Lola, ¿donde te
has metido ?
Está embarazada. No me sorprende, tanto trasnochar en el callejón y además de que en realidad es una gatita hermosa. Sus ojos verdes, la trompita blanca,
sus brillantes colmillos cuando sonríe y ese pelaje lujoso de color verde gris de estrías doradas, una hermosura.
—Lola, Lola.
De seguro ha estado fuera toda la noche esta
malcriada. Nuestra costumbre es que mientras disfruto mi café,
ella se sienta a mi lado y enreda su cola en mis tobillos ronroneando. Es mi
dueña, ella lo sabe muy bien. Lola. Los gatos son dueños de sus amos. Me
encanta que me acompañe, sabe Dios en dónde se ha metido hoy.
Lavo los platos y me meto en las sabanas de nuevo.
Si no duermo hoy, el trabajo me mata por la noche.
Me vienen a la memoria tardes así camino al hospital cruzando por praderas muy largas con un cansancio pesado y
una opresión en el pecho, antes de siquiera iniciar la jornada nocturna.
Masticando de prisa una hamburguesa que se me atora en el cogote.
—Dios mío,
ayúdame a sobrellevar esta carga por favor. “El Señor es mi pastor, nada me faltará”.
Cuantas veces tuve este presentimiento
de que iba a ser una noche de pesadilla en urgencias, con ganas de dar una vuelta U
y tomar cualquier camino hacia cualquier otro rumbo.
Así rezando y cenando, guiando el coche,
acortaba los sesenta kilometros de viaje al
hospital pidiendo consuelo al todopoderoso. De pronto ahí estaba, una señal. Una parvada de avecillas como golondrinas cruzaban el sembrado. Que bendita sorpresa disfrutar los vuelos increíbles
de miles de ellas en un torbellino de armonía. Dando virajes tanto asombrosos como bellos. Se colapsan, se expanden, forman nubes de plumas que tapan el sol anaranjado. Me acarician la cara con la hermosura de la madre
naturaleza.
—Gracias,
Dios mío, esto era lo que me hacía falta.
Doy un gran
suspiro de alivio justo al estacionar mi Chevrolet Aveo color
gris en el aparcamiento nominado Médicos
de Urgencias exclusivamente. Una vez en el interior, la rutina del trabajo se
traga vorazmente las 12 horas y todo aquello parece un
espejismo frente a mis pupilas.
Aquel martes, o miércoles, a las dos de la tarde me di un
duchazo y salí a buscarme algo de comer. Le di en reversa al coche y al salir
de la cochera un detalle en el pavimento me llamó la atencion así de reojo. En la banqueta vi un rayo de color pardo
y amarillo. Paré el auto y me acerqué lentamente. Allí estaba, a mi
izquierda, Lola. Su cuerpo inerte yacía en el polvo. Tenía los ojos abiertos y secos, la nariz y los bigotes
ensangrentados. Su vientre grávido era un globo protuberante. Me bajé del coche con un dolor que me partía el alma.
—Lola, mi
reina, ¿que pasó, madrecita?
Tenía marcas de llanta en el vientre, su cuerpo
frío y tieso. Cuándo sería
el accidente, nunca lo sabré, pudo haber estado allí toda la
noche. Se me quitó el hambre y pensé en los chicos.
—Los niños
van a estar muy tristes. Es mejor que no la vean. Y Patricia, esto la va a
destrozar. Dios mío.
Tomé dos bolsas de basura y coloqué el cuerpo
adentro, le puse un nudo al cordón amarillo y eché el paquete al depósito de
basura que está detrás de la tienda de la esquina. Volví a casa y me senté en la sala a comer sin hambre. Mi platillo frío me supo como si fuera una tira de papel del baño o un trapo sucio del fregador. El teléfono dio un timbrazo. Érica, mi secretaria.
—Doctor, le
piden que si quiere cambiar su guardia de hoy con el Dr. Hill, y usted trabaja
mañana por él. ¿Qué le parece ?
—Claro que sí,
perfecto.
Bendito sea Dios, no tenía ganas de trabajar hoy con la mente en mi gatita muerta.
Me salí al patio y corté el pasto, regué las macetas. Los niños estaban ya en la casa de la abuela. Pasé la tarde viendo tele y levantando los cuartos, aliñando un poco la
casa. Era una modesta vivienda de tres recámaras, cruzando la calle había un sembradío de algodón. A cien metros había
un parque infantil. El frente de la casa tenía un jardín y dos sauces. En la parte de atrás había un patio amplio con pasto y macetas floreadas.
A las ocho entra Paty y me acerco a abrazarla.
—Hola, mi
amor, no te me acerques, aagh, vengo muy sucia. Primero me
doy un regaderazo.
Su pelo estaba sucio y enmarañado. En el hospital se ocupa de un puñado de pacientes, la mayoría de la tercera edad; de esos
que sueltan la baba cuando les dan de comer y quienes requieren un cambio de pañales al
menos tres veces al día. El olor a desechos humanos esta penetrado en su olfato, su ropa, su pelo y aún en su cerebro.
Me dirijo a la computadora y estudio un rato
mientras ella se asea. En la cocina ya preparé la cena. Una hogaza de pan francés está en el horno. Abrí una botella de vino y preparé un arroz
blanco con frijoles negros y salchicha Andouille en rodajas.
Ella sale oliendo a shampoo con su kimono de seda brillosa, color azul pastel. El pelo lo lleva recogido con un moño rojo.
—Mmhh, que
rico huele, ¿que es?
Se acerca, la tomo en mis brazos, me da un
beso y toma asiento. Yo le pregunto
—¿Que tal tu día?
—Bien, lo
de siempre, mucho trabajo, ¿y tú?
—Bien, sin
novedad. Me cancelaron la guardia.
Ella abre su servilleta blanca y dice: “Señor mío,
bendice estos alimentos y dales pan a los que tienen hambre. Amén”.
Juntos disfrutamos la cena hablando de
aquellas pequeñas cosas del diario.
—Te noto
muy callado, qué pasa
—Nada,
cansancio.
Ella parte el pay de nuez y me sirve una rebanada diciendo:
—¿Dónde está Lola?, no
la veo.
—No sé, yo
también la he extrañado.
—Mhh, qué raro.
La tarde va pasando, ella enciende la radio y
bailamos unos minutos ensayando nuestros pasos de salsa.
—Estoy
agotada, voy a alistarme para dormir, hay que trabajar mañana.
—Está bien.
Estamos a oscuras en la recámara, recostados
en la cama. El ruido de los autos y los reflejos de las luces pasan por la ventana que mira hacia el norte. Ella dice:
—Vamos a
rezar ?
—Bien.
Siempre rezamos
juntos el salmo 23 y un padre nuestro antes de cerrar los
ojos. Pero ella me fija la mirada con perspicacia, antes de rezar.
—Qué
tienes, estás triste, no has dicho una sola palabra. Qué te
pasa ?
Por mi mejilla rueda una lágrima en
silencio, ella me abraza y me seca la cara.
—Es Lola,
la atropelló un auto.
—¿Que dices?
Maldición, cómo, cuándo.
Patricia salta de la cama y enciende la luz.
—Aay Dios
mío, no puede ser.
Le explico lo que pasó, se asoma
por la ventana.
—¿Dónde está?, quiero
verla.
—La puse
en el tanque de la basura.
—¿Que qué?
No es posible, vamos por ella.
Nos vestimos de prisa y ella guía el
Toyota a la tienda de la esquina. Me alumbra con las fanales mientras meto las manos en la mugre y la peste del contenedor hasta que
saco la bolsa blanca donde esta la gatita. Patricia grita como una loca.
—Aay Dios
mío, no es posible, nooo.
Pongo la bolsa en la cajuela y volvemos a casa.
Patricia derrama sus lágrimas sin cesar. Es medianoche, estamos en el frente de la casa y el
aire agita las ramas de los sauces, la luna nos observa de
lejos. La brisa está fresca, Patricia sostiene en su mano la lámpara mientras
yo hago un hoyo en el jardín con una pala. Es
justo ahí donde está el medidor del agua tapado con un bloque de cemento, justo a la base de la ventana de
la recámara. Cuando el hoyo está hondo tomo la bolsa en mis manos y Patricia me interrumpe.
—Quiero
verla.
Abro la bolsa y saco el cadáver de Lola, tieso y
frío. Patricia lanza un grito más y llora desconsolada. La tomo en
los brazos y esta temblando. Termino la faena y allí queda un montoncito de tierra en el
jardín.
—Vamos, cariño, ánimo, entra a la casa, vamos ya.
Nos acostamos de nuevo y yo apago la luz. Ella se
acuesta junto a la ventana y me da la espalda. Le paso mi brazos por encima y así
estamos juntos en silencio. Comienzo a rezar las oraciones pero ella no abre la boca. La cobijo
en mis brazos por largo rato, poco a poco su
respiración se hace lenta y musita algo en voz baja.
—Pobre Lola.
Por la
ventana, entre las nubes,
una media luna amarillenta asoma
la cara, cruza
el cielo lentamente. El
silbido del tren de las dos de la mañana desgarra el silencio. El sueño me vence por fin.
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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