Debajo de tu ventana
Por Gonzalo R. García Terrazas
Dice la Real Academia de la Lengua Española que el mentidero es aquel lugar donde se reúne la gente para conversar. En los pueblos, la plaza cumplía cabalmente con ello, allí se comentaban noticias, hechos del presente y pasado con la frescura del habla pueblerina, salpicada de arcaísmos –rescoldos de nuestra lengua madre– e hipocorísticos que otorgan familiaridad, tanto a gente común como a personas notables, por lo que resultaba algo peculiar y agradable escuchar aquello de ahí tiene Usté, asina como se lo cuento me lo contó mi padre, que allá por el mil novecientos diez, cuando Chico Madero se levantó en armas contra Don Porfirio… Además de los ingeniosos apodos que por lo general aludían a características físicas, gestuales o conductas peculiares de los lugareños, tales como El Ruido a quien tenía una sonora voz; Espina al extremadamente delgado; Dientes de Perol aquél con muchas piezas dentales encasquilladas con oro; Pedos tristes, siendo una incógnita el motivo.
Y era así como viejos y jóvenes, acomodados en las bancas de granito a la sombra de los árboles, ocupaban el ocio en charlar y urdir alguna que otra picardía como la que acude a este recuerdo.
*
Natividad era ciego de nacimiento, por lo cual era conocido como Nati el Ciego, personaje anecdótico e inolvidable. Era memoria viva, puesto que registraba los hechos significativos del acontecer de la localidad, así como las fechas de nacimiento de las personas oriundas del pueblo, por lo que algunas mujeres le pedían discreción sobre ello
―Oiga, Nati, no sea indiscreto, no ande diciendo mi edad ―era el reclamo obligado.
Su sostén económico era la venta de dulces que llevaba en un cajón colgado de los hombros, con ello recorría el pueblo haciendo estaciones en algunas casas donde era ocupado en limpiar frijol, o también a rezar interminables Rosarios en sufragio de los familiares difuntos. Ello le reportaba otros ingresos.
―Vengo a rezar un Rosario por tu familia ―anunciaba con voz fuerte al llegar.
Luego de instalarse en un reclinatorio, pedía que encendieran dos veladoras. Tenía una campana que tañía al final de cada misterio, que eran quince. Esto le reportaba algunos pesos, aparte de invitarle a comer o, generalmente, a merendar.
Otra gracia de Nati era componer corridos en honor de personas connotadas de la región, los cuales eran acompañados con su guitarra, que ejecutaba medianamente, por lo que tenía cierta habilidad para trovar.
Por aquellos días llegó al pueblo, procedente de una sección municipal, un anciano indigente, quien al perder la vista y no tener familia quedó en precaria situación. Juanito, que así se llamaba, fue hospedado en una celda de la cárcel municipal, quedando al cuidado de los funcionarios y a la generosidad de algunos vecinos. Era una persona muy amable en su trato, aunque inocente, muy simple, dado a lo limitado de sus conocimientos, pero agradable su charla.
Todas las mañanas y las tardes, si el clima lo permitía, lo llevaban a la plaza, dejándolo en una banca donde participaba en las amenas charlas y, dado a su carácter bonachón, ganó el afecto de los lugareños y no faltaba quien le invitara alguna golosina o un refresco.
Una tarde, uno de los participantes tuvo la ocurrencia de preguntarle si sabía trovar y, con la inocencia que le caracterizaba, respondió:
―Ande Usted, creo que cuando era joven.
Aquello bastó para que malévolamente le comunicaran a Nati la novedad de que Juanito también trovaba
―¡Qué va a saber trovar ese ciego inútil! ―fue la airada respuesta.
La naturaleza humana con sus accidentes se manifiesta cuando existe algún hecho amenazante al estatus, o a un privilegio. Así, Nati sentía que aquel hombre lo desplazaba de su lugar en el pueblo. Él era el ciego por derecho; el otro, un advenedizo. Y por eso, no ocultaba sus celos.
En conocimiento de ese sentimiento, algunos asistentes a la plaza urdieron un encuentro de los trovadores con el avieso fin de divertirse. Fueron convencidos de ello fácilmente, y al estar ambos de acuerdo, fijaron día y hora.
Fue un sábado por la tarde. En la banca más sombreada y fresca se instalaron los dos invidentes, y a su alrededor los testigos ávidos de espectáculo. Se dejó a la suerte, un volado decidiría quien sería el primero en trovar. Se lanzó al aire la moneda y el iniciador fue Nati.
Acompañado por su guitarra, con voz que se podría decir que era medianamente armónica, improvisó algo parecido al género del corrido. El tema era la mujer. Desgraciadamente no quedó en la memoria aquella letra en su totalidad y viene al recuerdo solamente el estribillo:
Viva yo y mis tristes hilachas.
Mi fe la tengo en Dios
y mi amor en las muchachas
Fueron algunas estrofas las que improvisó Nati. Al término de su trova, fue celebrado con aplausos.
―Ahora le toca a Usted, tenga la guitarra ―dijo Nati, extendiendo el instrumento.
―No, yo no sé pulsar la guitarra. Usted tóquele y yo canto ―contestó Juanito.
―¡Mmmmm! Pues buen trovador resulta Usted ―rezongó, y comenzó a pespuntear las cuerdas.
Sin esperar la entrada, con una voz destemplada y sin tono, Juanito cantó:
Debajo de tu ventana hay una piedra bola,
un señor pasó y se trompezó con ella porque no la vido.
La concurrencia soltó al unísono una estrepitosa carcajada ante el asombro y enojo de Nati
―¿Qué versos son esos? ¡Ciego inútil! ―dijo muy indignado―, no sé para qué vine a perder el tiempo con estas babosadas.
Y tomando la guitarra se marchó, abriéndose paso con el bordón.
―¡Ande! Fue lo único que me dio la inspiración, pero ya nos divertimos un rato ―concluyó Juanito con la cara iluminada por una inocente sonrisa.
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