Efímero
Por Marco Benavides
En el crepúsculo de una tarde de otoño, el sol, en su último acto de gracia, se inclina hacia el horizonte como un artista que da su último trazo. El mundo parece sostener su respiración en este instante de delicada belleza. Las hojas, ahora convertidas en murmullos dorados, emprenden su viaje desde las ramas, descendiendo con elegancia, movidas por un viento que las acaricia suavemente. Este momento, fugaz y transitorio, encapsula una verdad: la belleza a menudo reside en lo efímero, en lo que está destinado a desaparecer.
Mientras camino por un sendero tapizado de hojas crujientes, mi corazón se encuentra inmerso en una contemplación silenciosa. Cada paso me acerca a una comprensión más profunda de la transitoriedad. En la brevedad de esta tarde que inevitablemente se disolverá en la noche descubro una lección de belleza auténtica: lo efímero, con su naturaleza fugaz, posee un valor y una intensidad que parecen eludir la permanencia.
En mi mente, surge la imagen de la primera nieve del invierno, cuando el paisaje se cubre con un manto silencioso. Cada copo de nieve, con su forma única y frágil, desciende del cielo para disolverse en contacto con la tierra. La nieve transforma el mundo en un sueño invernal, una maravilla que se experimenta plenamente en su breve aparición. La belleza de la nieve no reside solo en su presencia, sino en la rapidez con la que se desvanece, recordándonos que cada copo es un instante que se disuelve en la inmensidad.
En el tapiz de la vida diaria, lo efímero se manifiesta con una elegancia inigualable. Recuerdo un instante particular: una risa compartida en una habitación, un destello de alegría que se disuelve en el aire, pero que deja una huella duradera en el corazón. La risa tiene el poder de conectar a las personas de manera profunda y significativa, un recordatorio constante de que la belleza a menudo reside en los momentos fugaces, en los breves intervalos de felicidad que nos regala la vida.
Cada estación del año ofrece su forma de belleza efímera, y su valor reside en el ciclo inevitable de su desaparición. La primavera, con su explosión de flores frescas; el verano, con sus días interminables y luminosos; el otoño, con sus hojas que caen en una danza dorada; y el invierno, con su manto blanco que cubre el mundo. Este ciclo no solo es esencial para la salud del ecosistema, sino que también nos enseña a encontrar belleza en cada fase de la vida. La observación de este ciclo natural nos invita a apreciar cada etapa, a valorar el tiempo y a entender que la belleza se encuentra en el cambio constante, en la metamorfosis de la vida.
La belleza de lo efímero, la fragilidad y la intensidad de la vida. En los momentos fugaces de felicidad, en las estaciones cambiantes de la naturaleza y en cada experiencia personal, lo efímero nos invita a apreciar el presente y a encontrar significado en la transitoriedad. Cada brizna de tiempo que pasa es un tesoro que se nos da solo por un breve momento. Al abrazar la impermanencia, aprendemos a valorar lo que tenemos, a encontrar belleza en lo transitorio y a vivir.
La contemplación de lo efímero nos enseña a ver la vida con una profundidad renovada, a entender que la verdadera belleza no está en la eternidad de un objeto o un momento, sino en la intensidad con la que lo vivimos. Es en el reconocimiento de que todo está en constante movimiento, en el cambio hallamos la esencia de la belleza. Cada hoja que cae, cada risa compartida, cada copo de nieve que se disuelve, nos recuerdan que la vida está llena de momentos preciosos y únicos. En este entendimiento, encontramos una forma de paz, una manera de vivir que celebra la transitoriedad de la vida y encuentra en ella profunda y belleza.
10 septiembre 2024
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