El tractor de Chente
Por Heriberto Ramírez Luján
Era una refinería de gas en las inmediaciones de Eunice Nuevo México. Ahí coincidíamos una buena cantidad de trabajadores mexicanos, algunos sin papeles, como era mi caso, y otros ya ciudadanizados. Y alguno que otro que decía serlo sin ser verdad.
Era un microuniverso en donde se entrelzaban los caminos más impensables, gente del Mulato, un poblado en las cercanías de Ojinaga, muy próximo al río Bravo y, casualmente, gente famosa por su bravura; de Falomir, El Porvenir, por Ciudad Juárez y de otras latitudes.
Nuestros trabajos no eran exactamente de los mejor calificados, eran de esos que “ni los negros se atreven hacer”. En mi caso se reducía hacer zanjas con el exigente martillo neumático en un suelo rocoso con pipas calientes de gas por encima que obligaban a trabajar doblado casi todo el día.
A ciertas horas del día los trabajadores solían darse pequeños espacios para chancear o cotorrear. Se hacía una pequeña bola a escondidas del capataz. En una de esas ocasiones, Elías, un compa de El Mulato, con greñas desparramadas y estrabismo, le dice a Chente:
–Anda, cuéntanos esa charra tuya del tractor en Falomir.
Chente era uno más de esos campesinos que cruzan al otro lado para trabajar una temporada, juntar un poco de dinero y aliviar un tanto la apretada economía familiar. Tenía una panza prominente, resultado de comer a diario tortillas de harina y beber cerveza los fines de semana, ya medio calvo, con manos que parecen mazos, con la parsimonia songa de gente de rancho. Con una voz entre gutural y aguda empieza su relato.
Era la época de la fumigación del algodón, las avionetas fumigadoras volaban de aquí para allá toda la mañana, con una pipa acarreaban agua para hacer la mezcla del veneno. Pero en una de esas que se les acaba la gasolina. Uno de los pilotos va a mi casa, donde tenía mi tractor afuera y me dice que si les puede ayudar a acarrear agua del río para completar lo que les faltaba de fumigar. Le dije que no tenía gasolina, que si conseguían con mucho gusto les ayudaba.
Bueno, me dijo, pues gasolina, lo que es propiamente gasolina, pues no tenemos, pero sí tenemos turbosina.
Le digo:
–Ah jijo, y funcionará con es madre.
–Puede ser –me responde–, si funciona con el avión no veo porque no pueda hacerlo con el tractor. Además, le damos algo para que se ayude.
Ya con eso como que me entró la primera y me animé, arrimé el tractor hasta el campo de aviación y le cargamos la turbosina al tractor. Listo, me dice el piloto, ya lo puede echar a volar. Que lo prendo y que sale el tractor en chinga por todo el pueblo a todo lo que daba y no lo podía parar…”
Ya para entonces estábamos todos botados de la risa, tanto por la ocurrencia en sí como por la forma en que Chente nos contaba su historia.
Estos eran los momentos que hacían la faena más llevadera.
A pesar de los años transcurridos recuerdo esta anécdota. Ya nunca supe qué fue de él y de ninguno de los otros compañeros.
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