miércoles, 12 de febrero de 2025

Amanecer

 


Amanecer

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

De verdad un extraño amanecer. Abrió los ojos y todo lo que vio fue un color gris pálido: un off White, se le llama hoy en día. Ya no había cosas, ni personas, ni animales solo aquel color. Pensó entonces que así era como los ciegos ven. Solo entonces trató de verse las manos. Creyó que había levantado la mano derecha hasta ponerla frente a sus ojos, pero no la veía. Trató entonces de verse el cuerpo y las piernas, tampoco pudo. Había que concluir que todo había desaparecido.

—¿Será que he muerto? —dijo para sí mismo.

Trató entonces de caminar. Era difícil saber si lo había logrado, sintió que podía imaginar que caminaba, pero sin ver o sentir que su cuerpo se movía no podía decirse que caminaba, pues faltaban a dónde y por dónde.

—Será que he muerto. —repitió.

Intentó recordar cómo era todo cuando las cosas, el mundo, estaban ahí. Lo único que recordaba era aquel camino sinuoso y que era de noche.

—Era una camioneta esport utility van— le decían dos niños, probablemente sus nietos, pero no podía precisarlo— Iban un hombre que conducía el vehículo y una mujer, probablemente esposa del conductor.

            —Pero ¿qué les pasó a ellos? — preguntó angustiado.

—No te preocupes, todos ellos están bien.

—Pero yo, ¿será que he muerto?

—O tal vez estés en un coma profundo, o bajo anestesia terapéutica.

—¿Tú quién eres?

—Javier.

—¿Javier qué?

—Solamente Javier.

—¿Y qué haces aquí?

—Solo estar, estoy aquí todo el tiempo.

—No te veo. Creo que solo imagino tu voz. 

—Puede ser que solo imagines, pero también puede ser que sí oigas mi voz.

—De cualquier manera ¿Cómo sabes que ellos están bien? ¿Tienes acaso acceso al mundo de los vivos?

—¡Oh, ya veo! Insistes en estar muerto. Pero no, yo no tengo acceso a ese otro mundo. Amalia me lo contó, lo de los otros pasajeros de la camioneta. Ella si ve lo que pasa allá.

—¿Amalia? ¿Quién es Amalia? 

—Es una mujer. Lástima que no puedas verla ¡Es tan hermosa!

—¡Pues no me importa cómo es, sino cómo sabe!

—Nadie sabe cómo sabe, pero sabe.

—Es decir, puedo creer lo que te ha dicho.

—Es lo que dije.

—No te enojes, Javier.

—Ya aprendiste mi nombre.

—Y el de Amalia.

—Ya lo ves que aun si estás muerto, comatoso o simplemente anestesiado sigues aprendiendo. 

—No le veo la gracia.

—Ahora el enojado eres tú.

—Pues claro, no ves que saber muy poco es peor que no saber nada.

—Ya verás que, poco a poco, sabrás más.

—Me pregunto: ¿pudiera hablar con Amalia?

—Podrás, pero todo a su tiempo. Antes deberás recordar por ti mismo quién eres o eras; qué hacías y a dónde iba tu vida. Amalia podrá ayudarte entonces a llenar los huecos de tu memoria.

—Cómo sabes que habrá huecos?

—Los habrá, claro que los habrá.

Volvió a ensimismarse y embarcarse en su afán de reconocer lo que pudiera, comenzando por su propio cuerpo. Trataría ahora de ver o al menos imaginar su mano izquierda, como lo había hecho antes con la derecha, la levantó o imaginó levantarla, hasta colocarla frente a sus ojos. El resultado fue el mismo: no vio nada. Esta vez no bajó, ni imaginó bajar la mano, sino que insistió en tratar de verla. Comenzaba a dolerle la cabeza y estaba a punto de desistir cuando, al fin vio o imaginó algo: en su dedo anular, o donde debería estar ese dedo, había un anillo. Tenía una piedra roja, probablemente artificial y la inscripción 1966. Casi como un destello la memoria de que era el anillo de graduación de bachillerato apareció en su mente. Miró más intensamente o bien se concentró más y el anillo cambió: ahora no tenía piedra sino un escudo grabado y la inscripción 1974. Otra memoria surgió en su cabeza, era el anillo de su graduación profesional, el escudo era el de la facultad o bien el de la universidad. Un nuevo esfuerzo, inscripciones y fechas desaparecieron, el anillo era ahora una argolla matrimonial, lisa de oro macizo. La idea vino a su mente como una tormenta: era o había estado casado. Comenzó a gritar.

—¿Y mi esposa? ¿Dónde está mi esposa? ¿Quién es mi esposa?

—Ella está bien —respondió Javier.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó con desesperación.

—También me lo dijo Amalia— contestó la voz sin emoción aparente.

—¿Dónde está esa Amalia? Exijo verla, ahora mismo. —indicó exasperado.

—Cálmate. Cae en la cuenta de que no estás en condición de exigir nada. 

Ya no dijo nada. De pronto comprendió que el único contacto que tenía con algo, con alguien, era con aquel Javier. Debería disculparse.

—Perdón, lo siento mucho Javier. Esperaré lo que tenga que esperar.

Apenas ahora se dio cuenta de que el color difuso que lo rodeaba se había obscurecido un poco, era más gris. Se sintió sumido en pánico, era que la luz se iba apagando y no recordaba nada más. Decidió entonces volver a lo que había funcionado: mano izquierda y anillos, especialmente el tercero. La argolla seguramente tendría una inscripción con el nombre de la novia y la fecha de la boda. Esto no vino como una simple intuición, sabía que era una memoria, un recuerdo verdadero, pero ni la mano ni el anillo aparecieron. Trató entonces de materializar, por así decirlo, el segundo anillo. Debería este tener grabado el nombre de la facultad universitaria en que se había graduado ¿sería médico, ingeniero tal vez abogado? su esfuerzo fue inútil. 

En un momento de iluminación inhalaba profundamente o tal vez solo imaginaba que lo hacía. Al no oler nada se le salió decir

—¡Por lo menos no huele azufre!

Ahora trató de tocar su mano izquierda con la derecha. Debía de haberlo intentado antes. Creyó lograrlo, pero no encontró el anillo en el dedo anular. Procedió a buscar su rodilla derecha, que no estaba ahí, que no existía. 

Solo quedaba agudizar el oído. El recuerdo de la carretera sinuosa debía tener sonido. Los niños aquellos dormían. Con mucho esfuerzo logró oír su respiración, de pronto lo inesperado, una fragancia. Sin pensarlo más exclamó —¡Es Chanel número 5!

Resultaba claro, la mujer que iba en la camioneta usaba ese perfume. Se preguntó ¿Era mi esposa o la del guiador?

Se sintió de nuevo agobiado por el no saber y solo entonces inquirió —¿Y Dios? ¿Dónde está Dios? ¡Javier, Javier! ¿Dónde está Dios?

—En el Cielo, en la tierra.

—Y en todo lugar.

—Veo que ya recuerdas tu catecismo.

—Pero ¿Dónde está ahora?

—Acabas de decirlo: en el Cielo, en la tierra.

—Pero esto, todo esto, ¿tiene que ver con él?

—¡Por supuesto! Todo tiene que ver con él.

La respuesta de Javier no lo sacó de dudas. De alguna manera conectó las ideas que de estar muerto vería a Dios. No verlo pudiera sugerir que todavía estaba vivo. De cualquier forma, ahora podría rezar. Para acompañar la oración quiso cerrar los ojos, se topó con otro desagradable hecho, veía lo mismo con los ojos cerrados que con los ojos abiertos, solo aquel color gris, ahora gris perla: el proceso seguía. 

            —¡Hey, Javier! Dime, el color que nos rodea ¿va cambiando?

—Sí.

—¿Y quiere decir algo ese cambio?

—No te puedo decir mucho de eso. No me es permitido. Pero como otras muchas cosas ya lo sabrás.

Advirtió entonces que el cambio de color era lo único que indicaba que el tiempo transcurría, fuera de eso no había antes ni después. El cambio de color representaba algo así como un reloj de arena. Cuando el depósito superior se vacía por completo el de abajo se llena. O sea, aun en aquel lugar pasaba el tiempo, había tiempo.

Dio un suspiro de alivio. Como no pudo recordar nada más decidió hacer un inventario de lo que sí había aparecido en su memoria. Comenzando por el camino sinuoso y terminando con el reloj de arena. Los tres anillos continuaban siendo el eje central de toda la recolección.

—Creo que tu pensamiento central debía ser dios. Digo, pues sé que lo has recordado y que esperabas encontrarte con él.

—¿Y de que me sirvió?

—Ahora reniegas de él ¡Qué poca vergüenza!

—No es eso. Solo que es exasperante no recordar, no saber nada. 

De cualquier forma, el haber renegado de algo sirvió: se había calmado un poco ¿Y qué decir? Notó otra vez que el gris se había obscurecido todavía más. La idea de que esto significaba que iba pasando el tiempo volvió a su mente como golpeándole la frente, aunque no sabía si de hecho tenía frente y si esta podía ser golpeada. Se le ocurrió entonces que no podía ser, que si no había cosas tampoco podía haber tiempo. 

Javier hubo de confesar:

—Cierto, el cambio de color es un indicador de que el tiempo transcurre, va pasando y contradice el concepto de que aquí no hay tiempo. Has encontrado pues uno de los puntos débiles del sistema.

—Sistema, puntos débiles ¡Basta! ¿Por qué juegan conmigo? Ya lo entiendo, esto es tortura, peor que el fuego inmarcesible, purgatorio o infierno. Dímelo de una vez, si tú Javier eres Satanás, admítelo de una vez.

—Pero ¿cómo crees? ¿Por qué te diría que me llamo Javier si fuera Satanás?

—Porque Satanás es el príncipe de la mentira.

—Por el mismo Satanás, ya veo que recuerdas su nombre y quien es. Ojalá y recordaras cosas más personales o al menos más prácticas.

—¡Es lo que yo quisiera! Pero lo más que intento hacerlo lo menos que algo acude a mi memoria. Ayúdenme tú o Amalia, por lo menos dígame en dónde estoy. ¿Qué es este sitio?

—Puede ser cualquier parte o ninguna, puede estar dentro de ti. Aunque no es el del catecismo, llámalo limbo si quieres.

—Tus respuestas no me satisfacen. Por lo menos dime ¿Qué pasa cuando este lugar se obscurece totalmente? ¿Es el fin? ¿Se acaba todo?

—Pues sí. Pero si pones atención verás que da lo mismo si todo es blanco o todo es negro, de las dos formas no ves nada. 

—Ya veo. No me queda sino esperar. Como en la vida nunca hay algo seguro.

—Otro recuerdo importante.

—¿Cuál recuerdo?

—El de cómo es la vida.

—¡Qué remedio! Aprenderé a vivir, si esto es vivir, en la obscuridad.

Ahora sí sintió que cerraba los ojos y notó que el mundo de obscuro pasaba a más obscuro. Solo entonces recordó que la noche es obscura por naturaleza y que tal vez, pero solo tal vez, en unas horas amanecería y con el nuevo día vendrían más recuerdos y alguna esperanza.

 


Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

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