Amanecer
Por Fructuoso Irigoyen
Rascón
De verdad un extraño amanecer. Abrió los ojos y todo
lo que vio fue un color gris pálido: un off White, se le llama
hoy en día. Ya no había cosas, ni personas, ni animales solo aquel color. Pensó
entonces que así era como los ciegos ven. Solo entonces trató de verse las
manos. Creyó que había levantado la mano derecha hasta ponerla frente a sus
ojos, pero no la veía. Trató entonces de verse el cuerpo y las piernas, tampoco
pudo. Había que concluir que todo había desaparecido.
—¿Será que
he muerto? —dijo para sí mismo.
Trató
entonces de caminar. Era difícil saber si lo había logrado, sintió que podía imaginar
que caminaba, pero sin ver o sentir que su cuerpo se movía no podía decirse que
caminaba, pues faltaban a dónde y por dónde.
—Será que he
muerto. —repitió.
Intentó
recordar cómo era todo cuando las cosas, el mundo, estaban ahí. Lo único que
recordaba era aquel camino sinuoso y que era de noche.
—Era una
camioneta esport utility van— le decían dos niños, probablemente sus nietos, pero no
podía precisarlo— Iban un hombre que conducía el vehículo y una mujer, probablemente
esposa del conductor.
—Pero ¿qué les pasó a ellos? —
preguntó angustiado.
—No te
preocupes, todos ellos están bien.
—Pero yo,
¿será que he muerto?
—O tal vez
estés en un coma profundo, o bajo anestesia terapéutica.
—¿Tú quién
eres?
—Javier.
—¿Javier
qué?
—Solamente
Javier.
—¿Y qué
haces aquí?
—Solo estar,
estoy aquí todo el tiempo.
—No te veo. Creo
que solo imagino tu voz.
—Puede ser
que solo imagines, pero también puede ser que sí oigas mi voz.
—De
cualquier manera ¿Cómo sabes que ellos están bien? ¿Tienes acaso acceso al
mundo de los vivos?
—¡Oh, ya
veo! Insistes en estar muerto. Pero no, yo no tengo acceso a ese otro mundo.
Amalia me lo contó, lo de los otros pasajeros de la camioneta. Ella si ve lo
que pasa allá.
—¿Amalia?
¿Quién es Amalia?
—Es una mujer. Lástima que no puedas verla ¡Es tan
hermosa!
—¡Pues no me
importa cómo es, sino cómo sabe!
—Nadie sabe
cómo sabe, pero sabe.
—Es decir,
puedo creer lo que te ha dicho.
—Es lo que
dije.
—No te
enojes, Javier.
—Ya aprendiste
mi nombre.
—Y el de
Amalia.
—Ya lo ves
que aun si estás muerto, comatoso o simplemente anestesiado sigues
aprendiendo.
—No le veo
la gracia.
—Ahora el
enojado eres tú.
—Pues claro,
no ves que saber muy poco es peor que no saber nada.
—Ya verás
que, poco a poco, sabrás más.
—Me
pregunto: ¿pudiera hablar con Amalia?
—Podrás,
pero todo a su tiempo. Antes deberás recordar por ti mismo quién eres o eras; qué
hacías y a dónde iba tu vida. Amalia podrá ayudarte entonces a llenar los
huecos de tu memoria.
—Cómo sabes
que habrá huecos?
—Los habrá,
claro que los habrá.
Volvió a
ensimismarse y embarcarse en su afán de reconocer lo que pudiera, comenzando
por su propio cuerpo. Trataría ahora de ver o al menos imaginar su mano
izquierda, como lo había hecho antes con la derecha, la levantó o imaginó
levantarla, hasta colocarla frente a sus ojos. El resultado fue el mismo: no vio
nada. Esta vez no bajó, ni imaginó bajar la mano, sino que insistió en tratar
de verla. Comenzaba a dolerle la cabeza y estaba a punto de desistir cuando, al
fin vio o imaginó algo: en su dedo anular, o donde debería estar ese dedo,
había un anillo. Tenía una piedra roja, probablemente artificial y la
inscripción 1966. Casi como un destello la memoria de que era el anillo de
graduación de bachillerato apareció en su mente. Miró más intensamente o bien
se concentró más y el anillo cambió: ahora no tenía piedra sino un escudo
grabado y la inscripción 1974. Otra memoria surgió en su cabeza, era el anillo
de su graduación profesional, el escudo era el de la facultad o bien el de la
universidad. Un nuevo esfuerzo, inscripciones y fechas desaparecieron, el
anillo era ahora una argolla matrimonial, lisa de oro macizo. La idea vino a su
mente como una tormenta: era o había estado casado. Comenzó a gritar.
—¿Y mi
esposa? ¿Dónde está mi esposa? ¿Quién es mi esposa?
—Ella está
bien —respondió Javier.
—¿Y tú cómo
lo sabes? —preguntó con desesperación.
—También me
lo dijo Amalia— contestó la voz sin emoción aparente.
—¿Dónde está
esa Amalia? Exijo verla, ahora mismo. —indicó exasperado.
—Cálmate.
Cae en la cuenta de que no estás en condición de exigir nada.
Ya no dijo
nada. De pronto comprendió que el único contacto que tenía con algo, con
alguien, era con aquel Javier. Debería disculparse.
—Perdón, lo
siento mucho Javier. Esperaré lo que tenga que esperar.
Apenas ahora
se dio cuenta de que el color difuso que lo rodeaba se había obscurecido un
poco, era más gris. Se sintió sumido en pánico, era que la luz se iba apagando y
no recordaba nada más. Decidió entonces volver a lo que había funcionado: mano
izquierda y anillos, especialmente el tercero. La argolla seguramente tendría
una inscripción con el nombre de la novia y la fecha de la boda. Esto no vino
como una simple intuición, sabía que era una memoria, un recuerdo verdadero, pero
ni la mano ni el anillo aparecieron. Trató entonces de materializar, por así
decirlo, el segundo anillo. Debería este tener grabado el nombre de la facultad
universitaria en que se había graduado ¿sería médico, ingeniero tal vez abogado?
su esfuerzo fue inútil.
En un
momento de iluminación inhalaba profundamente o tal vez solo imaginaba que lo
hacía. Al no oler nada se le salió decir
—¡Por lo
menos no huele azufre!
Ahora trató
de tocar su mano izquierda con la derecha. Debía de haberlo intentado antes. Creyó
lograrlo, pero no encontró el anillo en el dedo anular. Procedió a buscar su
rodilla derecha, que no estaba ahí, que no existía.
Solo quedaba
agudizar el oído. El recuerdo de la carretera sinuosa debía tener sonido. Los
niños aquellos dormían. Con mucho esfuerzo logró oír su respiración, de pronto
lo inesperado, una fragancia. Sin pensarlo más exclamó —¡Es Chanel número 5!
Resultaba
claro, la mujer que iba en la camioneta usaba ese perfume. Se preguntó ¿Era mi
esposa o la del guiador?
Se sintió de nuevo agobiado por el no saber y solo
entonces inquirió —¿Y Dios? ¿Dónde está Dios? ¡Javier, Javier! ¿Dónde está
Dios?
—En el
Cielo, en la tierra.
—Y en todo
lugar.
—Veo que ya
recuerdas tu catecismo.
—Pero ¿Dónde
está ahora?
—Acabas de
decirlo: en el Cielo, en la tierra.
—Pero esto,
todo esto, ¿tiene que ver con él?
—¡Por
supuesto! Todo tiene que ver con él.
La respuesta
de Javier no lo sacó de dudas. De alguna manera conectó las ideas que de estar
muerto vería a Dios. No verlo pudiera sugerir que todavía estaba vivo. De
cualquier forma, ahora podría rezar. Para acompañar la oración quiso cerrar los
ojos, se topó con otro desagradable hecho, veía lo mismo con los ojos cerrados
que con los ojos abiertos, solo aquel color gris, ahora gris perla: el proceso
seguía.
—¡Hey,
Javier! Dime, el color que nos rodea ¿va cambiando?
—Sí.
—¿Y quiere
decir algo ese cambio?
—No te puedo
decir mucho de eso. No me es permitido. Pero como otras muchas cosas ya lo
sabrás.
Advirtió
entonces que el cambio de color era lo único que indicaba que el tiempo
transcurría, fuera de eso no había antes ni después. El cambio de color
representaba algo así como un reloj de arena. Cuando el depósito superior se
vacía por completo el de abajo se llena. O sea, aun en aquel lugar pasaba el
tiempo, había tiempo.
Dio un
suspiro de alivio. Como no pudo recordar nada más decidió hacer un inventario
de lo que sí había aparecido en su memoria. Comenzando por el camino sinuoso y
terminando con el reloj de arena. Los tres anillos continuaban siendo el eje
central de toda la recolección.
—Creo que tu
pensamiento central debía ser dios. Digo, pues sé que lo has recordado y que
esperabas encontrarte con él.
—¿Y de que
me sirvió?
—Ahora
reniegas de él ¡Qué poca vergüenza!
—No es eso.
Solo que es exasperante no recordar, no saber nada.
De cualquier
forma, el haber renegado de algo sirvió: se había calmado un poco ¿Y qué decir?
Notó otra vez que el gris se había obscurecido todavía más. La idea de que esto
significaba que iba pasando el tiempo volvió a su mente como golpeándole la
frente, aunque no sabía si de hecho tenía frente y si esta podía ser golpeada.
Se le ocurrió entonces que no podía ser, que si no había cosas tampoco podía
haber tiempo.
Javier hubo
de confesar:
—Cierto, el
cambio de color es un indicador de que el tiempo transcurre, va pasando y
contradice el concepto de que
aquí no hay tiempo. Has encontrado pues uno de los puntos débiles del sistema.
—Sistema,
puntos débiles ¡Basta! ¿Por qué juegan conmigo? Ya lo entiendo, esto es
tortura, peor que el fuego inmarcesible, purgatorio o infierno. Dímelo de una
vez, si tú Javier eres Satanás, admítelo de una vez.
—Pero ¿cómo
crees? ¿Por qué te diría que me llamo Javier si fuera Satanás?
—Porque
Satanás es el príncipe de la mentira.
—Por el
mismo Satanás, ya veo que recuerdas su nombre y quien es. Ojalá y recordaras
cosas más personales o al menos más prácticas.
—¡Es lo que
yo quisiera! Pero lo más que intento hacerlo lo menos que algo acude a mi
memoria. Ayúdenme tú o Amalia, por lo menos dígame en dónde estoy. ¿Qué es este
sitio?
—Puede ser
cualquier parte o ninguna, puede estar dentro de ti. Aunque no es el del
catecismo, llámalo limbo si quieres.
—Tus
respuestas no me satisfacen. Por lo menos dime ¿Qué pasa cuando este lugar se
obscurece totalmente? ¿Es el fin? ¿Se acaba todo?
—Pues sí.
Pero si pones atención verás que da lo mismo si todo es blanco o todo es negro,
de las dos formas no ves nada.
—Ya veo. No
me queda sino esperar. Como en la vida nunca hay algo seguro.
—Otro
recuerdo importante.
—¿Cuál
recuerdo?
—El de cómo
es la vida.
—¡Qué
remedio! Aprenderé a vivir, si esto es vivir, en la obscuridad.
Ahora sí
sintió que cerraba los ojos y notó que el mundo de obscuro pasaba a más
obscuro. Solo entonces recordó que la noche es obscura por naturaleza y que tal
vez, pero solo tal vez, en unas horas amanecería y con el nuevo día vendrían
más recuerdos y alguna esperanza.
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.
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