Cuidar del alma
Por Guadalupe Ángeles
Aunque pareciera lo contrario, la noche no iba mal. Sentada ahí, en la
sala del departamento del amigo de alguien que me invitó, pero no estaba. Por
raro que pueda sonar, era la invitada del invitado que no fue. Eso no impidió
que un alma bienintencionada pusiera en mis manos un vaso con algo de beber y
me llevara a un sillón donde entré en calor y me dediqué a no hacer nada, en
medio de gente que no conocía, con el gesto perdido de quien solo espera sin
saber qué. Llamó mi atención un par de hombres, extranjeros sin duda, su acento
era diferente. Pasado un rato de oírlos, entre su conversación, en la que en
ningún momento tuve intención de intervenir, se empezó a tratar sobre el siglo
de oro español. Como yo guardaba en la memoria, de aquel espléndido episodio de
la historia solo la imagen de las heridas en las rodillas del buen Yepes, el
místico enamorado de Dios; todo lo que decían lo daba por bueno y hasta creo
haber sonreído cuando mencionaron la facilidad con que algunos místicos, fieles
creyentes en que para llegar a Dios tienes que partir de la belleza de lo
creado, cantaban a la gloria de las más mínimas criaturas de la naturaleza y
llegaron a escribirse encantadores libros con ese procedimiento.
Sin, embargo, contaban, hubo otros pensadores,
aquellos que, buscando la luz de lo divino dentro del ser humano, encontraron
un vacío, "no una luz, sino la nada, y siendo la Nada Lo Otro de lo
Existente", el perderse en esa nada los llevó aún más lejos, a la
comprensión de que el creador, "dándonos existencia, es el único que sabe
que no existimos".
Entrar en la nada. Esa fue la gran tentación de mi
juventud, perderme entre cuerpos, paisajes, ser entre los otros, acaso un dato
poco claro, una referencia a cierta tarde, a lo presentido más que sentido en
una mirada.
La gran apuesta de mi existencia, aunque a ojos
vistas fuera anodina, fue vivir toda la experiencia que cabe en una vida, en
una mirada.
Demasiada ambición quizá para quien "cuidar del
alma" era apenas una dulce frase.
Dejé el vaso con mi bebida en el suelo junto al
sillón, salí de aquel departamento; en el oído todavía danzando las voces de
aquellos dos, ahora ocupados en narrar anécdotas y evaluar el estado de salud
de la Educación.
Sin apenas darme cuenta, el ritmo acompasado de mis pasos,
ese sonido uniforme reverberando en el aire, ya de madrugada, me llevó a un
antiguo jardín de la ciudad, ese, que hace algún tiempo hizo las veces de
galería de arte, el mismo donde en la infancia, junto con otras niñas, fui a
celebrar el inicio de la primavera.
Me planté frente al árbol más viejo del parque,
hundí las manos en la tierra buscando sus raíces, su contacto, y desde entonces
toda primavera calienta mi savia, mi corazón de árbol (en invierno extraño los
nidos y desde siempre amo al viento que me estremece, a la lluvia que me
alienta, al sol y su caricia).
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005), Raptos (2009) y No es luz, mas enceguece (2023). Ha colaborado en Ágora, El Financiero, El Informador, El Occidental, La Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y Espéculo. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación. Actualmente radica en Guadalajara.
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