Embalsamador
embalsamado
Por Alejandra
Hernández Figueroa
Se
detuvo el aire, estoy lleno de ruido hecho polvo, los ojos opacos miran la
nada. Siento frío cuando unas manos con guantes tocan mi cuerpo.
Reposo en la plancha helada, tengo el rigor
mortis, oigo el ruido del ventilador y las manos engomadas empiezan a lavar
mi cuerpo con germicidas, sustancias muy frías. Estoy temblando. Este
procedimiento yo lo hacía, pero no sabía que helarse se sintiera. Me limpian
nariz y boca, me colocan algodones en las cavidades para evitar escurrimiento
de fluidos. Me suturan la boca.
Siento ahogarme, no puedo gritar. Me “fijan
los rasgos”, o sea, me cierran los ojos y la boca. No puedo ver, tampoco murmurar.
Empiezan a tocar mi ombligo, me hacen una incisión en el plexo solar. Me duele.
Nunca pensé que hubiera tanto dolor. Si lo hubiera sabido antes. habría sido
más delicado con los que atendí.
Me vacían la sangre con una bomba. Aspiran para
que los gases y fluidos del abdomen y de la zona pectoral sean remplazados por
soluciones de embalsamamiento. Utilizan un trocar para inyectar en el
cuerpo un líquido compuesto con varias sustancias y tinta para que no esté
descolorido y me dé un tono vivo a la piel. Siento que me muero del dolor y no
puedo gritar. El drenado me llena el cuerpo. Me cosen la incisión
sin ponerme anestesia, pensarán que para qué, si ya soy un muerto.
Luego me maquillan. Eso me da más coraje, me
ponen ridículo. Se les dificulta vestirme con el traje negro con el que me casé.
Solo el saco. Lo cortan por la espalda, me quedaba chico. Me peinan y
supuestamente me ponen muy guapo.
¿Qué hacer con los recuerdos? Siento algo
adentro, en torno a todo lo que fui. Es un sabor a ceniza, infalible muestra de
carroña.
Meten mi cuerpo al ataúd. Mi cabeza reposa en
una caja acojinada. Oigo voces, rezos, lloriqueos. Percibo el olor de las
flores destinadas a morir en el aire de la muerte.
¿Por qué siento, huelo, pienso? ¿Por qué estoy
paralizado?
¿Cuántos cuerpos pasaron por mis manos?
El primero fue un anciano desdentado,
le puse un postizo y pañal porque se orinaba mucho y pensé que podría inundar
la caja. No dormí varias noches, después no recuerdo cuantos cuerpos fueron. Tantos
que me acostumbré al olor de la muerte.
Los niños y los suicidas jóvenes nunca dejaron
de impactarme con tanta vida por delante; los accidentados y los asesinados que
morían con la sangre espantada me daban mucha angustia, para maquillarlos
tenía que quitarles la cara de susto, y eso tiene su gracia.
También pasarles el drenado es
complicado, hay que darles masaje en cuerpo y extremidades para que fluya.
Se batalla mucho con quienes no se querían
ir, aferrados a sus bienes materiales; a esos tienes que darles mucho
masaje y consolarlos para que se vayan tranquilos
Exhumar es otro asunto. Se tienen que contar los
huesos, que no falte ninguno. A veces encontraba entre la tierra falanges
descarnados con anillos, tantos que me dio por coleccionarlos. Ya no eran de
ellos, sino míos.
El olor a formol se me impregnaba por varios
días.
A veces oía la camilla ambulatoria
atravesar desde la entrada de la funeraria y pararse junto a la plancha, se
ha acostumbrado a tanto ir y venir, a transportar cadáveres, que se le
ha hecho costumbre y muchas de las veces me engaña porque viene
vacía como si trajera un cuerpo, pero era nada más un suspiro.
Siento frío
y no sé qué ponerme por dentro de la muerte ¿qué pedazo de tierra será el mío?
¿Por
qué no pregunté? Tanto he tratado con ella. Desde que nacemos, su sombra camina
a nuestro lado. Trato de gritar y no puedo emitir sonido, a través del cristal
veo desfilar un sinnúmero de curiosos, algunos lloran y otros dicen: era tan
buen, pobrecito.
Me trasladan a la iglesia, escucho rezos y
lloriqueos. Pero, mmmh, ¿qué hacer con los recuerdos? Todo lo que fui. En los
labios siento el bocado de ceniza, esa infalible muestra de carroña y solamente
mi espantada alma me guía y me acompaña al más allá.
Olfateo flores destinadas a marchitarse en el
aire de la muerte. Me llevan en una carroza, un desfile de conocidos y
familiares sigue el cortejo.
Al fin veo dónde voy a quedar, en un pequeño
espacio del panteón está hecha la fosa, me bajan cuidadosamente con cuerdas
para colocarme en el fondo, después escucho el ruido de paladas y paladas de
cemento, después me vacían la tierra hasta que me voy. Siento que me muero.
Alejandra Hernández Figueroa estudió en el Colegio Palmore y en Community College. Escribió y publicó los libros Tiempos de viento y humo cuentos, Hojasen poemas e Hilvanando cuentos. Publica habitualmente en revistas jurídicas y literarias.
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