sábado, 1 de febrero de 2025

Embalsamador embalsamado

 

Embalsamador embalsamado

 

Por Alejandra Hernández Figueroa

 

Se detuvo el aire, estoy lleno de ruido hecho polvo, los ojos opacos miran la nada. Siento frío cuando unas manos con guantes tocan mi cuerpo.

Reposo en la plancha helada, tengo el rigor mortis, oigo el ruido del ventilador y las manos engomadas empiezan a lavar mi cuerpo con germicidas, sustancias muy frías. Estoy temblando. Este procedimiento yo lo hacía, pero no sabía que helarse se sintiera. Me limpian nariz y boca, me colocan algodones en las cavidades para evitar escurrimiento de fluidos. Me suturan la boca. 

Siento ahogarme, no puedo gritar. Me “fijan los rasgos”, o sea, me cierran los ojos y la boca. No puedo ver, tampoco murmurar. Empiezan a tocar mi ombligo, me hacen una incisión en el plexo solar. Me duele. Nunca pensé que hubiera tanto dolor. Si lo hubiera sabido antes. habría sido más delicado con los que atendí.

Me vacían la sangre con una bomba. Aspiran para que los gases y fluidos del abdomen y de la zona pectoral sean remplazados por soluciones de embalsamamiento. Utilizan un trocar para inyectar en el cuerpo un líquido compuesto con varias sustancias y tinta para que no esté descolorido y me dé un tono vivo a la piel. Siento que me muero del dolor y no puedo gritar. El drenado me llena el cuerpo. Me cosen la incisión sin ponerme anestesia, pensarán que para qué, si ya soy un muerto.

Luego me maquillan. Eso me da más coraje, me ponen ridículo. Se les dificulta vestirme con el traje negro con el que me casé. Solo el saco. Lo cortan por la espalda, me quedaba chico. Me peinan y supuestamente me ponen muy guapo.

¿Qué hacer con los recuerdos? Siento algo adentro, en torno a todo lo que fui. Es un sabor a ceniza, infalible muestra de carroña.

Meten mi cuerpo al ataúd. Mi cabeza reposa en una caja acojinada. Oigo voces, rezos, lloriqueos. Percibo el olor de las flores destinadas a morir en el aire de la muerte.

¿Por qué siento, huelo, pienso? ¿Por qué estoy paralizado?

¿Cuántos cuerpos pasaron por mis manos?

El primero fue un anciano desdentado, le puse un postizo y pañal porque se orinaba mucho y pensé que podría inundar la caja. No dormí varias noches, después no recuerdo cuantos cuerpos fueron. Tantos que me acostumbré al olor de la muerte.

Los niños y los suicidas jóvenes nunca dejaron de impactarme con tanta vida por delante; los accidentados y los asesinados que morían con la sangre espantada me daban mucha angustia, para maquillarlos tenía que quitarles la cara de susto, y eso tiene su gracia. 

También pasarles el drenado es complicado, hay que darles masaje en cuerpo y extremidades para que fluya.

Se batalla mucho con quienes no se querían ir, aferrados a sus bienes materiales; a esos tienes que darles mucho masaje y consolarlos para que se vayan tranquilos

Exhumar es otro asunto. Se tienen que contar los huesos, que no falte ninguno. A veces encontraba entre la tierra falanges descarnados con anillos, tantos que me dio por coleccionarlos. Ya no eran de ellos, sino míos.

El olor a formol se me impregnaba por varios días.

A veces oía la camilla ambulatoria atravesar desde la entrada de la funeraria y pararse junto a la plancha, se ha acostumbrado a tanto ir y venir, a transportar cadáveres, que se le ha hecho costumbre y muchas de las veces me engaña porque viene vacía como si trajera un cuerpo, pero era nada más un suspiro.

Siento frío y no sé qué ponerme por dentro de la muerte ¿qué pedazo de tierra será el mío?

¿Por qué no pregunté? Tanto he tratado con ella. Desde que nacemos, su sombra camina a nuestro lado. Trato de gritar y no puedo emitir sonido, a través del cristal veo desfilar un sinnúmero de curiosos, algunos lloran y otros dicen: era tan buen, pobrecito.

Me trasladan a la iglesia, escucho rezos y lloriqueos. Pero, mmmh, ¿qué hacer con los recuerdos? Todo lo que fui. En los labios siento el bocado de ceniza, esa infalible muestra de carroña y solamente mi espantada alma me guía y me acompaña al más allá.

Olfateo flores destinadas a marchitarse en el aire de la muerte. Me llevan en una carroza, un desfile de conocidos y familiares sigue el cortejo.

Al fin veo dónde voy a quedar, en un pequeño espacio del panteón está hecha la fosa, me bajan cuidadosamente con cuerdas para colocarme en el fondo, después escucho el ruido de paladas y paladas de cemento, después me vacían la tierra hasta que me voy. Siento que me muero.

 


Alejandra Hernández Figueroa estudió en el Colegio Palmore y en Community College. Escribió y publicó los libros Tiempos de viento y humo cuentos, Hojasen poemas e Hilvanando cuentos. Publica habitualmente en revistas jurídicas y literarias.

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