Mujer de
tierra mojada
Por Humberto
Payán Fierro
Por eso su
primer novio fue un jugador de la ciudad. El chisme se prepara a las once de la
mañana con una Coca-cola chiquita y dos pastillas de Beganín: Fíjese, señora Anita,
que anoche la hija de doña Cata se fue con un casado.
El día está
en la ventana. Ahora sabe que el despertador sonará en una hora, precisamente cuando
ella abra la tienda y empiecen a llegar las trabajadoras y los obreros madrugadores:
ferrocarril y maquiladoras. El dedo obliga a la pastilla a permanecer contra la
muela, que no la ha dejado dormir durante días ¿cuántos? Tenía la certeza de
que dentistas y mucha gente de la ciudad hacían las cosas por hacerlas.
Había pasado
ya los treinta años. A la gente que entraba a comprar leche siempre le llamaba
la atención el cutis de Ana. Sin cosméticos. La obesidad de su cuerpo apenas si
dejaba entrever a esa jovencita que corrió entre los matorrales, que subió lomas
con la misma agilidad de un muchacho. Entra un hombre con una chamarra vieja y
un sombrero que le hubieran aplastado en su misma cabeza. En aquellos campos
jugaba a ese juego suyo que era el de buscar huevos entre los mezquites. Huevos
tibios en la palma de sus manos. Correr hacia la casa a cocinarlos antes de que
se dieran cuenta. Ahora ese médico conocido suyo lo prohibía y solo probaba uno
cuando se le antojaba demasiado.
El del
sombrero se llama Julián; hace los mandados por unos cuantos pesos o
simplemente por un pan y un vaso de leche. Los domingos, sobre todo cuando está
nublado o después de una lluvia ligera, le gustan las caminatas a lo largo de
las acequias, aspirando el olor intenso de la tierra mojada. Regresaba antes
del mediodía, antes de que se iniciara el juego de beisbol.
Debajo de la
loma, donde vivió con sus tías solteras, se extendía el campo en que jugaban. Tenían
que sacar las sillas plegadizas y asentarlas en la tierra.
Habla con
Julián: ahora sí te caíste de la cama. De seguro que ya te anda por un café.
Muchos hombres, mientras colocaban entre sus dientes las semillas tostadas de
calabaza, miraban hacia lo alto de la vía 23 para sentirse acompañados por la
Güerita. Pero ella siempre desdeñó a los muchachos del pueblo. Una señora
compra diez piezas de pan blanco y un litro de leche. Ana ya ha dejado de
preguntarse cómo le hace para que alcance la leche entre tanto niño. Con el
dedo se asegura de que otra pastilla se encuentre encima de la muela precisa.
Su primer
novio fue un jugador. El chisme se prepara a las once de la mañana con una
Coca-cola chiquita y dos pastillas de Beganín.
Fíjese,
señora Anita: anoche la hija de doña Cata se fue con un casado; pero si la lepa
apenas tiene catorce. Siente adormecida la muela. Y se casó con un jugador de
la ciudad: apenas cumplió los veinte años y se fue con su marido a vivir allá.
Sus tías nunca la perdonaron. La gente decía que no eran sus verdaderas tías,
que la habían adoptado para no quedarse solas cuando ya estuvieran viejas.
Ellas le enseñaron a hacer dulces y venderlos. La tía Altagracia no quería que
se comprara nada en las tiendas, que todo se hiciera en casa: Ana de nueve años
preparaba la mantequilla meneando las capas de nata. ¡Qué esperanzas que la tía
probara el pan de las panaderías!
A la hora de
comida, después de haber oído todas las versiones sobre la fuga de la muchacha,
observa comer a sus hijos como si se les hiciera tarde para irse a jugar. Nada
le gustaba tanto como esperar a los pescadores a la orilla de la presa. Iba ahí
todos los sábados a comprar pescado fresco. Observaba las ristras de pescado
con mucha atención y escogía el que más le gustaba. Algunas veces no tenía que
hacerlo porque los pescadores ya lo habían hecho por ella, en cuanto atrapaban
una buena presa. Este es de la Guerita. Ni siquiera en la colonia en donde
vivían los gringos se podía encontrar una mujer más linda que aquella, decían
los pescadores. Retira los platos de la mesa. No ha contado las pastillas que
ha colocado en la muela. En un tambo arroja los restos de la comida, es el
friego para la señora que viene los jueves.
―Vaya con el
dentista, Guerita ―le dijeron una vez, cuando notaron la inflamación.
―¿Para qué,
digo, con perdón suyo. Trabajan cual sus nalgas y quieren cobrarle a una un ojo
de la cara. Yo nunca he tenido que ver a un doctor. Ni cuando estaba esperando
a los muchachos. Yo iba, pero nada más a tenerlos. Nomás el primero me dio
lata, pero ya con los otros tres ni batallaron conmigo. Antes no se necesitaban
tantos doctores. Allá en mi pueblo la gente no iba con ellos. Ni se usaba eso.
Una se curaba sola con remedios que le daban. Ahora la gente por cualquier cosa
va al Seguro, nomás a perder el tiempo.
Durante el
verano, el pueblo se llenaba de turistas. Levantaban sus tiendas de campaña en
torno a los ojos de agua termal. Se les podía ver pescando en las lanchas que
alquilaban. Y al final del día pagaban una cantidad extra al mismo niño que los
había guiado en las aguas de La Presa para que limpiaran el pescado. Abre la
boca frente al espejo: ahí está la muela que… Escucha los gritos de alguien que
la llama. Se da tiempo para una pastilla más. Son los muchachos que acaban de
terminar un juego de futbol callejero y desean tomar coca-colas. Ana tiene que
decirles que huelen a puro león. Mientras se toman las sodas que apostaron, les
prepara lonches rápidos: pan blanco, rebanada de salchicha y chile curtido.
En la cocina
del restaurante, la Güerita platicaba con los turistas que se le acercaban a
preguntarle su nombre. Esa muchachita prepara muy bien el caldo de oso y el
pescado descremado. A través de la enorme ventana observaba cómo esquiaban en
el lago los gringos.
Los veranos
el viejo George, diccionario en mano, trataba de proponerle matrimonio. Ella
siempre pensaba que el señor George lo hacía en broma, por su forma de ser tan
alegre. Hacia las siete de la tarde, a una hora de cerrar la tienda, sale a
pararse en la esquina. Desde ahí observa una y otra calle. A lo lejos se ven
corriendo los chiquillos. Empieza a
llamarlos por su nombre. Grita. Grita igual que la tía Altagracia cuando la
despertaba los domingos. Ana odiaba la mañana del domingo. Tía Altagracia la
sentaba frente a una taza de café con aceite de oliva, y no se podía mover de
la mesa hasta que no terminara su purga.
Ayer su
marido, se levantó enojado. No había podido dormir por todas las veces que Ana
se levantó intentando mitigar el dolor.
―Te voy a
sacar una cita con el dentista. Anoche no me dejaste dormir, Ana. Debes quitarte
de la cabeza esas ideas.
―Es que no
me hace la anestesia que ponen. La vez que me llevaste, acuérdate, no me
pudieron hacer nada. Ahí nomás me tuvieron sentada todo el tiempo. Hasta le
duele a una la cara de tanto que la tienen con la boca abierta.
―No te hace
efecto por lo nerviosa que te pones, te haces dura dura. Ese dentista es bueno,
es conocido de mi compadre. Tienes que atenderte. No quiero pasar otra noche
oyendo que te levantas, ahí está la cosa que tengo que ir todo desvelado a
trabajar.
En los años
que tenía de vivir en la ciudad, nunca se había soñado ahí; las cosas siempre
sucedían en lugares que recorrió durante la infancia, su adolescencia, aunque
soñara con personas que ni siquiera conocían su pueblo. Está segura que su
marido va a llegar más temprano que otros días. Es probable que ya tenga cita
para mañana sábado, porque los muchachos no van a la escuela. Una vez su marido
le dijo que, cuando terminaran la escuela, se podrían ir a vivir al pueblo
donde ella nació.
Cierra la
puerta de la tienda a las ocho. El cansancio de sus hijos se opone a finalizar
el día con un baño. En esta ocasión ella desiste, al fin y al cabo mañana no
van a clases. Sabe que ensuciarán las sábanas que apenas cambió en la tarde.
Pero ellos deben dormirse pronto.
Enciende la
luz del baño. Parece que se han dormido, no se escucha ningún ruido. De todas
maneras prefiere cerciorarse. Si, están dormidos. Ha pasado mucho tiempo ya: solo
faltan tres para las nueve. Entra al cuarto de baño y cierra. Una escuadra de
luz aparece en plena oscuridad. Tía Altagracia nunca se dejó examinar por un
médico. ¿Qué van a saber ellos de cómo se siente una?
La escuadra
de luz permanece intacta en la penumbra. A ella siempre le ha gustado hablar de
las cosas que sí se han hecho. ¿Para qué hablar de esto y lo otro si no se va a
hacer nada?
Simplemente
dirá: la moví de un lado para el otro y la estuve jaloneando hasta que salió. Y
la tiré a la taza del baño, ya para cuando tú llegaste.
Humberto Payán Fierro es licenciado en letras españolas por
la Universidad Autónoma de Chihuahua y maestro en letras hispanoamericanas por
la New Mexico State University. Su escritura narrativa aparece en antologías y
tiene publicado un libro de cuentos: El
oficio de pensarte. También es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras
de la UACH.