Los alcoholes
Por Iván Cárdenas
¡Qué coincidencia! La
semana pasada cumplí treinta años. Me da pena confesarlo, pero no siento estar
muy bien espiritualmente; me despierto confundido, con los pensamientos borrosos. Las manos me sudan y un coraje sin destino me afea la
mirada, ¿lo ve? Bueno ¿le podré confesar sin que me juzgue usted? Le creo,
parece ser de esos seres que pasan por un buen momento, justos de pensamiento y
conclusión. Probablemente esa sea la razón por la que estamos compartiendo
ideas sin conocernos... Soy alcohólico, o lo fui, o estoy dejando de serlo, no
sé, cualquiera de esas tres maneras de decirlo está bien. Si, por supuesto que
comprende, ahora veo que es usted una persona inteligente. ¿Cómo puede uno
sentir paz cuando no sabe explicar en dos palabras lo que es? Soy tres
etiquetas al mismo tiempo, ya lo acabamos de descubrir juntos. Y no me atrevo a
decir que más, aunque sepa que así es, pero sinceramente, por ahora no creo
poder con tanto.
Estoy seguro que esta vez
toqué fondo. Desde los quince años me estrené como bebedor infatigable. En este
cruento lapso de quince años he besado el suelo no menos de veinte veces. Pero
ahora todo es distinto, la vida me ha estado lanzando salvavidas en forma de
personas, ¿no será usted uno de ellos? Yo le encuentro más bien forma de
analista, y le prometo que no estoy borracho. ¡Ah! por supuesto que lo sé, no
existe un molde de analista, y le agradezco la observación. Pero usted ha
estado escuchando con atención, llegó a estas alturas del discurso sin
conocerme y sosteniendo esa interesante mirada de escrutinio desde el
principio. Me he dado cuenta que mucha gente se interesa por el testimonio del
alcohólico, pero yo no tengo un testimonio porque me parecen vulgares y
pretenciosos, aunque sí podría contarle una historia. ¿Seguro que no le
incomoda? Muy bien, le creo. Estoy convencido de su sinceridad. Esto pasó
apenas unos días atrás, poco antes de mi cumpleaños. Ese día me levanté y puse
a hervir agua para mi café volátil. Había que bautizarlo de alguna forma porque
ciertamente no es un café a secas, sino un café volátil debido a la generosa
porción de tequila que mecánicamente agrego, o agregaba. Uf, qué difícil me
resulta quitarme las ropas de la costumbre. En una de las pocas reuniones de
borrachos arrepentidos a las que fui, uno de los psicólogos sentenció que era
importante hablar de nuestro alcoholismo en tiempo pasado. La mente responde
bien a esos estímulos, dijo. En fin, acabé con la taza, me lavé las manos, la
cara, tomé mi guitarra. Si, esta misma. Luego salí a la calle silbando con las
aves y saludando a las vecinas que me observan con un aire de ternura y asco.
Llegué a la parada del bus. Había un montón de gente porque el camión tenía
casi media hora sin pasar. ¿Usted utiliza el transporte público? Menos mal, aquí
en Chihuahua hay un constante problema con las rutas y los choferes a causa del
pésimo manejo de recursos. A veces a uno le toca esperar y esperar, parado, sin
sombra, sin optimismo. La vida, el tiempo, y el trabajo se vuelven tan absurdos
cuando se soporta el peso de la pobreza sobre los tobillos, esperando el
transporte con la credencial para el descuento y los seis pesos en la mano.
Tengo entendido que en otros países hasta da gusto subirse a los camiones, nosotros
no lo merecemos todavía.
La gente ascendía en número
conforme pasaban los minutos. Vi la oportunidad de suavizar el ambiente con mi
música y comencé tocando sabor a mí, pero esa mañana mi voz no estaba muy fina,
desafiné un poco y mi público perdió interés. Seguí con la de no hay novedad, los
mayores asentían con la cabeza, con una media sonrisa. Yo sentí que la voz me
traicionaba y le eché la culpa al café volátil; no le había puesto suficiente
tequila. Con esas dos rolas junté doce baros en puras monedas de a peso. Me
metí al Oxxo y compré una lata de Tecate roja. Cuando salí había un alboroto
porque el bus por fin llegaba y todos necesitaban subirse. Hubo empujones,
gritos y manotazos. Preferí esperar con mi cerveza, mi guitarra y los recuerdos
de la infancia como paisaje. Mire cómo son de extrañas las cosas, ese día
estuve pensando mucho en mi amigo Rubén. Nos conocimos en la primaria y nuestra
amistad se prolongó hasta los quince años cuando al papá le ofrecieron una
supervisión en la maquila, pero en la planta de Ciudad Juárez. El día que se
fueron, Rubén y yo no dijimos nada, a lo mejor no había nada que decir, o por
la edad nos dio pena decir te quiero, amigo. O algo, cualquier cosa. Se
arrancaron en su Windstar blanca y yo me fui corriendo a mi casa. Intenté
meterme a un cuarto; en uno estaba mi tía diciendo que sí, que así, y en el
otro mi papá muerto en vida, roncando como un ciervo agonizando de un disparo,
hasta los calcetines de borracho. Salí, y me fui al cerro. Para cuando llegué
al pedazo de tierra donde Rubén y yo jugábamos a los conquistadores, ya estaba
bien cansado y hasta las ganas de llorar se me olvidaron. Me senté en la piedra
del mandamás, como la habíamos bautizado, y me quedé viendo el cielo, sintiendo
cómo el aire revolvía mi cabello. Al ratito llegó el Pillo y sus amigos, en ese
entonces ellos andaban por los veinte y ya no jugaban a nada. Llegaron con unas
caguamas y me dijeron, –tómele, güey, no sea culo– y le tomé para no verme eso.
No me gustó el sabor, pero Pillo me abrazó después de ese primer sorbo, –ese es
mi chingón– espetó con la botella al aire y me volvió a poner el pico en la
boca. Acabé muy borracho. De regreso a la casa, Pillo y sus amigos venían
cantando no sé qué cosa; me gustó la sensación de esas notas mezcladas con la
levedad del alcohol sobre del cuerpo. Llegué y nadie se dio cuenta de mi
condición. Ahí, después de ese día que quedó marcado como la partida de Rubén,
fue también el día que inició mi alcoholismo. ¡Ah! Reconozco ese gesto como de
pena. No se preocupe, de tantas veces que he recordado ese momento ya no me
causa ningún sentimiento. Aparte, fue hace quince años, he vivido cosas peores,
no sabe. Pues bueno, así estaba yo, sentado con una lata de cerveza roja, mi
guitarra, recordando a Rubén y esperando el camión. Por fin pasó y me subí a
trabajar. El chofer era Pedro, mi amigo de borrachera. Desde que dejé de beber
no me ve a los ojos. Entré a su templo y apenas me rozó con una cansada
indiferencia. Di los primeros acordes, canté las primeras notas y de entre los
asientos se asomó una cabecita de niña, con ojos enormes y mirada cristalina,
transparente. Yo siempre canto con los ojos cerrados, pero una de las veces que
abrí la mirada para cambiar de tono, me atrapó la atención que esa pequeñita
ponía en mi persona. El público de la mañana jamás es tan atento, pensé. Me
acerqué y la reconocí inmediatamente. No sé con qué lenguaje explicarlo, si es
una cuestión espiritual, energética. O un simple reconocimiento biológico,
corpóreo. Era mi hija. Su madre nos había prohibido contacto desde el primer
año; mi alcoholismo la perturbaba a tal grado que prefirió buscarle otros
padres. Renata ahora tenía ocho años. Y más de cuatro padrastros. Una de sus
tías le platicó que yo me subía a los camiones a cantar y esa mañana se escapó
de la escuela para buscarme. Cuando pase a su lado no dijo nada, tenía los ojos
clavados en mí con un gesto de angustia y miedo. El camión estaba próximo a una
parada, le extendí la mano y con titubeos Renata la alcanzó. Cuando estábamos
por bajar una señora gorda que había visto la escena gritó: ¡óigame, se la está
llevando, deténganlo! Es mi papá, dijo Renata torciéndole los ojos.
Bajamos, nos miramos, la
abracé con toda el alma, pero Renata permaneció inmóvil. "Hueles a
cerveza, por eso nunca me visitas" se escuchó a modo de reclamo sobre una
voz quebrada que trataba de esconder un mar de lágrimas. ¿Se da cuenta?
Disculpe, estoy bien. Le agradezco.
Mi alcoholismo me había hecho
pasar por situaciones penosas; me han golpeado hasta dejarme inconsciente, me
han robado los zapatos por quedarme tirado a media banqueta, una vez intentaron
violarme, pero me salvó un policía que luego me procesó con intención de
escarmiento, para que dentro de la cárcel me dieran una paliza por resistirme a
otra violación. Después de cada una de esas experiencias creí haber tocado
fondo. Pero las palabras, la existencia de mi Renata fueron la más grande
bofetada que he sentido en toda mi ridícula vida. No supe qué decirle, sentí
una vergüenza enorme, me dieron ganas de llorar, aunque logré disimular y le
prometí que dejaría la cerveza para poder ir a visitarla. Me dijo que ni se me
ocurriera, su mamá guarda un rencor enorme por mí, pero que ella de cuando en
cuando vendría a visitarme, esperando que mi aliento sea de pan dulce o algo
menos amargo, sentenció. ¡Increíble! Ocho años y es capaz de ese humor. Le
prohibí escaparse de la escuela para venir a verme, acordamos encontrarnos en
este parque cada jueves que sale dos horas temprano y su madre no puede
recogerla hasta la una. Si, precisamente la estoy esperando. Pero aún faltan
cuarenta minutos y estoy disfrutando su compañía, siempre es bueno tener
alguien que lo escuche a uno. Después de acordar nuestros encuentros fuimos a
la escuela para que retomara sus clases. La dejaron entrar luego de una confusa
conversación con el prefecto. Me di la vuelta y el mundo parecía más azul y
verde que de costumbre. Llegué a la casa y vacíe todas las botellas. La
terrible ansiedad me hizo volver a la calle y cuando cruzaba la avenida de la
junta para alcanzar la parada del camión que está a un costado del Oxxo y el
sitio de taxis, una camioneta negra, de reciente modelo y vidrios tintados me
cerró el paso. Me quedé pasmado, muerto de miedo. Bajaron la ventana del
copiloto y escuche un grito: ¡Cabrón, que jodido te ves! Me asomé y era mi
amigo Rubén. No, no estoy bromeando. Tronó la palanca de cambios, abrió la
puerta, se bajó y me abrazo violentamente, con la camioneta parada a media
calle. La gente rica puede darse esos lujos. "Súbete, hermano. Quiero
invitarte a comer" Acepté, aunque no tenía nada de hambre, pero era Rubén.
Mi amigo del alma. Nos pusimos rápidamente al tanto, no paraba de hablar y
contarme con cuantos gobernadores, diputados, artistas y gente excelente ha
compartido. Estudió derecho y ahora tiene un despacho y mucho dinero, más del
que su papá le había dejado. Luego le conté a grandes rasgos mi historia y
aparentemente lo embargó una penosa angustia. Le platiqué con emoción lo que
acababa de ocurrir con Renata y pareció recobrar la esperanza. "Yo te voy
a ayudar, cabrón. Vamos a salir de esta" Me sentí respaldado, más fuerte
que nunca. Para Rubén lo más importante era mi situación económica, quería que “hiciera
algo de mi vida”, frase que repetía y repetía hasta el hartazgo. Le canté un
par de canciones que escribí cuando era más joven y le gustaron mucho. El día
de mi cumpleaños me presentó un plan de carrera que había diseñado para mí. Ya
está coordinando todo para grabar mis rolas en un estudio que está en la CdMx,
me contactó con un diseñador de imagen y me metió a clases de música. Quiere
que haga una carrera artística y yo no pude negarme. Los primeros días sentí
que ese plan de vida me rescataría, y es así, pero no puedo quitarme estás
ansias por un trago. No debo, se lo prometí a mi Renata. Aparte todos los
proyectos que algún día tuve fueron inundados por el vino. Vea qué curioso, por
fin tengo un plan claro y es cuando peor me he sentido. Eso pasa con las
adicciones, pero dígame, ¿usted qué opina?
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