jueves, 3 de mayo de 2018

Iván Cárdenas

Los alcoholes

Por Iván Cárdenas

¡Qué coincidencia! La semana pasada cumplí treinta años. Me da pena confesarlo, pero no siento estar muy bien espiritualmente; me despierto confundido, con los pensamientos borrosos. Las manos me sudan y un coraje sin destino me afea la mirada, ¿lo ve? Bueno ¿le podré confesar sin que me juzgue usted? Le creo, parece ser de esos seres que pasan por un buen momento, justos de pensamiento y conclusión. Probablemente esa sea la razón por la que estamos compartiendo ideas sin conocernos... Soy alcohólico, o lo fui, o estoy dejando de serlo, no sé, cualquiera de esas tres maneras de decirlo está bien. Si, por supuesto que comprende, ahora veo que es usted una persona inteligente. ¿Cómo puede uno sentir paz cuando no sabe explicar en dos palabras lo que es? Soy tres etiquetas al mismo tiempo, ya lo acabamos de descubrir juntos. Y no me atrevo a decir que más, aunque sepa que así es, pero sinceramente, por ahora no creo poder con tanto.
Estoy seguro que esta vez toqué fondo. Desde los quince años me estrené como bebedor infatigable. En este cruento lapso de quince años he besado el suelo no menos de veinte veces. Pero ahora todo es distinto, la vida me ha estado lanzando salvavidas en forma de personas, ¿no será usted uno de ellos? Yo le encuentro más bien forma de analista, y le prometo que no estoy borracho. ¡Ah! por supuesto que lo sé, no existe un molde de analista, y le agradezco la observación. Pero usted ha estado escuchando con atención, llegó a estas alturas del discurso sin conocerme y sosteniendo esa interesante mirada de escrutinio desde el principio. Me he dado cuenta que mucha gente se interesa por el testimonio del alcohólico, pero yo no tengo un testimonio porque me parecen vulgares y pretenciosos, aunque sí podría contarle una historia. ¿Seguro que no le incomoda? Muy bien, le creo. Estoy convencido de su sinceridad. Esto pasó apenas unos días atrás, poco antes de mi cumpleaños. Ese día me levanté y puse a hervir agua para mi café volátil. Había que bautizarlo de alguna forma porque ciertamente no es un café a secas, sino un café volátil debido a la generosa porción de tequila que mecánicamente agrego, o agregaba. Uf, qué difícil me resulta quitarme las ropas de la costumbre. En una de las pocas reuniones de borrachos arrepentidos a las que fui, uno de los psicólogos sentenció que era importante hablar de nuestro alcoholismo en tiempo pasado. La mente responde bien a esos estímulos, dijo. En fin, acabé con la taza, me lavé las manos, la cara, tomé mi guitarra. Si, esta misma. Luego salí a la calle silbando con las aves y saludando a las vecinas que me observan con un aire de ternura y asco. Llegué a la parada del bus. Había un montón de gente porque el camión tenía casi media hora sin pasar. ¿Usted utiliza el transporte público? Menos mal, aquí en Chihuahua hay un constante problema con las rutas y los choferes a causa del pésimo manejo de recursos. A veces a uno le toca esperar y esperar, parado, sin sombra, sin optimismo. La vida, el tiempo, y el trabajo se vuelven tan absurdos cuando se soporta el peso de la pobreza sobre los tobillos, esperando el transporte con la credencial para el descuento y los seis pesos en la mano. Tengo entendido que en otros países hasta da gusto subirse a los camiones, nosotros no lo merecemos todavía.
La gente ascendía en número conforme pasaban los minutos. Vi la oportunidad de suavizar el ambiente con mi música y comencé tocando sabor a mí, pero esa mañana mi voz no estaba muy fina, desafiné un poco y mi público perdió interés. Seguí con la de no hay novedad, los mayores asentían con la cabeza, con una media sonrisa. Yo sentí que la voz me traicionaba y le eché la culpa al café volátil; no le había puesto suficiente tequila. Con esas dos rolas junté doce baros en puras monedas de a peso. Me metí al Oxxo y compré una lata de Tecate roja. Cuando salí había un alboroto porque el bus por fin llegaba y todos necesitaban subirse. Hubo empujones, gritos y manotazos. Preferí esperar con mi cerveza, mi guitarra y los recuerdos de la infancia como paisaje. Mire cómo son de extrañas las cosas, ese día estuve pensando mucho en mi amigo Rubén. Nos conocimos en la primaria y nuestra amistad se prolongó hasta los quince años cuando al papá le ofrecieron una supervisión en la maquila, pero en la planta de Ciudad Juárez. El día que se fueron, Rubén y yo no dijimos nada, a lo mejor no había nada que decir, o por la edad nos dio pena decir te quiero, amigo. O algo, cualquier cosa. Se arrancaron en su Windstar blanca y yo me fui corriendo a mi casa. Intenté meterme a un cuarto; en uno estaba mi tía diciendo que sí, que así, y en el otro mi papá muerto en vida, roncando como un ciervo agonizando de un disparo, hasta los calcetines de borracho. Salí, y me fui al cerro. Para cuando llegué al pedazo de tierra donde Rubén y yo jugábamos a los conquistadores, ya estaba bien cansado y hasta las ganas de llorar se me olvidaron. Me senté en la piedra del mandamás, como la habíamos bautizado, y me quedé viendo el cielo, sintiendo cómo el aire revolvía mi cabello. Al ratito llegó el Pillo y sus amigos, en ese entonces ellos andaban por los veinte y ya no jugaban a nada. Llegaron con unas caguamas y me dijeron, –tómele, güey, no sea culo– y le tomé para no verme eso. No me gustó el sabor, pero Pillo me abrazó después de ese primer sorbo, –ese es mi chingón– espetó con la botella al aire y me volvió a poner el pico en la boca. Acabé muy borracho. De regreso a la casa, Pillo y sus amigos venían cantando no sé qué cosa; me gustó la sensación de esas notas mezcladas con la levedad del alcohol sobre del cuerpo. Llegué y nadie se dio cuenta de mi condición. Ahí, después de ese día que quedó marcado como la partida de Rubén, fue también el día que inició mi alcoholismo. ¡Ah! Reconozco ese gesto como de pena. No se preocupe, de tantas veces que he recordado ese momento ya no me causa ningún sentimiento. Aparte, fue hace quince años, he vivido cosas peores, no sabe. Pues bueno, así estaba yo, sentado con una lata de cerveza roja, mi guitarra, recordando a Rubén y esperando el camión. Por fin pasó y me subí a trabajar. El chofer era Pedro, mi amigo de borrachera. Desde que dejé de beber no me ve a los ojos. Entré a su templo y apenas me rozó con una cansada indiferencia. Di los primeros acordes, canté las primeras notas y de entre los asientos se asomó una cabecita de niña, con ojos enormes y mirada cristalina, transparente. Yo siempre canto con los ojos cerrados, pero una de las veces que abrí la mirada para cambiar de tono, me atrapó la atención que esa pequeñita ponía en mi persona. El público de la mañana jamás es tan atento, pensé. Me acerqué y la reconocí inmediatamente. No sé con qué lenguaje explicarlo, si es una cuestión espiritual, energética. O un simple reconocimiento biológico, corpóreo. Era mi hija. Su madre nos había prohibido contacto desde el primer año; mi alcoholismo la perturbaba a tal grado que prefirió buscarle otros padres. Renata ahora tenía ocho años. Y más de cuatro padrastros. Una de sus tías le platicó que yo me subía a los camiones a cantar y esa mañana se escapó de la escuela para buscarme. Cuando pase a su lado no dijo nada, tenía los ojos clavados en mí con un gesto de angustia y miedo. El camión estaba próximo a una parada, le extendí la mano y con titubeos Renata la alcanzó. Cuando estábamos por bajar una señora gorda que había visto la escena gritó: ¡óigame, se la está llevando, deténganlo! Es mi papá, dijo Renata torciéndole los ojos.
Bajamos, nos miramos, la abracé con toda el alma, pero Renata permaneció inmóvil. "Hueles a cerveza, por eso nunca me visitas" se escuchó a modo de reclamo sobre una voz quebrada que trataba de esconder un mar de lágrimas. ¿Se da cuenta? Disculpe, estoy bien. Le agradezco.
Mi alcoholismo me había hecho pasar por situaciones penosas; me han golpeado hasta dejarme inconsciente, me han robado los zapatos por quedarme tirado a media banqueta, una vez intentaron violarme, pero me salvó un policía que luego me procesó con intención de escarmiento, para que dentro de la cárcel me dieran una paliza por resistirme a otra violación. Después de cada una de esas experiencias creí haber tocado fondo. Pero las palabras, la existencia de mi Renata fueron la más grande bofetada que he sentido en toda mi ridícula vida. No supe qué decirle, sentí una vergüenza enorme, me dieron ganas de llorar, aunque logré disimular y le prometí que dejaría la cerveza para poder ir a visitarla. Me dijo que ni se me ocurriera, su mamá guarda un rencor enorme por mí, pero que ella de cuando en cuando vendría a visitarme, esperando que mi aliento sea de pan dulce o algo menos amargo, sentenció. ¡Increíble! Ocho años y es capaz de ese humor. Le prohibí escaparse de la escuela para venir a verme, acordamos encontrarnos en este parque cada jueves que sale dos horas temprano y su madre no puede recogerla hasta la una. Si, precisamente la estoy esperando. Pero aún faltan cuarenta minutos y estoy disfrutando su compañía, siempre es bueno tener alguien que lo escuche a uno. Después de acordar nuestros encuentros fuimos a la escuela para que retomara sus clases. La dejaron entrar luego de una confusa conversación con el prefecto. Me di la vuelta y el mundo parecía más azul y verde que de costumbre. Llegué a la casa y vacíe todas las botellas. La terrible ansiedad me hizo volver a la calle y cuando cruzaba la avenida de la junta para alcanzar la parada del camión que está a un costado del Oxxo y el sitio de taxis, una camioneta negra, de reciente modelo y vidrios tintados me cerró el paso. Me quedé pasmado, muerto de miedo. Bajaron la ventana del copiloto y escuche un grito: ¡Cabrón, que jodido te ves! Me asomé y era mi amigo Rubén. No, no estoy bromeando. Tronó la palanca de cambios, abrió la puerta, se bajó y me abrazo violentamente, con la camioneta parada a media calle. La gente rica puede darse esos lujos. "Súbete, hermano. Quiero invitarte a comer" Acepté, aunque no tenía nada de hambre, pero era Rubén. Mi amigo del alma. Nos pusimos rápidamente al tanto, no paraba de hablar y contarme con cuantos gobernadores, diputados, artistas y gente excelente ha compartido. Estudió derecho y ahora tiene un despacho y mucho dinero, más del que su papá le había dejado. Luego le conté a grandes rasgos mi historia y aparentemente lo embargó una penosa angustia. Le platiqué con emoción lo que acababa de ocurrir con Renata y pareció recobrar la esperanza. "Yo te voy a ayudar, cabrón. Vamos a salir de esta" Me sentí respaldado, más fuerte que nunca. Para Rubén lo más importante era mi situación económica, quería que “hiciera algo de mi vida”, frase que repetía y repetía hasta el hartazgo. Le canté un par de canciones que escribí cuando era más joven y le gustaron mucho. El día de mi cumpleaños me presentó un plan de carrera que había diseñado para mí. Ya está coordinando todo para grabar mis rolas en un estudio que está en la CdMx, me contactó con un diseñador de imagen y me metió a clases de música. Quiere que haga una carrera artística y yo no pude negarme. Los primeros días sentí que ese plan de vida me rescataría, y es así, pero no puedo quitarme estás ansias por un trago. No debo, se lo prometí a mi Renata. Aparte todos los proyectos que algún día tuve fueron inundados por el vino. Vea qué curioso, por fin tengo un plan claro y es cuando peor me he sentido. Eso pasa con las adicciones, pero dígame, ¿usted qué opina?





Iván Cárdenas escribe en un sitio de Facebook que es muy popular y tiene miles de lectores, se titula Iván Ca Bu. También es compositor de canciones además de ser cantante. Es autor de un libro de relatos, inédito.

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