miércoles, 2 de mayo de 2018

Jesús Ramírez

Las horas más felices de mi amor fueron contigo.


Por Jesús Ramírez


I


Tus labios me enseñaron a sentir lo que es ternura.


Esperar todos los días a que él saliera temprano a cumplir con sus obligaciones como jefe de oficina, para comprobar el buen funcionamiento de las comunicaciones y, en caso contrario, enviar a una cuadrilla de celadores a repararlas, cosa que le llevaba tan solo una hora u hora y media, me llenaba de anhelante expectación.
Apenas escuchaba sus pasos que bajaban la escalera a la puerta del edificio, yo corría para meterme en su cama, donde ella me aguardaba, aún soñolienta pero con una tierna sonrisa. 
Eran los únicos momentos en que podíamos demostrarnos cuánto nos amábamos. Las caricias y los besos se prolongaban por el tiempo en que calculábamos sería nuestro. Luego ponía su mano sobre la almohada con la palma abierta y yo depositaba en ella mi cara, cerrando los ojos para sentir su ternura. Una vez más, besaba mi frente, mis ojos, mi nariz.
De pronto escuchábamos las pisadas que ahora subían los escalones. Rápidamente saltaba de la cama y regresaba a paso acelerado a la habitación donde yo dormía.
Después de un baño ligero me vestía y me dirigía hacia el comedor donde todos juntos almorzábamos un tanto precipitadamente, ya que él debía regresar a sus labores. Luego nos acompañábamos durante el trayecto algunas cuadras. Él, casi siempre parco, me hacía preguntas acerca de mis actividades. Casi no reía sino con alguna mueca que pretendía ser sonrisa. Ella  salía detrás de nosotros, pues también trabajaba, pero por el rumbo contrario.


II


Tus besos se llegaron a recrear aquí en mi boca.


No obstante el carácter seco de él y su obsesión por el  trabajo, podría asegurar que el  amor que sentía por ella era muy grande. Lo percibía en sus toscas caricias, en la preocupación que mostraba porque no le faltara nada. Y ella se unía a la lucha diaria pero, además, se buscaba tiempos libres para mantener muy bien arregladita su casa con el fin de que, al llegar él, cansado por las jornadas de labores, se sintiera a gusto. Lo recibía siempre hermosa, radiante, bien peinada, con los toques apenas necesarios de maquillaje para hacer resaltar aún más su belleza. No cabía duda, ella también lo amaba y mucho, diría yo.
Siempre me pregunté cómo serían sus noches de amor. ¿Se volvería tierno con ella en esos momentos? No podía imaginarlo. Seguramente fue educado bajo la premisa de que  “mostrar ternura es signo de debilidad”.
Pocas veces salían con el afán de divertirse: algún domingo de vez en cuando a la casa de su cuñada, donde él tomaba unas copas y charlaba animadamente con el esposo; a bailar una vez al año, durante las fiestas patrias que organizaban las autoridades en el Palacio de Gobierno y, de las escasas y esporádicas visitas que recibían, entre familiares de ella o de él, llegaba cierta pareja de compadres: Ponciano y Angelita.   
Don Ponciano era compañero de trabajo de él, pero radicado en la capital del país. Hombre de frente amplia, por no decir casi calvo, anteojos dorados, costosos anillos, bien vestido  y  perfumado. Angelita, cuyo diminutivo, a mi parecer, no le hacía ninguna gracia, ya que se trataba de una mujerona, subida en grandes tacones, de enormes pechos y demasiado pintada para mi gusto, amén de joyas en ambas manos, orejas, cuello y aromatizada con una exageración que mareaba. 
Llegaba esta pareja de visita por lo menos dos veces al año. Luego de la comida charlaban de sobremesa y, entrada la tarde, después de algunas copas de fino coñac, colocaban un disco de pasta en la consola y se ponían a bailar, cada quien con su pareja, al ritmo de algún romántico bolero y con las voces inconfundibles del trío Los Panchos:
“Tus besos se llegaron a recrear aquí en mi boca…”  
Yo no era invitado a dichas reuniones y solo me atrevía a buscar el modo de espiar por momentos: ahí estaban los dos, abrazados muy juntos, besándose en la boca furtivamente, para no parecer melosos en presencia de los visitantes y sin perder el movimiento de los pies con perfecta coordinación. Y al verlos así, gozándose uno al otro, no sentía, como podría suponerse, ningún asomo de celos; al contrario, gozaba junto con ellos; aunque, sí, me nacían enormes deseos de poder, algún día, bailar con ella.
Pero doña  Angelita, viva como el demonio de la concupiscencia, se las ingeniaba  para intercambiar parejas y, entonces, era yo testigo de cómo repegaba sus grandes senos al pecho de su compadre, mirándolo con ojos de deseo, siguiendo el ritmo:
“…llenando de ilusión y de pasión, mi vida loca…” 
Sin embargo él no se inmutaba. Era evidente que no le interesaba buscar ninguna aventura. Ni con su comadre Angelita ni con ninguna otra mujer. El amor que sentía por su esposa era a prueba de toda provocación.
Ella lo sabía, por lo que, aún cuando se daba cuenta de los coqueteos descarados de la mujer de Ponciano, no sentía preocupación alguna. Y yo me alegraba por ello, pues no me hubiera gustado que sufriera de importunos celos. Tal vez muchos no lo comprendan, pero cuando existe el amor verdadero, lo único que importa es la felicidad del ser amado. Tal vez no compartan conmigo la forma de amar y quieran solo para sí, como una pertenencia, a la mujer que tienen a su lado. 


III


A todo el mundo le puedes contar que sí te quiero.


A  las  reuniones  que  organizaban  hermanos  y cuñados, familiares de ella, sí era invitado. Y entonces podía demostrar ante todos los ojos cuánto la quería, pues ninguno lo ignoraba; lo sabían y festejaban.
Durante alguna de aquellas verdaderas fiestas llegué incluso a bailar con ella el Mambo número 8, tan de boga en aquel entonces. En otra, durante la tradicional cena de año nuevo, la oí declamar junto a sus hermanos El brindis del bohemio.
También la escuchaba cantar cuando con escoba en mano barría con entusiasmo su casa o tallaba a pulso la ropa en el lavadero del patio o fregaba los trastes en la pequeña cocina.
Y yo la veía con admiración, con respeto. Con amor.
Algunas mañanas salíamos los dos solos a la calle, de compras, al mercado. Y entonces nos tomábamos de la mano y caminábamos como dos enamorados.
También solíamos asistir a algún balneario, pues él era nadador experto y mejor clavadista, en donde mostraba su físico en traje de baño, pareciéndose al “Hombre mejor desarrollado del mundo”: Charles Atlas. Pero ella no se quedaba atrás. ¡No! Al salir de los vestidores para damas llamaba la atención de todos, ataviada con su recatado traje de baño de una sola pieza y con una diminuta faldita integrada que cubría, púdicamente, la parte donde se unen ambas piernas, así como disimulaba los redondos glúteos. Él la piropeaba comparándola con Esther Williams, hermosa actriz norteamericana, famosa también como reina de la natación acuática. Yo no estaba de acuerdo en tal símil porque, si bien era cierto que nadaba con sensual cadencia, distaba mucho de ser una gran nadadora, pues no se atrevía a ir más allá de media alberca, donde la profundidad empezaba a hacerse mayor pero, sobre todo, porque a mí me parecía mucho más linda que la estrella cinematográfica.
Entonces me obligaba a abandonarla en la parte baja, desafiándome a realizar las mismas proezas que él dominaba a la perfección, gozando al hacerme sentir un débil y temeroso hombrecito en calzoncillo de baño en lo alto de la plataforma de cinco metros, temblando por el frío que me causaba el solo pensar que debía lanzarme con los brazos en posición de ángel suspendido y que solo lograba vencer al verla a ella, expectante, con su divina sonrisa dirigida a mí. Allá voy, en vertiginosa caída, chocando dolorosamente con el agua, tosiendo al salir por la bocanada del líquido clorinado, pero airoso por haberme vencido a mí mismo, buscando su gesto aprobatorio.  
   Luego de varios porrazos lo dejaba haciendo piruetas en el aire, cayendo luego limpiamente, abriendo las aguas con suavidad, una y otra vez, incansablemente. Yo me reunía con ella para chapalear y jugar, zambulléndonos y brincando luego, tomados de las manos, riendo como dos adolescentes.


IV


Te puedo yo jurar ante un altar mi amor sincero


Una fría madrugada fui violentamente despertado por el sonido desgarrador de una fuerte y persistente tos. Hubiera querido correr en su ayuda pero no me pareció prudente, su esposo estaba a su lado y seguramente sabría qué debería hacerse.
Sin embargo, diez minutos después, él, con gesto de gran preocupación y urgiéndome, me dijo:
―Corre por el médico. Tu mamá está vomitando sangre.
Saltando de la cama me puse el pantalón, una camisa de manga corta que se encontraba a la mano y, sin calcetines, metí los pies en los zapatos; sin amarrar las agujetas salí corriendo a la calle aún obscura e intensamente fría. 
Durante  el  trayecto  recordé  que  ella  se   había quejado anteriormente, sin darle mucha importancia, de un dolorcillo en la espalda.  
Después de la visita del médico vinieron medicinas, análisis, hospitales: el terrible cáncer, en aquel tiempo invencible, seguramente había sentido envidia de la felicidad de Meche, atacándola en los pulmones con saña, a una edad en que la muerte se ve demasiado lejana, pues apenas en unos cuantos meses cumpliría treinta y ocho años.
Cuando él fue enterado del diagnóstico, después de una junta de médicos, regresó a casa. Escuché lo que me parecían bramidos de algún animal; me asomé por la ventana que daba a las escaleras pero no vi nada. Seguí atento y pronto me di cuenta de que alguien, en el rellano, donde se hallaba la puerta del departamento del portero, por años desocupado, se escondía y, desesperadamente trataba de contener los sollozos desgarradores. Fue la única vez que vi al hombre fuerte, mi padre, educado para no mostrar debilidad, llorar como un niño desvalido. 
Muchos médicos, medicinas. No había nada que hacer, solo esperar un milagro. Con un tratamiento que solo servía para aminorar los accesos de tos y el dolor, volvió a su casa para cuidar de su familia.
 Por las tardes salíamos, ella y yo, y caminábamos atravesando los portales de Toluca hasta llegar a la iglesia de la Santa Veracruz. Lentamente y tomados del brazo como si no quisiéramos separarnos: sin querer dejarla ir, sin querer dejarme desamparado, tal vez quedarnos juntos o quizás volar ambos, pero juntos.
Llegábamos ante el altar de la Virgen del Perpetuo Socorro, nos hincábamos, nos santiguábamos y prendíamos una veladora cada día. Veíamos a la Virgen directamente a los ojos, implorándole que intercediera ante su hijo por el milagro que, para los médicos, era imposible de realizar.    
Nos tomábamos de la mano y apretábamos a intervalos con desesperación mientras orábamos con toda la fe de que éramos capaces de sentir en aquellos momentos en que, lo único que deseábamos, era la salud.
Mi amor por ella era tan grande que busqué dentro de esa pequeña mente de solo once años lo que representara el mayor sacrificio a cambio de su salud. Virgencita ―le dije― si curas a mi mamacita te prometo que me ordenaré sacerdote. Renunciaré al mundo. Te juro que la quiero muchísimo.
Volteábamos a vernos tratando de ocultar alguna impertinente lágrima, como si hubiéramos escuchado la voz de la Virgen que nos decía: “Vuelvan a casa en paz, mi hijo bienamado concederá el alivio que han venido a buscar”. Sonreíamos y con un apretón más fuerte de manos, seguros de haber logrado el milagro, nos retirábamos de vuelta a casa.  


V


Por eso es que mi alma siempre extraña el dulce alivio


No me quedó duda alguna de que para mi padre ella lo era todo. Su aparente fuerza de carácter se desquebrajaba a menudo, aunque él tratara de ocultarlo, principalmente para que yo no cayera en la desesperación y el dolor.
Hizo cuanto pudo, sin escatimar esfuerzo ni dinero, haciendo a un lado su orgullo para pedir ayuda a conocidos y desconocidos, hasta que logró internarla en el Hospital Militar de la ciudad de México, donde se encontraban los mejores especialistas.
Todo fue inútil. Mi querida madre murió y mi vida cambió radicalmente. Y aunque sentía la protección de mi padre y el amor, a su manera, nada ni nadie podría sustituir su imagen, su ternura, su voz, sus manos, su amor. Y lloré, lloré mucho, lloré solo.
Los últimos días de su vida y durante sus funerales no asistí a la escuela. Al regresar, la maestra me preguntó el motivo.
―Murió mi mamá ―le dije, sin un asomo de lágrimas. No me creyó y citó a mi papá, quería decirle cuán mentiroso era, puesto que no había llorado.
Qué podía saber esta mujer, ni nadie, lo que estaba sucediendo dentro de mí. Las lágrimas se habían acabado. Los lagrimales se habían secado.
Estoy seguro de que ella, mi bien amada, mi madrecita linda, donde quiera que se encontrara, estaba viéndome sufrir. Entonces su ternura se hizo presente, pues llegó el día en que la sentí muy cerca de mí, arropándome, poniendo su mano abierta en mi almohada para que yo posara mi cara en ella.
He llegado a la edad madura y sigo sintiéndola muy cerca. Hablo con ella cual si fuera un niño: “Mamita, ayúdame con esto o con lo otro. Gracias, mamita. Te amo”.
Creo que esa fue la lección más grande, durante los pocos años que estuviste conmigo en este mundo: aprendí a amar, puesto que amor fue lo que me diste generosamente. Y no me cansaré de bendecir tanta dulzura.








Jesús Ramírez Mendoza es actor, director, escenógrafo y escritor. Ha publicado los libros Mi vida en el teatro, El arte de la declamación, 30 años de creación teatral en la ciudad de Chihuahua en coautoría con Holda Ramírez, Huéspedes inquietantes 3 cuentos de Anton Chekov adaptados a la escena, Catálogo de la dramaturgia de Víctor Hugo Rascón Banda y Consejos prácticos de actuación”. Escribe periódicamente en las revistas Chihuahua moderno, Vox pópuli y Paso de gato.

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