Las horas más felices de mi amor fueron contigo.
Por Jesús
Ramírez
I
Tus labios
me enseñaron a sentir lo que es ternura.
Esperar
todos los días a que él saliera temprano a cumplir con sus obligaciones como
jefe de oficina, para comprobar el buen funcionamiento de las comunicaciones y,
en caso contrario, enviar a una cuadrilla de celadores a repararlas, cosa que
le llevaba tan solo una hora u hora y media, me llenaba de anhelante
expectación.
Apenas
escuchaba sus pasos que bajaban la escalera a la puerta del edificio, yo corría
para meterme en su cama, donde ella me aguardaba, aún soñolienta pero con una
tierna sonrisa.
Eran los
únicos momentos en que podíamos demostrarnos cuánto nos amábamos. Las caricias
y los besos se prolongaban por el tiempo en que calculábamos sería nuestro.
Luego ponía su mano sobre la almohada con la palma abierta y yo depositaba en
ella mi cara, cerrando los ojos para sentir su ternura. Una vez más, besaba mi
frente, mis ojos, mi nariz.
De pronto
escuchábamos las pisadas que ahora subían los escalones. Rápidamente saltaba de
la cama y regresaba a paso acelerado a la habitación donde yo dormía.
Después de
un baño ligero me vestía y me dirigía hacia el comedor donde todos juntos
almorzábamos un tanto precipitadamente, ya que él debía regresar a sus labores.
Luego nos acompañábamos durante el trayecto algunas cuadras. Él, casi siempre
parco, me hacía preguntas acerca de mis actividades. Casi no reía sino con
alguna mueca que pretendía ser sonrisa. Ella
salía detrás de nosotros, pues también trabajaba, pero por el rumbo
contrario.
II
Tus besos se
llegaron a recrear aquí en mi boca.
No obstante
el carácter seco de él y su obsesión por el
trabajo, podría asegurar que el
amor que sentía por ella era muy grande. Lo percibía en sus toscas
caricias, en la preocupación que mostraba porque no le faltara nada. Y ella se
unía a la lucha diaria pero, además, se buscaba tiempos libres para mantener muy
bien arregladita su casa con el fin de que, al llegar él, cansado por las jornadas
de labores, se sintiera a gusto. Lo recibía siempre hermosa, radiante, bien
peinada, con los toques apenas necesarios de maquillaje para hacer resaltar aún
más su belleza. No cabía duda, ella también lo amaba y mucho, diría yo.
Siempre me
pregunté cómo serían sus noches de amor. ¿Se volvería tierno con ella en esos
momentos? No podía imaginarlo. Seguramente fue educado bajo la premisa de
que “mostrar ternura es signo de debilidad”.
Pocas veces
salían con el afán de divertirse: algún domingo de vez en cuando a la casa de
su cuñada, donde él tomaba unas copas y charlaba animadamente con el esposo; a
bailar una vez al año, durante las fiestas patrias que organizaban las autoridades
en el Palacio de Gobierno y, de las escasas y esporádicas visitas que recibían,
entre familiares de ella o de él, llegaba cierta pareja de compadres: Ponciano
y Angelita.
Don Ponciano
era compañero de trabajo de él, pero radicado en la capital del país. Hombre de
frente amplia, por no decir casi calvo, anteojos dorados, costosos anillos,
bien vestido y perfumado. Angelita, cuyo diminutivo, a mi
parecer, no le hacía ninguna gracia, ya que se trataba de una mujerona, subida
en grandes tacones, de enormes pechos y demasiado pintada para mi gusto, amén
de joyas en ambas manos, orejas, cuello y aromatizada con una exageración que
mareaba.
Llegaba esta
pareja de visita por lo menos dos veces al año. Luego de la comida charlaban de
sobremesa y, entrada la tarde, después de algunas copas de fino coñac,
colocaban un disco de pasta en la consola y se ponían a bailar, cada quien con
su pareja, al ritmo de algún romántico bolero y con las voces inconfundibles
del trío Los Panchos:
“Tus besos se llegaron a recrear
aquí en mi boca…”
Yo no era
invitado a dichas reuniones y solo me atrevía a buscar el modo de espiar por
momentos: ahí estaban los dos, abrazados muy juntos, besándose en la boca
furtivamente, para no parecer melosos en presencia de los visitantes y sin
perder el movimiento de los pies con perfecta coordinación. Y al verlos así,
gozándose uno al otro, no sentía, como podría suponerse, ningún asomo de celos;
al contrario, gozaba junto con ellos; aunque, sí, me nacían enormes deseos de
poder, algún día, bailar con ella.
Pero
doña Angelita, viva como el demonio de
la concupiscencia, se las ingeniaba para
intercambiar parejas y, entonces, era yo testigo de cómo repegaba sus grandes
senos al pecho de su compadre, mirándolo con ojos de deseo, siguiendo el ritmo:
“…llenando de ilusión y de
pasión, mi vida loca…”
Sin embargo
él no se inmutaba. Era evidente que no le interesaba buscar ninguna aventura.
Ni con su comadre Angelita ni con ninguna otra mujer. El amor que sentía por su
esposa era a prueba de toda provocación.
Ella lo
sabía, por lo que, aún cuando se daba cuenta de los coqueteos descarados de la
mujer de Ponciano, no sentía preocupación alguna. Y yo me alegraba por ello,
pues no me hubiera gustado que sufriera de importunos celos. Tal vez muchos no
lo comprendan, pero cuando existe el amor verdadero, lo único que importa es la
felicidad del ser amado. Tal vez no compartan conmigo la forma de amar y
quieran solo para sí, como una pertenencia, a la mujer que tienen a su
lado.
III
A todo el
mundo le puedes contar que sí te quiero.
A las
reuniones que organizaban
hermanos y cuñados, familiares de
ella, sí era invitado. Y entonces podía demostrar ante todos los ojos cuánto la
quería, pues ninguno lo ignoraba; lo sabían y festejaban.
Durante
alguna de aquellas verdaderas fiestas llegué incluso a bailar con ella el Mambo número 8, tan de boga en aquel
entonces. En otra, durante la tradicional cena de año nuevo, la oí declamar
junto a sus hermanos El brindis del
bohemio.
También la
escuchaba cantar cuando con escoba en mano barría con entusiasmo su casa o
tallaba a pulso la ropa en el lavadero del patio o fregaba los trastes en la
pequeña cocina.
Y yo la veía
con admiración, con respeto. Con amor.
Algunas
mañanas salíamos los dos solos a la calle, de compras, al mercado. Y entonces
nos tomábamos de la mano y caminábamos como dos enamorados.
También solíamos
asistir a algún balneario, pues él era nadador experto y mejor clavadista, en
donde mostraba su físico en traje de baño, pareciéndose al “Hombre mejor
desarrollado del mundo”: Charles Atlas. Pero ella no se quedaba atrás. ¡No! Al
salir de los vestidores para damas llamaba la atención de todos, ataviada con
su recatado traje de baño de una sola pieza y con una diminuta faldita
integrada que cubría, púdicamente, la parte donde se unen ambas piernas, así
como disimulaba los redondos glúteos. Él la piropeaba comparándola con Esther
Williams, hermosa actriz norteamericana, famosa también como reina de la
natación acuática. Yo no estaba de acuerdo en tal símil porque, si bien era
cierto que nadaba con sensual cadencia, distaba mucho de ser una gran nadadora,
pues no se atrevía a ir más allá de media alberca, donde la profundidad
empezaba a hacerse mayor pero, sobre todo, porque a mí me parecía mucho más
linda que la estrella cinematográfica.
Entonces me
obligaba a abandonarla en la parte baja, desafiándome a realizar las mismas
proezas que él dominaba a la perfección, gozando al hacerme sentir un débil y
temeroso hombrecito en calzoncillo de baño en lo alto de la plataforma de cinco
metros, temblando por el frío que me causaba el solo pensar que debía lanzarme
con los brazos en posición de ángel suspendido y que solo lograba vencer al
verla a ella, expectante, con su divina sonrisa dirigida a mí. Allá voy, en
vertiginosa caída, chocando dolorosamente con el agua, tosiendo al salir por la
bocanada del líquido clorinado, pero airoso por haberme vencido a mí mismo,
buscando su gesto aprobatorio.
Luego de varios porrazos lo dejaba haciendo
piruetas en el aire, cayendo luego limpiamente, abriendo las aguas con
suavidad, una y otra vez, incansablemente. Yo me reunía con ella para chapalear
y jugar, zambulléndonos y brincando luego, tomados de las manos, riendo como
dos adolescentes.
IV
Te puedo yo
jurar ante un altar mi amor sincero
Una fría
madrugada fui violentamente despertado por el sonido desgarrador de una fuerte
y persistente tos. Hubiera querido correr en su ayuda pero no me pareció
prudente, su esposo estaba a su lado y seguramente sabría qué debería hacerse.
Sin embargo,
diez minutos después, él, con gesto de gran preocupación y urgiéndome, me dijo:
―Corre por
el médico. Tu mamá está vomitando sangre.
Saltando de
la cama me puse el pantalón, una camisa de manga corta que se encontraba a la
mano y, sin calcetines, metí los pies en los zapatos; sin amarrar las agujetas
salí corriendo a la calle aún obscura e intensamente fría.
Durante el
trayecto recordé que
ella se había quejado anteriormente, sin darle mucha
importancia, de un dolorcillo en la espalda.
Después de
la visita del médico vinieron medicinas, análisis, hospitales: el terrible
cáncer, en aquel tiempo invencible, seguramente había sentido envidia de la
felicidad de Meche, atacándola en los pulmones con saña, a una edad en que la
muerte se ve demasiado lejana, pues apenas en unos cuantos meses cumpliría
treinta y ocho años.
Cuando él
fue enterado del diagnóstico, después de una junta de médicos, regresó a casa.
Escuché lo que me parecían bramidos de algún animal; me asomé por la ventana
que daba a las escaleras pero no vi nada. Seguí atento y pronto me di cuenta de
que alguien, en el rellano, donde se hallaba la puerta del departamento del
portero, por años desocupado, se escondía y, desesperadamente trataba de
contener los sollozos desgarradores. Fue la única vez que vi al hombre fuerte, mi
padre, educado para no mostrar debilidad, llorar como un niño desvalido.
Muchos médicos,
medicinas. No había nada que hacer, solo esperar un milagro. Con un tratamiento
que solo servía para aminorar los accesos de tos y el dolor, volvió a su casa
para cuidar de su familia.
Por las tardes salíamos, ella y yo, y
caminábamos atravesando los portales de Toluca hasta llegar a la iglesia de la
Santa Veracruz. Lentamente y tomados del brazo como si no quisiéramos
separarnos: sin querer dejarla ir, sin querer dejarme desamparado, tal vez
quedarnos juntos o quizás volar ambos, pero juntos.
Llegábamos
ante el altar de la Virgen del Perpetuo Socorro, nos hincábamos, nos
santiguábamos y prendíamos una veladora cada día. Veíamos a la Virgen
directamente a los ojos, implorándole que intercediera ante su hijo por el
milagro que, para los médicos, era imposible de realizar.
Nos
tomábamos de la mano y apretábamos a intervalos con desesperación mientras
orábamos con toda la fe de que éramos capaces de sentir en aquellos momentos en
que, lo único que deseábamos, era la salud.
Mi amor por
ella era tan grande que busqué dentro de esa pequeña mente de solo once años lo
que representara el mayor sacrificio a cambio de su salud. Virgencita ―le dije―
si curas a mi mamacita te prometo que me ordenaré sacerdote. Renunciaré al
mundo. Te juro que la quiero muchísimo.
Volteábamos
a vernos tratando de ocultar alguna impertinente lágrima, como si hubiéramos
escuchado la voz de la Virgen que nos decía: “Vuelvan a casa en paz, mi hijo
bienamado concederá el alivio que han venido a buscar”. Sonreíamos y con un
apretón más fuerte de manos, seguros de haber logrado el milagro, nos retirábamos
de vuelta a casa.
V
Por eso es
que mi alma siempre extraña el dulce alivio
No me quedó
duda alguna de que para mi padre ella lo era todo. Su aparente fuerza de
carácter se desquebrajaba a menudo, aunque él tratara de ocultarlo,
principalmente para que yo no cayera en la desesperación y el dolor.
Hizo cuanto
pudo, sin escatimar esfuerzo ni dinero, haciendo a un lado su orgullo para
pedir ayuda a conocidos y desconocidos, hasta que logró internarla en el
Hospital Militar de la ciudad de México, donde se encontraban los mejores
especialistas.
Todo fue
inútil. Mi querida madre murió y mi vida cambió radicalmente. Y aunque sentía
la protección de mi padre y el amor, a su manera, nada ni nadie podría
sustituir su imagen, su ternura, su voz, sus manos, su amor. Y lloré, lloré
mucho, lloré solo.
Los últimos
días de su vida y durante sus funerales no asistí a la escuela. Al regresar, la
maestra me preguntó el motivo.
―Murió mi
mamá ―le dije, sin un asomo de lágrimas. No me creyó y citó a mi papá, quería decirle
cuán mentiroso era, puesto que no había llorado.
Qué podía
saber esta mujer, ni nadie, lo que estaba sucediendo dentro de mí. Las lágrimas
se habían acabado. Los lagrimales se habían secado.
Estoy seguro
de que ella, mi bien amada, mi madrecita linda, donde quiera que se encontrara,
estaba viéndome sufrir. Entonces su ternura se hizo presente, pues llegó el día
en que la sentí muy cerca de mí, arropándome, poniendo su mano abierta en mi
almohada para que yo posara mi cara en ella.
He llegado a
la edad madura y sigo sintiéndola muy cerca. Hablo con ella cual si fuera un
niño: “Mamita, ayúdame con esto o con lo otro. Gracias, mamita. Te amo”.
Creo que esa
fue la lección más grande, durante los pocos años que estuviste conmigo en este
mundo: aprendí a amar, puesto que amor fue lo que me diste generosamente. Y no
me cansaré de bendecir tanta dulzura.
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