Día de tianguis
Por Rosario Martínez
A veces su vida le parecía una pesadilla, aunque en
ocasiones también soñaba. Solo el aironazo soplando con fuerza le daba idea de
dónde se encontraba, en el lugar del aire, expuesta a la intemperie, al sol y
también a la tierra que hecha tolvanera
nacía desde el vientre seco de su madre y retozonamente volaba convertida en
polvo. Los perros ladraban para ahuyentarla.
Llevaba una carretilla
de fierro con una llanta ponchada, a medias estaba la única llanta sobre la que
descargaban su peso los fardos de cachivaches. Con algo de suerte podría vender
algunos para comer ese día. Estaba cansada de hacer una comida diaria y solo arroz,
a veces cocinaba un huevo según estuvieran las ventas.
Sus manos ajadas con
uñas largas un tanto mugrientas aferraban los mangos metálicos con fuerza. Era
necesario estar tempranito en su puesto para que no se lo fueran a ganar, ya la
habían echado sin miramientos de los mejores sitios del tianguis. Hasta en un
lugar como ese había clases, pensó indignada, ¡majaderos!, creerse superiores a
ella solo porque traían la mercancía del otro lado y no recorrían de casa en casa
por barrios de la ciudad pidiendo cosas usadas, las que ya no le sirvieran a la
gente. Cuando agotaba ese recurso solo quedaba hurgar entre bolsas y botes de
basura para ver qué encontraba; a veces eran latas de aluminio, figurillas de
barro o de plástico, alguna prenda de vestir por lo general en muy mal estado. El cartón escaseaba, era
patrimonio de los trabajadores de la recolección de basura. No le agradaba tener que hurgar pero a veces no tenía más
remedio, el colmo era cuando descubría algún libro entre los restos, tirar tesoros,
mancillarlos entre escombros de la euforia consumista. Rescataba los que
estaban medianamente limpios, ya tenía algunos. Los de texto asomaban su cara deteriorada
en los botes al final de la temporada
escolar, otros nunca los había visto. Esos eran sus favoritos, no los vendía porque la hacían viajar y vivir
lo que duraba su lectura fuera de esa vivienda decrépita, miserable y sucia, la
alejaban de la ciudad de viento seco y contaminado.
Era delgada por mucho
caminar y poco comer. Colocaba sobre su cabeza una gorra deportiva que no
lograba protegerla gran cosa del sol, vestía pantalones viejos de mezclilla y
una camiseta de manga larga, su rostro lucía opaco por el polvo natural y con
manchas que inútilmente intentaban cubrir su piel del sol. Procuraba recoger su
cabello con una trenza, evitaba con esto que se le enredara o le tapara la
visión cuando el viento soplaba que era a menudo, vivía en la ciudad del
viento. Una vez intentó vender
periódicos pero le ganaba el deseo de moverse, caminar de un lado a otro
y no estar anclada en un mismo sitio, además
el ruido de los automóviles y el humo terminaron por hacerla desistir,
aunado a lo malpagada que era esa actividad. Tenía que buscarse su propio
crucero porque la mayoría de los principales estaban ocupados, además una gran
variedad de tiendas de autoservicio y supermercados también venden al aire
libre.
Empezó entonces una
nueva actividad para poder subsistir. Como no había terminado la educación
primaria, no consiguió trabajo en los lugares a los que asistió con la
esperanza de un futuro mejor. Fue así
como empezó sus ventas en el tianguis que se ponía los sábados por la mañana en
una populosa colonia de la ciudad.
Ese día llevaba una
muñeca hermosa, la había rescatado de la basura unos días antes. La lavó con
esmero en la pila de agua de afuera de su casa hecha de cartón y lámina. Vivía
sola, además de no gustarle la compañía, era lo mejor, ¿para que pensar en un
hombre que a la postre terminaría abandonándola o ella manteniéndolo como
hacían varias de sus vecinas con el amor de su vida en turno?
Estaba orgullosa de
no ser una mendiga. Una cosa era recolectar objetos de desecho y otra bien
distinta pedir dinero a los demás, entonces es cuando reparan en ti, piensa, cuando
te miran con cara de disgusto, de desaprobación y a veces de falsa compasión, eso
no era para ella, ahí se las iba arreglando como podía, aunque la mayoría de
las veces podía mal y poco.
Esperaba
vender su preciosa muñeca, nunca faltaban niñas acompañando a sus padres cuando
estos iban de compras, la llevaba envuelta en un trozo de una toalla encontrado
en sus excursiones de madrugada por zonas clase medieras. Este término lo había
leído en uno de sus libros, tardó algún tiempo en descifrar exactamente el significado de esa palabra,
recordó con una leve sonrisa el gozo experimentado cuando pudo hacerlo.
Le confeccionó la
ropita que la engalanaba, cepilló su lustroso cabello rubio, ¡ah sí!, siempre
eran rubias las muñequitas, se hubiera asombrado de hallar una castaña, negó
con determinación la ternura que le produjo el baño y arreglo de su hija de
plástico.
Cuando
llegó al parque vio un ralo y amarillento zacate. Colocó su mercancía bajo la
sombra de un árbol, ella no disponía de carpa. Sobre una caja de zapatos
forrada con papel de terciopelo rojo colocó su mejor artículo: la muñequita,
sujetándola con algunos alfileres del ribete de su vestido para que no se
cayera o saliera volando. Ese día le hubiera gustado ponerse un vestido con
flores y que su hija de plástico se sintiera orgullosa de ella.
Poco a poco fueron
llegando los demás vendedores a colocar sus mercancías sobre las mesas, otros
en la banqueta; los más equipados colgaban de algunos tubos ropa variada a
precios ínfimos, todos bajo carpas
instaladas a la orilla de la calle.
Ella
esperaba en su lugar en la plaza bajo la cada vez más raquítica sombra del
árbol. Luego de algunas horas empezaba a creer que se iría en blanco sin lograr
ventas, pero una mujer se acercó a preguntarle por el precio de una alcancía de
barro con la forma de un cerdito, era blanca con las orejas rosadas y las
pezuñas negras. Recordó su labor de
restauración. Primero la había lavado bien dentro de una bandeja con agua
jabonosa, hasta sacarle la mugre con un viejo pincel adquirido en otro de
tantos puestos y con paciencia de artesana le había repintado el hociquito, las
orejas y las patas, también los ojos fueron maquillados. Después de un ligero
regateo logró venderlo por veinte pesos, le hubiera gustado quedarse con él y
poder llenar su barriga de monedas doradas y relucientes de diez pesos hasta ahorrar
lo suficiente como para comprar una casita, una casa de verdad no el agujero en
donde ahora vivía y del que estaba más consiente que antes gracias a sus
letrados amigos. Pero tenía para comer, ya podía reforzar su despensa con un
kilo de frijol; puestos más atrás un chavalo y su madre ofrecían en bolsas de
plástico el kilo por diez pesos, tal vez hasta le alcanzara para comprar pan,
pero en su mente imaginó la casita soñada volando con alas ligeras y
crueles llevándola cada vez más lejos de
ella.
También colocó un
cuadro donde se mostraban frutas acompañadas de un pedazo de queso y de vino,
le gustaba quedárselo pero hubiera sido patético colgarlo en la pared de lámina
de su vivienda presidiendo una mesa tan pobre y escasa de comida. Este lo había
recogido una madrugada fuera de una de las casas que visitaba. Me lo hallé en
la esquina de una calle que formaba una te con otra, por lo general desierta,
aún de día; daban a esta calle solo las partes laterales de las casas, tenían
una altísima barda con espirales de alambre de navaja en la parte superior,
como si no bastara con la altura para mantener alejados a los extraños. Le
gustaba esa ruta porque podía fácilmente dar la vuelta y deslizarse como una
sombra más en la madrugada desierta, sin nadie que la observara.
—¿Cuánto pides por la
muñeca? —Un hombre le
hizo la pregunta tuteándola con arrogancia, como si fueran conocidos de toda la
vida; de la mano llevaba a una pequeña que bien podría haber sido ella hacía
muchos años. Se le quedó mirando tal vez con demasiada intensidad o nostalgia,
porque la niña se escondió detrás del padre que volteó a verla con extrañeza. Sintió
una punzada de dolor y desolación en el pecho al pensar en quedarse sola sin la
presencia de su muñeca.
—Ciento cincuenta —contestó casi desafiante;
era una cantidad mayúscula en ese lugar,
aún para un objeto tan hermoso.
La niña tironeó la
mano del padre en un esfuerzo por reforzar su petición.
—¡Pues ni que fuera
nueva! —dijo el
hombre con un dejo de desdén e ironía; la niña seguía insistiendo con la esperanza
y el deseo en su carita, será una buena compañera de juegos de mi muñeca, pensó
la mujer, la pondrá en una habitación llena de luz del sol, limpia y perfumada,
además podrá tener ropa más linda de la que puedo darle yo.
—Te doy cien pesos. —El hombre le ofrecía una
cantidad en la que no hubiera soñado vender la muñeca, sin embargo dijo con
firmeza:
—Son ciento cincuenta
pesos, ese es el precio —su
actitud asombró al hombre.
—Bueno, ¡pues te
quedarás con ella! —contestó
el padre, molesto; la niña se notaba triste y decepcionada. Esta frase le
sonó comoun augurio mágico y poderoso. La
muñeca era suya, y sí, podía quedarse con ella, tenía algo propio y nadie
podría quitárselo.
Pasadas las tres de
la tarde solo quedaban en la calle aquellos que
habían vendido o muy poco o mucho,
aparte del cerdo de barro, y el cuadro, vendió también un mueble pequeño
de triplay que alguien nombró cava, lo dio en treinta pesos, todo un éxito.
Recogió sus
cachivaches y envolvió la muñeca en el pedazo
de toalla para después guardarla dentro de la caja forrada con el papel rojo,
con ella como decoración de su carretilla emprendió el regreso.
Su trayecto por la banqueta, que llamaba la
atención de los transeúntes y automovilistas, era lo menos duro. Cuando acababa
el pavimento y enfrentaba lo disparejo del terreno y las piedras, entonces
empezaba su dificultad. Tenía callos en las manos y a veces con el peso de los
objetos se le formaban ampollas, las vendaba para no lastimárselas pero hoy el peso de su
carretilla no le importaba demasiado, la caja roja con su valioso contenido
alegraba su camino.
Casi una hora después
llegó a su vivienda, no siempre tenía ánimo de arreglarla. Un sillón con
manchas de grasa y raído en el tapiz era la sala, la pequeña mesa de madera y
dos sillas de hule formaban el comedor, además de un mueble de lámina
despintado y ligeramente oxidado en la parte inferior donde guardaba su vajilla
compuesta por tres platos, dos vasos de plástico, cuatro tazas, (solo dos
conservaban las asas), cubiertos desechables, dos ollas y un cazo pequeño para
calentar el agua.
Bajo la cama guardaba la tina de aluminio que
le servía de baño. Compartía con otras vecinas el sanitario pero había
regadera. En una esquina de la habitación casi cuadrada estaba la cama, un
catre de fierro y el colchón, que tenía algunos resortes descubiertos, lo
cubría con trapos para evitar que alguno se le clavara en la espalda. En el techo como trofeo colgaba un foco de
luz blanquecina. Tenía luz eléctrica, era todo un lujo.
Sentía los pies y los
hombros adoloridos, era mejor descansar. Guardó su carretilla dentro de la casa
y cerró la puerta pasando la cadena entre los barrotes, puso el candado. Tomó
con delicada ternura su muñeca y se acostó a dormir, con ella entre los brazos
pronto su respiración era tranquila. La mujer estaba descansando, tal vez hasta
soñaba.
Hola, Rosario. Me gustó mucho tu texto, atrapa desde el principio. Te felicito.
ResponderEliminarGracias José Luis. Me alegra mucho que te haya gustado. ¡Saludos!
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