sábado, 18 de septiembre de 2021

Humberto Quezada Prado. Hoyos

 

Hoyos

 

 

Por Humberto Quezada Prado

 

 

Encima de mis pies descalzos, a lo que ya me he acostumbrado en consonancia con otras muchas necesidades permanentes muy humanas —para mi suerte, motivo de preocupación en los adultos‒, no muy convencido encamino mis pasos a la escuela del llano. Con despreocupación voy recordando y saboreando los sueños incubados en la madrugada, salto charcos minúsculos, de uno en dos, contando mentalmente la cantidad y atesorando el número, ya veré después para qué, cuando regrese pasado el mediodía.

En mis trayectos, que siempre son los mismos, he visto hoyos de todo tipo y algunos son culpables de raspones en los dedos de los pies, en veces hasta sangrar. Los hay grandes, anchos o alargados, imposibles de saltar por el riesgo de azotar de espalda en el puro medio; hay otros, medianos, en cuyo fondo se ven yerbitas, muy pequeñas, y acaso algo de agua si el astro rey lo permite enviando sus rayos a otras partes; y existen los más pequeños, diminutos hoyos que fácilmente caben debajo de la planta del pie.

Esa mañana adopté uno, un hoyo virgen que encontré acechando mi camino a la escuela y que me hizo tropezar casi hasta caer de bruces. Lo descubrí como en siglos anteriores se descubrieron islas vírgenes en medio de un océano inimaginable: de repente. Qué bueno, porque lo vi. Primero lo maldije con malarrazones aprendidas en el convivir de todos los días en el barrio de Los Moros, pero después lo miré con otros ojos, los de la conmiseración por ser hoyo, porque un hoyo es ausencia de tierra, o de piedras, o de lo que sea. Qué triste. Porque es triste no tener nada.

Y decidí cuidarlo, al menos hasta que alguien mayor lo divisara y arrimara tierra con la suela de su zapato hasta cubrirlo por completo, o hasta que una pezuña de burro lo profanara deformando su figura y asfixiando su posibilidad de seguir pegado al cerco. Sigo mi camino en lo que decapito la punta del zacate que se me atraviesa y persigo al chapulín que al verse descubierto pega dos brincos y se me pierde entre las hierbas.

Antes de llegar a la puerta del recinto de la sabiduría así dicen los maestros del sitio en el que se encierran varias horas torturando con dictados y mecanizaciones a tres decenas de chamacos muchas preguntas anidan en mi cabeza: ¿Quién hizo el hoyo? ¿Será tan antiguo para considerarlo en las reliquias del pueblo? ¿Tiene alguna utilidad un hoyo si está vacío? ¿Se puede dibujar un hoyo aun estando hueco? ¿Un hoyo está relacionado con la vida? ¿Los agujeros en la existencia de uno se parecen a los hoyos como el que he decidido cuidar? ¿En la noche son el refugio de bichos pequeños? ¿Su destino es guardar agua de lluvia, antes que la tierra en derredor suyo?

Tomo las clases, pero no estoy en clases. Pienso en el hoyo, el hoyo que posiblemente también me espera. Y pienso en los peligros que le acechan. Agosto es rico en vida, y de entre las plantas puede salir algún bicho que haga de la curvatura del hoyo su cama y estancia. Pero el hoyo es mío y tengo que reclamar al intruso la invasión. Apuro las multiplicaciones con la esperanza fallida de que el profesor me premie y me deje salir antes pero no ocurre, es insensible a mi preocupación.

Mi cabeza no está sobre el cuaderno, no está en los libros. Se localiza en esa parte de callejón donde encontré al desvalido hoyo. Ni siquiera la media hora de recreo ha tenido sabor alguno. Imagino la rueda pesada de una camioneta mancillando su forma de hoyo. Y más aún: imagino que frena de repente y hasta lo desbarata. ¡Horror! Eso es inconcebible, eso me roba la calma necesaria para terminar las tareas y no queden pendientes para mañana.

El tiempo avanza lento, arrastrando los minutos hasta que es hora de salir. Yo voy pensando en el hoyo que descubrí y adopté en la mañana. Esta vez procuro atrasarme de los demás, despistando a todos, porque me interesa encontrarlo. No recuerdo exactamente el sitio, cuento los postes y hasta los pasos, pero no lo encuentro. Solo veo rodadas de vehículos de varios tamaños, desde camionetas hasta trocas enormes. Y hasta huellas de la llanta de una carretilla. Cada vez me convenzo más que el hoyo ha desparecido. Ni modo.

Llego a casa frustrado, con mala cara. El hoyo se fue, quién sabe dónde quedó. Por la tarde cargo dos cubetas del doce para el acarreo de agua del pozo en dos viajes. No dejo de pensar en el hoyo. En el segundo viaje de nuevo tropiezo y casi me baño con el agua de las cubetas. Mi molestia se vuelve alegría porque ¡es otro hoyo, otra vez un hoyo tiene la culpa de mi casi accidente! Y juego con la nueva posibilidad de cuidarlo como propio.

Se encuentra cerca del río, a la orilla de unas piedras deslavadas con el agua de tantos años. Dejo las cubetas y lo rodeo con piedritas, porque voy a tomarlo en posesión. Llevo el agua a casa y antes de salir a buscar el hoyo me detiene un grito incómodo e imprudente: hay que alimentar a las gallinas y al cochino en el corral, vaya contrariedad porque ya oscurece.

Cuando termino mi tarea el sol ya se ha ido, ese sol de tiempo de aguas que no parece tan descolorido como el de octubre. De todos modos salgo y reviso el corralito de piedras que protegerá al hoyo, eso creo, al menos hasta la mañana siguiente. Y me voy a acostar, que no a dormir: pienso en el nuevo hoyo, que el otro parece ya perdido para siempre.

Busco pretextos en la siguiente mañana para revisar el hoyo. Las piedritas siguen ahí, rodeando, protegiendo la obertura y me voy tranquilo a la escuela pensando que ningún bicho podrá meterse mientras tenga ese cerco. Esos hoyos me van quitando el sueño, me van restando la tranquilidad para otras cosas. Ni hablar. ¡Sorpresa! Al pasar por el callejón vuelvo a ver al hoyo de ayer, intacto, sin rastros que mancillen su figura. Contento fijo algunas señas para cuando regrese, para que no se me pierda tan fácil, para que su presencia sea algo que siga afectando positivamente mis emociones. Y al regreso lo vuelvo a ver, y al día siguiente también y todo el mes. ¡Qué alivio! Nadie lo ha tocado, a diferencia del otro, que agonizó poco a poco destruido por una pequeña crecida del río, desapareciendo para siempre. Entonces pienso que es también asunto de lealtad: hoyo que no permanece, que no se defiende ante los embates de la naturaleza, es hoyo que no es fiel. A lo mejor así es la cosa.

 






Humberto Quezada Prado es profesor de educación primaria por la Escuela Normal Rural José Guadalupe Aguilera, licenciado en psicopedagogía por la Escuela Normal Superior José E. Medrano”, pasante de maestría en desarrollo educativo por el Centro Chihuahuense de Estudios de Posgrado. Ha publicado los libros Nueve leyendas de Chihuahua, en coautoría, Cuentos de nonoavaNonoava, historia desde lejos: la fundaciónInterpelación a mi maestroCuentos de Francisco MachiwiNonoava, profesión de fe musical y Los Villalobos son leyenda. Su obra aparece también en varias antologías.

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