Hoyos
Por Humberto
Quezada Prado
Encima de mis pies descalzos, a lo que ya me he
acostumbrado en consonancia con otras muchas necesidades permanentes ‒muy
humanas —para mi suerte, motivo de preocupación en los adultos‒, no muy
convencido encamino mis pasos a la escuela del llano. Con despreocupación voy
recordando y saboreando los sueños incubados en la madrugada, salto charcos
minúsculos, de uno en dos, contando mentalmente la cantidad y atesorando el
número, ya veré después para qué, cuando regrese pasado el mediodía.
En mis trayectos, que siempre son los
mismos, he visto hoyos de todo tipo y algunos son culpables de raspones en los
dedos de los pies, en veces hasta sangrar. Los hay grandes, anchos o alargados,
imposibles de saltar por el riesgo de azotar de espalda en el puro medio; hay
otros, medianos, en cuyo fondo se ven yerbitas, muy pequeñas, y acaso algo de
agua si el astro rey lo permite enviando sus rayos a otras partes; y existen
los más pequeños, diminutos hoyos que fácilmente caben debajo de la planta del
pie.
Esa mañana adopté uno, un hoyo virgen
que encontré acechando mi camino a la escuela y que me hizo tropezar casi hasta
caer de bruces. Lo descubrí como en siglos anteriores se descubrieron islas
vírgenes en medio de un océano inimaginable: de repente. Qué bueno, porque lo
vi. Primero lo maldije con malarrazones aprendidas en el convivir de todos los
días en el barrio de Los Moros, pero después lo miré con otros ojos, los de la
conmiseración por ser hoyo, porque un hoyo es ausencia de tierra, o de piedras,
o de lo que sea. Qué triste. Porque es triste no tener nada.
Y decidí cuidarlo, al menos hasta que
alguien mayor lo divisara y arrimara tierra con la suela de su zapato hasta
cubrirlo por completo, o hasta que una pezuña de burro lo profanara deformando
su figura y asfixiando su posibilidad de seguir pegado al cerco. Sigo mi camino
en lo que decapito la punta del zacate que se me atraviesa y persigo al
chapulín que al verse descubierto pega dos brincos y se me pierde entre las
hierbas.
Antes de llegar a la puerta del recinto
de la sabiduría ‒así dicen los maestros del sitio en el que se
encierran varias horas torturando con dictados y mecanizaciones a tres decenas
de chamacos‒ muchas preguntas anidan en mi cabeza: ¿Quién hizo
el hoyo? ¿Será tan antiguo para considerarlo en las reliquias del pueblo?
¿Tiene alguna utilidad un hoyo si está vacío? ¿Se puede dibujar un hoyo aun
estando hueco? ¿Un hoyo está relacionado con la vida? ¿Los agujeros en la
existencia de uno se parecen a los hoyos como el que he decidido cuidar? ¿En la
noche son el refugio de bichos pequeños? ¿Su destino es guardar agua de lluvia,
antes que la tierra en derredor suyo?
Tomo las clases, pero no estoy en
clases. Pienso en el hoyo, el hoyo que posiblemente también me espera. Y pienso
en los peligros que le acechan. Agosto es rico en vida, y de entre las plantas
puede salir algún bicho que haga de la curvatura del hoyo su cama y estancia.
Pero el hoyo es mío y tengo que reclamar al intruso la invasión. Apuro las
multiplicaciones con la esperanza fallida de que el profesor me premie y me
deje salir antes pero no ocurre, es insensible a mi preocupación.
Mi cabeza no está sobre el cuaderno, no
está en los libros. Se localiza en esa parte de callejón donde encontré al
desvalido hoyo. Ni siquiera la media hora de recreo ha tenido sabor alguno.
Imagino la rueda pesada de una camioneta mancillando su forma de hoyo. Y más
aún: imagino que frena de repente y hasta lo desbarata. ¡Horror! Eso es
inconcebible, eso me roba la calma necesaria para terminar las tareas y no
queden pendientes para mañana.
El tiempo avanza lento, arrastrando los
minutos hasta que es hora de salir. Yo voy pensando en el hoyo que descubrí y
adopté en la mañana. Esta vez procuro atrasarme de los demás, despistando a
todos, porque me interesa encontrarlo. No recuerdo exactamente el sitio, cuento
los postes y hasta los pasos, pero no lo encuentro. Solo veo rodadas de
vehículos de varios tamaños, desde camionetas hasta trocas enormes. Y hasta
huellas de la llanta de una carretilla. Cada vez me convenzo más que el hoyo ha
desparecido. Ni modo.
Llego a casa frustrado, con mala cara.
El hoyo se fue, quién sabe dónde quedó. Por la tarde cargo dos cubetas del doce
para el acarreo de agua del pozo en dos viajes. No dejo de pensar en el hoyo.
En el segundo viaje de nuevo tropiezo y casi me baño con el agua de las
cubetas. Mi molestia se vuelve alegría porque ¡es otro hoyo, otra vez un hoyo
tiene la culpa de mi casi accidente! Y juego con la nueva posibilidad de cuidarlo
como propio.
Se encuentra cerca del río, a la orilla
de unas piedras deslavadas con el agua de tantos años. Dejo las cubetas y lo
rodeo con piedritas, porque voy a tomarlo en posesión. Llevo el agua a casa y
antes de salir a buscar el hoyo me detiene un grito incómodo e imprudente: hay
que alimentar a las gallinas y al cochino en el corral, vaya contrariedad
porque ya oscurece.
Cuando termino mi tarea el sol ya se ha
ido, ese sol de tiempo de aguas que no parece tan descolorido como el de
octubre. De todos modos salgo y reviso el corralito de piedras que protegerá al
hoyo, eso creo, al menos hasta la mañana siguiente. Y me voy a acostar, que no
a dormir: pienso en el nuevo hoyo, que el otro parece ya perdido para siempre.
Busco pretextos en la siguiente mañana
para revisar el hoyo. Las piedritas siguen ahí, rodeando, protegiendo la
obertura y me voy tranquilo a la escuela pensando que ningún bicho podrá
meterse mientras tenga ese cerco. Esos hoyos me van quitando el sueño, me van
restando la tranquilidad para otras cosas. Ni hablar. ¡Sorpresa! Al pasar por
el callejón vuelvo a ver al hoyo de ayer, intacto, sin rastros que mancillen su
figura. Contento fijo algunas señas para cuando regrese, para que no se me
pierda tan fácil, para que su presencia sea algo que siga afectando
positivamente mis emociones. Y al regreso lo vuelvo a ver, y al día siguiente
también y todo el mes. ¡Qué alivio! Nadie lo ha tocado, a diferencia del otro,
que agonizó poco a poco destruido por una pequeña crecida del río, desapareciendo
para siempre. Entonces pienso que es también asunto de lealtad: hoyo que no
permanece, que no se defiende ante los embates de la naturaleza, es hoyo que no
es fiel. A lo mejor así es la cosa.
Humberto Quezada Prado es profesor de educación primaria por la Escuela Normal Rural José Guadalupe Aguilera, licenciado en psicopedagogía por la Escuela Normal Superior José E. Medrano”, pasante de maestría en desarrollo educativo por el Centro Chihuahuense de Estudios de Posgrado. Ha publicado los libros Nueve leyendas de Chihuahua, en coautoría, Cuentos de nonoava, Nonoava, historia desde lejos: la fundación, Interpelación a mi maestro, Cuentos de Francisco Machiwi, Nonoava, profesión de fe musical y Los Villalobos son leyenda. Su obra aparece también en varias antologías.
No hay comentarios:
Publicar un comentario