lunes, 20 de septiembre de 2021

Lilvia Soto. Chanates y buganvilias

 

Chanates y buganvilias

 

 

Por Lilvia Soto

 

Al abrir mi puerta

veo los chanates

que nadan en la brillante franja de luz

que corre frente a mi casa.


Cuando comprendo que son sombras

de los que vuelan sobre mi techo,

en la transparencia del aire veo

el negro azabache de su plumaje

con su iridiscencia azul violeta

y escucho su ronca y desafinada voz

decir que, milagroso,

ha llegado otro día,

que todavía late

vida en el pueblo.


Junto a mi puerta florece

el rosa violeta de la buganvilia

y el aire fresco de la mañana no arrastra

el iridiscente olor de la sangre que se derrama

en las noches negro azabache.


No hay nubes grises que oculten

la luz del nuevo día

y los chanates carraspean

que puedo guardar

mis preocupaciones de anoche,

que tal vez no lleguen hoy

noticias de nuevas muertes,

de padres que lloran a sus hijos ajusticiados

por los soldados del narcotráfico

o los del gobierno que, casi niños,

cometen también nefastos errores.


Tal vez esta tarde no tañan

las roncas campanas de San Antonio,

quizá el señor cura no tenga que consolar hoy

a la madre de un joven de quince años,

como hizo hace tres días.


Su tumba fresca aguarda una cruz nueva

y el carpintero jura que no volverá

a defraudar a jóvenes padres,

que está ya listo con nueva madera,

con pintura blanca y finos pinceles

para escribir con letra negra

el nombre y la fecha.


Las beatas saben que aunque ha pasado

el Día de Difuntos

no habrá este año descanso para sus viejas manos

y todas las tardes se juntan

con tijeras y pegadura

para confeccionar coronas, cruces, guirnaldas,

de rosas blancas, moradas y rojas

para las nuevas tumbas.


Al sepulturero,

hombre ya viejo,

le duele la espalda,

algunos días son siete las tumbas.

Sus manos sangran de tanta tierra,

y de las ampollas de la pala y del azadón.


 

Esto va para largo, dice,

y yo solo no puedo,

con más de tres no puedo.

Pide que le contraten

un ayudante,

un hombre maduro

sin grandes ambiciones,

alguien que no se aloque

con el poder del revólver,

con el oropel de la droga,

alguien que le dure,

pues esto va para largo.


Un padre de hijas prefiere,

hasta un joven abuelo,

asegura que no quiere

un hombre que tenga un hijo,

no quiere tener que ayudar a cavar

el sepulcro de un hijo.



En el ocaso,

la iridiscencia de los chanates

adquiere reflejos cobrizos,

como de brasas, como rescoldo,

como cenizas.


Como drogados,

dan vueltas sobre el panteón, 

como si tropezaran,

como si les faltara el aire,

como cortejo fúnebre

que no quiere fijar la mirada

en el hoyo doble

que escarba el sepulturero.







Lilvia Soto nació en Nuevo Casas Grandes, emigró a Estados Unidos a los 15 años, reside en Philadelphia, Pennsylvania. Tiene un doctorado en lengua y literatura hispánica de Stonybrook University en Long Island, Nueva York. Ha enseñado literatura y creación literaria en Harvard y en otras universidades norteamericanas. Fue cofundadora y directora de La Casa Latina: The University of Pennsylvania Center for Hispanic Excellence. Fue directora residente de un programa de estudios en el extranjero de las universidades Cornell, Michigan y Pennsylvania en Sevilla, España.

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