los martes
Ajusco blues
fragmento
III
Por Arturo Aldama López
Finalmente, alguien se asomó por uno de los balcones de la casa de
huéspedes: era una figura alargada con bata de dormir la que gritó
preguntándole a Andy a quién buscaba. Después de identificarlo, Dora, la hija
de una famosa cantante de ópera venida a menos, se puso sus chanclas y un
rebozo, bajó las escaleras y abrió la puerta de la vieja casona.
―¡Qué horas son estas para tocar la puerta, oiga! ―dijo entre serio y broma.
―Pero solo son las ocho de
la noche, señorita Dora ―dijo Andrés, siguiéndole
la corriente a Dora―. ¿Cómo está Anita?
―Pásele, pásele, ya sé
quién es usted. ¿Esos discos que trae ahí son de ópera? ―preguntó Dora, analizando de pies
a cabeza a Andy. ―¿Sabe?, mi mamá cantaba
ópera en Nueva York. Uh, era rete buena.
―Bueno, algo me había
dicho Arturo, qué fabuloso debió haber sido cantar en Nueva York. Estos discos
no son de ópera, pero qué interesante lo que me cuenta de su mamá. No conozco
mucho de ópera, es otro mundo, un universo aparte, pero cómo me hubiera gustado
escuchar cantar a su mamá.
―Ya casi no canta, está
vieja, pero si algún día se viene más temprano, le digo que le cante un aria de
Madame Butterfly, ¡Era su ópera favorita!
―Bueno, ya sabe cómo
llegar al cuarto de Arturo, ¿verdad?, lo dejo, tengo que ver la telenovela de
la noche, ¿no la ha visto?, está muy buena.
Dora se despidió y caminó hacia su cuarto, Andy subió por la escalera que
conducía hacia la azotea.
Ella se detuvo a observar el living room de la vieja casona que, además, se
parecía a un escenario de teatro; un gran candelabro colgaba del techo del
centro de la sala, había muebles viejos y parecía una escenografía de ópera, Cerró
los ojos y respiró profundamente.
De repente doña Ana Colmenares, su mamá, apareció en el escenario de ese
teatro de ópera, las luces se apagaron y una sola luz iluminó el cuerpo de doña
Ana, inmediatamente inició el canto del aria “un bel di”, de Madame Butterfly,
de Pucini.
“Un bel di vedremo, levarsi un fil di fumo sul extremo”
La voz de Ana Colmenares retumbó en el teatro, la gente aplaudió, “man non
tanto”; solo algunos bravos, muchas toces grotescas. Alguien comentó en voz
baja que Ana ya no tenía la misma voz, que estaba vieja. Esta vez ya no hubo
lluvia de claveles, solo lágrimas en las mejillas de la Colmenares que pronto
limpió, cuando tuvo la menor oportunidad. Agradeció a quien todavía le
aplaudía, y miró hacia el cielo, desafiante, orgullosa, nadie tenía que saber
lo que sentía su corazón en ese momento.
Las luces se apagaron y los gritos del público se los fue tragando la
oscuridad del teatro de la ópera de Nueva York. Dora entró corriendo al
camerino, abrazó a su madre, las dos lloraron. Ana Colmenares miró de nuevo
hacia el cielo, y secó sus lágrimas.
―Dora, es hora de regresar
a México, ya estoy vieja, mi voz ya no es la misma, debo de partir antes de que
me abucheen en el teatro.
Dora y su madre se abrazaron y tiempo después llegaron a vivir a la casa de
huéspedes de la calle de Río Niágara.
Dora abrió los ojos y secó sus lágrimas, se apresuró a llegar a su cuarto
para ver la telenovela de la noche, desapareció como un fantasma, flotando por
los pasillos de la vieja casa de huéspedes.
Un fuerte portazo que se escuchó hasta el Ajusco, rompió el silencio de la
sala de la vieja casona colonial de Río Niagara.
Gastón Arturo Aldama López cursó estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es egresado de una infinidad de conciertos de las salas del Palacio de Bellas, la sala Netzahualcoyotl, y gran amigo de notables compositores y melómanos. Actualmente vive con Mariane y sus dos hijos, surca los aires con orgullo y gusto como sobrecargo en American Airlines.
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