los martes
El manto iluminado de la ciudad
Por Andrés Espinosa Becerra
Llegar al Ajusco no es fácil, se transita un buen rato en auto, se cruzan
unos pequeños pueblitos a cada rato, el manto iluminado de la ciudad va
quedando abajo, lejos; Gastón manejaba tranquilo, platicábamos en breves
momentos, dominaba el espacio, los pinos, la carretera sinuosa, y sobre todo el
cielo estrellado.
Encontramos una cresta especial, despejada, tranquila, con vista a la lejanía
y al cielo.
Gastón inicio el rito de la forja de unos churritos, mientras seguíamos
platicando anécdotas del concierto en Bellas Artes, nos reíamos del Redentor y
el semejo de director de cine, eternamente seguido por una pálida compañera y
otros dos monigotitos con bolsos al hombro y melenas largas, gran material para
la ironía y nuestra mala leche.
Entonces fumamos, tranquilos, a solas, las estrellas se vinieron encima, la
oscuridad era presente pero la blancura magnífica de las estrellas causaba una visión
plástica, imaginé el cielo como una tapadera de panera cuya cúpula estaba llena
de estrellas y nos envolvía solamente a nosotros.
Entonces ocurrió, me llego la hilaridad, comencé a reírme, después las
carcajadas de todo lo que veía y lo que decía Gastón, mejor me puse a
sintonizar el radio buscando música, pero se escuchaban nada más chirridos,
estábamos hasta arriba, en verdad.
Iniciamos el descenso, abajo encontramos a unos policías, no hubo problema,
entramos de nuevo a la luz amarilla de la ciudad.
En una esquina volteamos hacia atrás y apenas vislumbramos al Ajusco en la
oscuridad.
*
Me reuní con Gastón en la Facultad de Filosofía y Letras, lo saqué de su
salón de clase, se veía aburridísimo. Me dijo, acompáñame, vamos al baño; creyendo
que iba a orinar de urgencia lo acompañé, dentro del baño extrajo de sus ropas
un pequeño botecito y me dijo, mira esto me lo regaló la Bicha, te lo regalo
llévatela, esta hierba la puso a macerar en whisky, chíngatela; oye, pero cómo
me llevo esta madre, pues métela entre tus libros, me dijo.
Me bajé los pantalones y coloqué el botecillo atrás de mis testículos, tomé
el camión hacia el metro Taxqueña, bajé hasta mi estación y de ahí a casa.
Ese atardecer en el cuartillo donde vivía elaboré la estrategia, prendí una
pajita de incienso, en la vieja grabadora coloqué un cassette de George
Harrison, forjé el charro y me acosté en el sofá a fumar; George como siempre
George, místico, en eso vi en el techo unas imágenes, dije, lo sé, vengan,
veamos la escena, aparecieron unos pequeños dinosaurios verdes divertidos,
¡chale!, me dije.
Quedé dormido, se había extinguido la pajita de incienso.
Más tarde bajé a la calzada de Tlalpan a caminar, encontré una fondita en
la que devoré un caldo de pollo para el refine.
Salí a seguir caminando en la calzada, vi las luces de los autos que iban
hacia el centro de la ciudad, y en ellas despedí mi último toque de mota.
Andrés Espinosa Becerra, Córdoba, Veracruz 1958, hizo estudios de literatura hispanoamericana. Tiene tres libros de poesía publicados: Quinteto para un pretérito (1996), en coautoría con otros autores; Los días que no duermen (2004) y Una casa con silencio y patio (2019). En 1996 gana el premio Cuauhtémoc de poesía con Domingo Siboney. Tiene algunos proyectos en espera de aparecer, como El ramalazo de los recuerdos y El árbol de los ciruelos.
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