martes, 15 de marzo de 2022

La noche de Bernard. Andrés Espinosa Becerra

 

Foto Andrés Espinosa Becerra

los martes

La noche de Bernard

 

 

Por Andrés Espinosa Becerra

 

 

El circuito universitario no es muy largo, de manera que me trasladé hasta el Teatro situado frente a la Facultad de Arquitectura. Gastón participaba en uno de los grupos del Taller Coreográfico de la UNAM, y ahí se encontraba ensayando. Los brazos de Gastón son muy largos y él es alto, de manera que no se esforzaba por representar imágenes sinuosas con movimientos rítmicos. Tenía la esperanza de ver las nalguitas magníficas que acostumbran llegar a ese lugar, pero los movimientos de los danzantes y la música de piano me mantuvo ocupado en la butaca.

Al salir, fuimos a la terminal de los camiones dentro del circuito universitario donde vendían riquísimas tortas y demás viandas. Partimos de ahí hacia Insurgentes, rumbo al centro.

Esa noche era especial. Se presentaba en el Palacio de Bellas Artes Bernard Haitink.

Caminamos toda la avenida Juárez, llegamos a tiempo. Al frente del Palacio ya estaban los auténticos escuchas, nobles viejos que al vernos llegar nos regalaban boletos de entrada. Gastón incluso tenía un par de amigos que se encargaban en la puerta de recibir boletos. Nos decían que dobláramos unos papelitos para ellos ingresarlos a sus buzones y así pudiéramos entrar a los conciertos.

Elegante, brillante, muy firme, Haitink inicia el concierto. Inicia esa magia. Todo entonces se convierte en seguir los movimientos de su batuta como si estuviéramos encantados. El silencio cerraba los párpados, solamente escuchábamos a la orquesta con su perfecta disciplina.

En el intermedio del concierto fuimos a buscar vino que traficábamos con los meseros que eran nuestros conocidos y solo les pasábamos una estudiantil propina. Personas generosas, solidarias y entendidas.

Llegó el momento de la sinfonía. Era el encantamiento total. Haitink sudoroso, lucía ruborizado. Necesitaba en ese momento el frío nórdico.

Final del concierto.

El arrebato de melómanos y villamelones, estruendo. Aplausos.

En el Palacio de Bellas Artes nuestros asientos favoritos estaban en primer piso, en la última fila. También en gallopa, los mejores. Nos acercamos al estrado, Haitink recibía ramos de flores ridículos. Claro que también queríamos ver a las mujeres que se los entregaban. ¡Ah, oportuna perspectiva para ver sus notables figuras!

En esos momentos Haitink camina hacia los vestíbulos. Algo calló sobre el piso del estrado y de ahí hasta nuestros pies. Gastón recogió lo caído.

Era una batuta. La batuta de Haitink. Hermosa. No tan larga como suelen ser las batutas alemanas.

No volvió a salir, esa noche no hubo encord. Entendible. No era necesario.

Buscamos los camerinos, conocíamos la manera de entrar y los vigilantes eran ya nuestros cuates.

Como todo gran artista, Haitink pidió que nos permitieran la entrada a su camerino, nos ofreció asiento.

Gastón, con su inglés, le dijo que queríamos agradecer por el concierto de esa noche. Además usted no se dio cuenta que se le cayó su batuta, maestro. Haitink sorprendido sonrió como un infante. ¡No lo puedo creer, nunca me había pasado esto! Sin embargo, Gastón sabía que existía un concierto grabado, en el que Haitink prácticamente tira la batuta.

Tomó la batuta en sus manos sonriendo y le dio un beso.

Extendió sus brazos y se la entregó a Gastón.

Dijo:

Toma, es para ustedes.

 

Nos quedamos un buen rato en los pasillos de los camerinos tomando vino, sopesando ese evento. Platicamos con los meseros de cosas diversas ajenas a la música. Nos regalaron otras copas de vino. Casi siempre una de esas copas, ya vacía, terminaba en mi bolsa de libros, con la complacencia de ellos. Reuníamos el material de apoyo para los conciertos que organizábamos en el departamento de Gastón.

 

Salimos al frontispicio del Palacio y ahí brilló el smoking de Haitink, su estatura y su visible cráneo rosado.

Le estaba dando un beso a su esposa, una auténtica walkiria. Mientras se lo daba, con su mano derecha, como si dirigiera una sinfonía, acariciaba una de sus nalgas, la más próxima; estaban los dos abrazados de costado, esperaban su transporte que llegó rápido.

 

Inmóviles estábamos en la puerta de entrada contemplando la escena, las demás personas se nos quedaron viendo como diciendo: jóvenes calientes. Nada lejos de la realidad, pero esto era otro tipo de ceremonia. Eso era una ceremonia, ver al gran director de orquesta acariciar las nalgas de su esposa es una auténtica ceremonia sajona que merecía contemplación.

Solamente los viejos melómanos estaban tras nosotros y nos sonrieron en actitud comprensiva y solidaria.

La batuta de Bernard, a la fecha, se encuentra en un librero íntimo de Gastón. Ilumina sus días, los míos, nos dicta la manera de escuchar música sinfónica.

 






Andrés Espinosa Becerra, Córdoba, Veracruz. Sus libros son: Quinteto para un pretérito, en coautoría con otros autores, Los días que no duermen, Una casa con silencio y patio, El silencio del gato. Actualmente textos suyos aparecen en la revista electrónica Estilo Mápula.

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