los martes
La noche de
Bernard
Por Andrés Espinosa Becerra
El circuito
universitario no es muy largo, de manera que me trasladé hasta el Teatro
situado frente a la Facultad de Arquitectura. Gastón participaba en uno de los
grupos del Taller Coreográfico de la UNAM, y ahí se encontraba ensayando. Los
brazos de Gastón son muy largos y él es alto, de manera que no se esforzaba por
representar imágenes sinuosas con movimientos rítmicos. Tenía la esperanza de
ver las nalguitas magníficas que acostumbran llegar a ese lugar, pero los
movimientos de los danzantes y la música de piano me mantuvo ocupado en la
butaca.
Al salir, fuimos
a la terminal de los camiones dentro del circuito universitario donde vendían
riquísimas tortas y demás viandas. Partimos de ahí hacia Insurgentes, rumbo al
centro.
Esa noche era
especial. Se presentaba en el Palacio de Bellas Artes Bernard Haitink.
Caminamos toda la
avenida Juárez, llegamos a tiempo. Al frente del Palacio ya estaban los
auténticos escuchas, nobles viejos que al vernos llegar nos regalaban boletos
de entrada. Gastón incluso tenía un par de amigos que se encargaban en la
puerta de recibir boletos. Nos decían que dobláramos unos papelitos para ellos
ingresarlos a sus buzones y así pudiéramos entrar a los conciertos.
Elegante, brillante,
muy firme, Haitink inicia el concierto. Inicia esa magia. Todo entonces se
convierte en seguir los movimientos de su batuta como si estuviéramos
encantados. El silencio cerraba los párpados, solamente escuchábamos a la
orquesta con su perfecta disciplina.
En el intermedio
del concierto fuimos a buscar vino que traficábamos con los meseros que eran
nuestros conocidos y solo les pasábamos una estudiantil propina. Personas
generosas, solidarias y entendidas.
Llegó el momento
de la sinfonía. Era el encantamiento total. Haitink sudoroso, lucía ruborizado.
Necesitaba en ese momento el frío nórdico.
Final del
concierto.
El arrebato de
melómanos y villamelones, estruendo. Aplausos.
En el Palacio de
Bellas Artes nuestros asientos favoritos estaban en primer piso, en la última
fila. También en gallopa, los mejores. Nos acercamos al estrado, Haitink
recibía ramos de flores ridículos. Claro que también queríamos ver a las
mujeres que se los entregaban. ¡Ah, oportuna perspectiva para ver sus notables
figuras!
En esos momentos
Haitink camina hacia los vestíbulos. Algo calló sobre el piso del estrado y de
ahí hasta nuestros pies. Gastón recogió lo caído.
Era una batuta.
La batuta de Haitink. Hermosa. No tan larga como suelen ser las batutas
alemanas.
No volvió a
salir, esa noche no hubo encord. Entendible. No era necesario.
Buscamos los
camerinos, conocíamos la manera de entrar y los vigilantes eran ya nuestros
cuates.
Como todo gran
artista, Haitink pidió que nos permitieran la entrada a su camerino, nos
ofreció asiento.
Gastón, con su
inglés, le dijo que queríamos agradecer por el concierto de esa noche. Además usted
no se dio cuenta que se le cayó su batuta, maestro. Haitink sorprendido sonrió
como un infante. ¡No lo puedo creer, nunca me había pasado esto! Sin embargo,
Gastón sabía que existía un concierto grabado, en el que Haitink prácticamente
tira la batuta.
Tomó la batuta en
sus manos sonriendo y le dio un beso.
Extendió sus
brazos y se la entregó a Gastón.
Dijo:
―Toma, es para ustedes.
Nos quedamos un
buen rato en los pasillos de los camerinos tomando vino, sopesando ese evento.
Platicamos con los meseros de cosas diversas ajenas a la música. Nos regalaron
otras copas de vino. Casi siempre una de esas copas, ya vacía, terminaba en mi
bolsa de libros, con la complacencia de ellos. Reuníamos el material de apoyo
para los conciertos que organizábamos en el departamento de Gastón.
Salimos al
frontispicio del Palacio y ahí brilló el smoking de Haitink, su estatura y su
visible cráneo rosado.
Le estaba dando
un beso a su esposa, una auténtica walkiria. Mientras se lo daba, con su mano
derecha, como si dirigiera una sinfonía, acariciaba una de sus nalgas, la más
próxima; estaban los dos abrazados de costado, esperaban su transporte que
llegó rápido.
Inmóviles
estábamos en la puerta de entrada contemplando la escena, las demás personas se
nos quedaron viendo como diciendo: jóvenes calientes. Nada lejos de la
realidad, pero esto era otro tipo de ceremonia. Eso era una ceremonia, ver al
gran director de orquesta acariciar las nalgas de su esposa es una auténtica
ceremonia sajona que merecía contemplación.
Solamente los
viejos melómanos estaban tras nosotros y nos sonrieron en actitud comprensiva y
solidaria.
La batuta de
Bernard, a la fecha, se encuentra en un librero íntimo de Gastón. Ilumina sus
días, los míos, nos dicta la manera de escuchar música sinfónica.
Andrés Espinosa Becerra, Córdoba, Veracruz. Sus libros son: Quinteto para un pretérito, en coautoría con otros autores, Los días que no duermen, Una casa con silencio y patio, El silencio del gato. Actualmente textos suyos aparecen en la revista electrónica Estilo Mápula.
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