martes, 8 de marzo de 2022

La noche de Leonard. Andrés Espinosa Becerra

Foto Pedro Chacón
los martes

La noche de Leonard

 

 

Por Andrés Espinosa Becerra

 

 

Me retiré de la Zona Rosa al salir de la tienda en la que trabajaba. Gastón venía de Polanco, también de Polifonía, tiendas de música sinfónica propiedad de Daniel Catán. En la de Polanco se mantenía doña Luisa, mamá de Daniel, sin hacer nada más que fumar. Era fanática de todo lo judáico, sobre todo de la posesión del dinero, cuestión que un día el guardia de la tienda definió rápidamente como vieja tacaña.

En Reforma, al lado del Ángel de la Independencia, llegó Gastón. Como era nuestra costumbre, caminamos hasta el Palacio de Bella Artes.

Se presentaba Leonard Berstein. Algo increíble.

Desde hacía varios días, en el Teatro de la Ciudad, Bernrad ensayaba con la orquesta. A todos esos ensayos asistimos. El maestro tenía asma y por la altura del Distrito Federal necesitaba de un pequeño tanque de oxígeno.

Lecciones de música. Repasaba repetidas veces partes claves de movimientos.

Sobre todo de Bheetoven, que todos creen que es un lugar común en la música sinfónica, y no es así. Leonard era un arcángel y desde ahí descifraba la verdadera complejidad de Lwduig.

Llamó la atención cómo puso atención insistente en la entrada del oboe y detenía a la orquesta a cada rato mencionando el nombre de Toñito, el oboísta, para explicarle cómo debía ser su entrada en el instante crucial de la sinfonía. Muchos se apenaban, varios músicos de la orquesta quedaban perplejos. Para nosotros eran lecciones de cómo se escucha la música.

Llegó la noche del concierto en Bellas Artes, nuestro coso.

Elegantísimo, de frack, Leonard inicio solemne con una obertura. Reinaba un intenso silencio, solamente los villamelones se permitían sostener sus tosecitas irrespetuosas a más de inentendibles.

Giró el planeta en manos de Berstein. Partió una luz generosa desde el atril de Berstein. Durante muchos instantes la verdad de la existencia quedó en las manos de Berstein.

Alto, guapo, brillante, Leonard Berstein parecía tener el control de lo que Dios manda.

Final. Término del concierto. Leonard misericordioso hizo ponerse de pie a Toñito y fue a a su asiento a estrecha su mano. Un sacerdote terminando su cofradía.

Escuchar música necesita atención y disciplina, no es cuestión de tararear melodías. Queda uno feliz, aunque agotado. Es difícil regresar a la realidad. Estamos hablando de Leonard Berstein.

Salimos de inmediato al pequeño bar al lado de la Sala Manuel M Ponce. Nos tiramos un trago y nos alistamos a realizar nuestro rito. Buscar los camerinos.

Milagrosamente ingresamos, porque esa noche estaban muy protegidos.

A Gastón lo acompañaba Juliana, una de sus amigas que se andaba tirando y cuyas cogidas ella misma se en encargaba de publicitar. Platicaba que le encantaba la reata de Gastón.

Se abrió la puerta del camerino y no lo podíamos creer. El mismo Leonard Berstein mostró su cara sonriente y con su buen español nos invitó a pasar. Inmediatamente saco una botella de whisky de la que estaba bebiendo y nos dio generosas dosis.

Estrechó la mano de Gastón, después la mía. Con esas personalidades, o mejor dicho, con esos seres humanos, son inútiles los protocolos, sabía Leonard por qué estábamos ahí. Saludó como buen lobo marino a Juliana, pero a ella no le estrecho la mano, galantemente  posó su mano derecha sobre su seno derecho; después se inclinó y le besó la mano. Nos quedamos pendejos. Juliana más. No respondía. Estábamos ante un patriarca. Ella estaba feliz, alcanzó a mencionar que eso no lo iba a olvidar en su vida.

Salimos hacia la Alameda. Juliana traía ojos de orgasmo. Decidida propuso: Oigan, vamos a tirarnos un charro. Partimos de inmediato a la casa de Gastón.

Su habitación estaba en una azotea. Forjamos los charros de la hierbita que portaba en su bolsa Juliana.

Gastón se puso al piano a teclear un rato. Al fin salimos al exterior para que el aroma se difuminara.

Nos sentamos tranquilamente en la azotea, Gastón dejó en su tornamesa una sinfonía que se alcanzaba a escuchar.

A cada chupada que se le daba al charro, se encendía un color rojo que en nuestra mirada se unía a las luces nocturnas del Distrito Federal.

 






Andrés Espinosa Becerra, Córdoba, Veracruz. Sus libros son: Quinteto para un pretérito, en coautoría con otros autores, Los días que no duermen, Una casa con silencio y patio, El silencio del gato. Actualmente textos suyos aparecen en la revista electrónica Estilo Mápula.

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