El mejor poeta
Por Daniel
Terrones
Hace
algún tiempo estaba interesado en la poesía. En escribirla.
―Tienes que leer a David Huerta ―me dijo
un conocido que asistía a un taller de literatura― es el
mejor poeta de México, después de Octavio Paz.
Nunca
había leído a David Huerta, aunque si lo había oído mencionar. Sobre todo como
una referencia del papá, otro poeta al que llamaban Cocodrilo. Al fin me
decidí a leerlo.
―Tienes que leer Incurable ―añadió mi
amigo―. Solo está debajo de Piedra de Sol.
Busqué Incurable
por toda la ciudad, pero no lo encontré. Ni a ninguna obra del autor. Hasta que
en una librería de Educal, buscando textos de la prepa abierta, encontré un
libro de él, aunque no incurable, sino Cuaderno de noviembre.
―Son 60 pesos ―me dijo una empleada tras el
mostrador.
Los
pagué. Esa semana por fin abrí el texto. El idioma sueco se entendía más. Me
daba tanto frío como vivir en ese país nórdico. Era como una piedra, una pared,
un témpano de hielo. A ratos me sentía en una selva, luego en un refrigerador.
―Es un diamante en bruto ―dijo me
amigo―. Hay que cincelarlo.
Cincelé
varios meses.
Años
después tuve que ir quince días a la Ciudad de México a realizar unos trámites.
Mi amigo Marco vivía en la colonia Roma, en una vecindad.
―¿David Huerta? ―me dijo abriendo los ojos―. Da un
Taller de Poesía, por aquí en la Avenida Álvaro Obregón.
Era en
la Casa del Poeta, donde se suponía estaban los libros del papá. Aceptaban la
participación de oyentes en el taller, aunque este ya tuviera funcionando desde
principios del año, me dijo una secretaria. Entré, subí la escalera en forma de
caracol que daba hacia un bar a las oficinas de una revista. Era en una
habitación del segundo piso. Había sillas en su interior. Dos señoras, un tipo
grandísimo de saco y corbata, con un bigote a lo Ramón López Velarde.
―Buenas tardes ―por fin apareció David Huerta.
Era muy
diferente a las imágenes de la contraportada casi adánica de Incurable.
El pelo canoso, barbas, lentes, y un saco que le quedaba grande de las mangas.
Parecía un Lev Dadovich, pero sin la energía de este; parecía cansado, y, sobre
todo, aburrido. Traía un libro y una lista.
―¿Quienes van a leer hoy?
Las señoras levantaron la mano y el señor de bigotito también. Hice lo mismo.
―¿Tu quién eres? ―me miró.
―Vine de oyente, solo por esta vez.
Huerta
frunció el entrecejo. En eso entraron dos chavos apresuradamente, dos
adolescentes que apenas alcancé a ver.
―Ustedes ―preguntó― ¿traen
para leer hoy?
Respondieron
que sí.
Luego me
dijo:
―Bueno, vemos ahorita ―y
volvió a sus papeles.
―Gracias ―le respondí.
―Oye ¿de dónde eres?
―De Chihuahua.
La cara
se le puso agria, pero no dijo nada. Empezó el Taller, el cual transcurrió con
toda normalidad, es decir, me era normal porque se parecía a todos los talleres
de poesía que había tomado con anterioridad: a veces parecía mejor y a veces
peor. El profesor leía los versos de un poeta de cuyo nombre no me acuerdo, un
poco lo explicaba, pero sobre todo leía. Así durante media hora. Hasta que
llegaron un par de chavas.
Una era
una chaparrita, simpática, de lentes grandes; la otra vestía con elegancia, con
un pañuelo en la cabeza, flaquísima. Ambas traían carpetas con hojas. Huerta
interrumpió su lectura.
―Bueno, ya vamos a darle ―me miro
de reojo―. Tienen prioridad a los alumnos que pagaron por el taller.
Empezó
una señora que estaba a la derecha. Yo tome mi hoja y la metí en un fólder. Pensé
en irme, pero me quedé. Para ver cómo corregía un poema David Huerta el mejor
poeta de México solo por debajo de Octavio Paz.
En eso
percibí un ligero olor a alcohol. Voltee y atrás de las chavas se estaban
acomodando dos jóvenes de preparatoria. Llegaron abrazados y se acomodaron
detrás de las chavas con sus mochilas. Uno de ellos llevaba la camisa de su
uniforme, quizá de algún CCH . El otro era moreno y llevaba un saco largo y un
sombrerito, como el del saxofonista de la Maldita Vecindad y los hijos del
Quinto Patio. La señora seguía leyendo el poema, realmente insufrible. El güerito
trataba de susurrarle algo en la oreja a la chaparrita y el del sombrero ponía
atención a la lectura. Aplaudió ruidosamente cuando por fin la señora terminó
de leer. Huerta los miraba de reojo, pero hacía como que no pasaba nada, y
continuo. Los chavos de atrás se pusieron atentos y López Velarde se puso tenso.
Siguió, tómala, otra señora. Ya ni la escuche. Ambos tipos cuchicheaban con las
chicas, hasta que el del sombrero le toco el hombro a la chava del pañuelo y
desde su asiento Huerta se levantó a empujarlo contra la pared. Todos nos
levantamos. Las señoras salieron corriendo y uno de los adolescentes del fondo madreaba
también al del sombrero. Ramón López Velarde hacía todo lo posible por bajarlos
hacia la calle y hasta ahí nos fuimos todos. El del sombrero y su compañero corrían
de un lado a otro lo largo de la banqueta, ahora correteados por los agresivos adolescentes.
―¿Quiere que le llamemos a la patrulla, maestro ? ―dijo un guardia
de Casa del Poeta.
―No ―contestó López
Velarde―, ahorita
esto la arreglamos.
Salió Huerta
y la chica le dijo:
―Oye, David, pero si no me hizo nada.
Por fin,
los chavalos corrieron rumbo a Insurgentes, pero se detuvieron en la esquina de
Orizaba. El güerito miró a David.
―David, tu eres poeta nomás por tu papá.
El de
sombrerito también se detuvo. Alzo una mano y gritó:
―Efraín Huerta es un poeta que está muerto y enterrado.
Pero David Huerta es un poeta que aún no ha nacido.
Luego
se perdieron hacia Insurgentes. Ramón López Velarde no pudo evitar una ligera
sonrisa, mientras David Huerta y los que quedaban del taller entraron de nuevo
a la casa. Yo me acerqué a despedirme de López Velarde y enfilé por Tonalá y
Coahuila, donde vivía Marco. No estaba. De mi mochila saqué mi texto y Cuaderno
de noviembre. Lo puse entre los libros que Marco tenía en una repisa, junto
con sus papeles de la Universidad. Busqué en el radio algo de música.
Más
tarde llegó Marco con su novia Tere y varios compañeros de la ENEP Acatlán.
―Qué onda, güey, vamos por unas beers ―dijo.
Y así
estuvimos mientras que un compa nos contaba anécdotas y otras conocidísimas
historias.
Daniel Terrones es un ilustre egresado de un montón de Talleres Literarios de Chihuahua y de la Ciudad de México. Realizo estudios de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Tiene dos libros publicados: Amanece mañana, de relatos, y un grueso volumen de entrevistas con José Vicente Anaya.
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