miércoles, 30 de abril de 2025

Viudas

 

Foto: Pedro Chacón

Viudas

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

La araña Patiña era más vieja que la araña Panfilia. En años humanos, el equivalente de su edad rondaría los ciento veinte. Panfilia, sin embargo, no parecía muy consciente de ello, pues se la pasaba haciéndola renegar y ver su suerte. 

—Mira el reloj de arena colorado en mi vientre. Si te fijas bien, notarás que pronto, muy pronto, marcará mi muerte. Así que déjame en paz. Ve a ver si hay una mosca nueva en la telaraña y hártate.

Y ni qué decir: la telaraña era una auténtica obra de arte. Era evidente que la mitad superior, más sólida y reluciente, había sido tejida por Patiña, mientras que la inferior, un tanto menos firme pero casi igual de bien terminada, era creación de Panfilia.

—¡Caray, tía, no aguantas nada! —reclamó Panfilia.

—Con la muerte tan cerca, lo que menos deseo es estar jugando contigo.

—Pues quiero que sepas que yo también tengo en mi panza el reloj de arena colorado, y de ninguna forma me dice cuándo he de morir. Es más, creo que hasta las arañitas recién nacidas lo llevan. No significa nada, solo que somos arañas.

—Hembras, tú dirás.

—Sí, viudas negras.

—Y sabrás por qué nos llaman así.

—Bueno, los chilangos nos dicen capulinas. Pero sí, sí sé por qué nos llaman viudas negras.

—Aunque tú todavía no has hecho nada para justificar ese apelativo.

—Ya tengo un arañito en la mira.

—Y según la tradición, después de una noche de amor te lo comerás.

—Sí, ya lo saboreo.

—¿Qué, la noche de amor o el festín que sigue?

—Las dos cosas, tía Patiña.

—Ya que estamos hablando de temas escabrosos, te contaré una historia que nunca he compartido con nadie.

—¿Ni con mi mamá?

—No, ni con ella.

—Soy toda oídos.

—A lo largo de mis muchos años pasé por la secuencia que nos da nuestro nombre: amor, muerte y festín más de cincuenta veces. Pero hubo una vez que fue diferente: después de la noche de amor lo dejé ir.

—¿Pero por qué, tía? ¿Por qué?

—La forma en que me miró después del acto, me dejó saber que este no era como los demás. Tenía una dulzura, una ternura muy especial.

—¿Y qué pasó?

—Se puso de pie sobre sus ocho patitas, dio la vuelta y se fue sin decir nada.

—¿Y supiste algo de él después?

—Oí que otra viuda que no le miró a los ojos, lo devoró.

—¿Qué hubiera pasado si, en vez de ir con otra, hubiera vuelto contigo?

—¿Creerás que lo he pensado muchas veces? A veces creo que lo hubiera dejado ir otra vez; otras, pero no siempre se puede decir no a la proteína que camina en esas ocho patitas.

—¿Proteína?

—Eso dicen algunos biólogos: que nos comemos al macho por su alto contenido proteico, y que eso tiene valor evolutivo.

—¡Para proteínas, las moscas! ¿Valor evolutivo? ¿Qué, nos saldrán alas?

—A mí también me parece un razonamiento poco afortunado. Más bien creo que devorar al macho es una declaración de principios: “Fuiste mío. No serás de nadie más”.

—¿Aun el que dejaste ir?

—Aun ese.

—O sea que sí pensabas que iba a volver a ti.

—Tal vez lo pensé, pero él prefirió ir hacia una muerte segura.

—¡Ay, Tita! ¿Por qué me contaste esa historia?

—Para recordarte que, como viuda negra, puedes hacer lo que se espera de nosotras, pero que si no lo haces, también está bien. No pasa nada.

 


Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario