Siete palabras cotidianas
Por Humberto Payán
Fierro
Vigilábamos la
plaza principal porque ya sabíamos que vendría. La gente que
deambulaba por los lugares concurridos parecía sentirse más segura. No tardaría
en aparecer; estaba acostumbrado a medir su día con los inconvenientes del
reloj. Esa mañana, entre todos los transeúntes, lo veríamos actuando “como si
no pasara nada”. Pero él y muchos otros –que creían seguir apenas al margen del
delito–, ya habían abandonado
paulatinamente los lugares públicos para hacer en sus casas el cine, la copa,
la cena, la piñata, el dominó, el café, la baraja. A simple vista caminaba
igual que todos pero lo reencontramos porque, sin prisa, se encaminó hacia la
catedral. Empezamos a seguirlo a corta distancia. Buscó asiento en la banca más
próxima a una salida lateral. No se persignó; permaneció sentado tratando de
confundirse entre los asiduos visitantes. Sabíamos que no acostumbraba rezar y
que solo ocasionalmente entraba a refugiarse. Le dio gracias a Dios por lo que
le había brindado y luego empezó con una lista de sus familiares. Le estaba
pidiendo a Dios que los protegiera. Su amigo –el único que le quedaba de
confianza–, también estaba incluido en
sus oraciones.
No sabía en qué
momento había comenzado a rezarle a Dios. Y aunque se había dicho a sí mismo, y
a sus viejas amistades de copas, que la palabra de la Biblia contenía más trazos humanos que divinos, prefería creer –sobre
todo ahora–, que sí se podían producir milagros cuando se oraba por los demás.
Antes de
ponerse de pie, volvió a dar gracias. Caminaba con pasos lentos mirando las
diversas figuras de santos y mártires; se detuvo frente a un Cristo de tamaño
natural. “¿No estarás pensando
abandonarnos? Cualquiera diría que sí”. Lo teníamos en la mira. Salió por la
puerta lateral y sintió –en su mente, en su cuerpo– el súbito cambio: de las
suaves sombras de su refugio al deslumbrante sol matutino. Lo seguimos hasta un
pequeño redondel de la plaza dispuesto para los limpiabotas. En tanto le
aseaban el calzado tomó al azar uno de los periódicos y hojeó sin interés el
nuevo tabloide, cada vez más popular, en el que se mezclaban notas rojas y múltiples
anuncios sexuales. No leía por completo ni siquiera los titulares. El limpiabotas
dirigió su mirada al periódico: “Ya perdió uno la cuenta de tanto muerto, ¿verdad, jefe?”. Mientras intentaba ocultarse
entre las hojas del diario, centraba su atención en las conversaciones de los
desconocidos. Pláticas ocasionales, privadas, pero con un sesgo de públicas y
anónimas. Dos hombres, con las espaldas apoyadas al mismo redondel, comentaban la
manera como a uno le habían robado el auto y sus pertenencias: “Nos pidieron
las llaves y nos quitaron todo. Ni cuenta me di cuando mi esposa se metió el
anillo de bodas a la boca. Ya hace tres meses de eso, compadre, y ella sigue en tratamiento. No quiere salir
ni a la puerta”. “Esa gente no se imagina el daño que hace”. Le dio vuelta a
las páginas pero únicamente para inclinarse más hacia donde platicaban: “El que
me puso la pistola –imagínese, aquí mero–, le dijo a mi mujer: ‘Cállese, no me
gusta que lloren’, con unos huevotes, compadre, que nada más de acordarme se me
sube el coraje. Los fines de semana les hablo a mis hijas y les digo: ahí
tienen a su madre, háganse cargo de ella”. Solo hasta que ellos se alejaron,
vio su porte de ganaderos; y siguió sus espaldas pero nunca podría precisar los
rostros para un retrato hablado.
Volvió a las
páginas. Cada vez que aparecían, en los diversos medios de comunicación, las
declaraciones oficiales “en materia de seguridad”, reafirmaba más la visión de
su amigo: “México es un país de palabras. Las palabras solucionan todo. Con
puras frases se engaña a la gente que está harta de la
inseguridad. Y de todos esas frases, la que más me molesta, quizá porque la
usan como un mandamiento político; esa frase que me amargó más el alma cuando
asesinaron a mi sobrino frente a una escuela llena de niños: Se actuará hasta las últimas consecuencias”.
Sin rumbo fijo
volvió a deambular por la plaza. Procuró entretenerse mirando las mesas
repletas de artesanías. Lo flanqueamos, con la mayor naturalidad, sin que se
percatara. Preguntó por el precio de algunas yerbas. Por hábito, aprendido
durante su niñez, acostumbraba tomar infusiones de yerbaniz como un remedio
eficaz contra los resfríos. El yerbaniz lo remontaba a sus años infantiles de
algarabía y juegos. Cada vez que entraba el otoño compraba yerbaniz para
simbolizar la cercanía de las posadas y las convivencias familiares. En esta ocasión,
nuestra presencia impidió que comprara. Sostuvo en sus manos una bolsa. Su olor
nos perfumó hasta que lentamente la volvió a su lugar.
Se alejó sin
prisa de las artesanías. Impulsivamente, regresó a las mesas y pagó y pagamos
una bolsita de maíz. Encontró una banca desocupada. Las palomas descendieron.
Con cada puño de maíz que arrojaba, atraía más palomas. Su mirada las tocaba suavemente.
Y de pronto, con la mirada fija entre tanta paloma pero sin ninguna conciencia
de ellas, lo perdimos de vista. Las palomas picoteaban el maíz. Pronto,
acabaron por dispersarse.
Lo volvimos a
encontrar mirando su reloj y él vio y nosotros vimos que ya faltaba poco tiempo
para la hora de la visita del hospital.
Giró su cabeza
hacia los lados para comprobar que nadie lo seguía. En medio de la gente no se
notaban sus inútiles precauciones.
Una frase de su
amigo se cruzaba con imprecisa debilidad: “Tiene uno que acostumbrarse a
trabajar así”. Y se lo había asegurado como una certera conclusión. La primera
vez la escuchó con una ligera sonrisa de admiración. Y hasta se dejó contagiar
por aquellas palabras. Cuando su amigo se fue, cerró la puerta pensado “Dios te bendiga”. Se sirvió otra copa y volvió
a ocupar su sillón. Mirando hacia donde había estado su amigo, le dijo lo que
se había callado: “Sí, afirmó en voz baja, a ti te vaciaron tu negocio varias
veces y luego te lo quemaron. Después te pusiste a construir locales. Y antes
de rentarlos ya te estaban extorsionando. Te desapareciste unas semanas –o
meses, ya ni me quiero acordar–, con todo y familia, y ahora me quieres invitar
al negocio de un restaurante. Ahogó su voz con otro trago. El sabor del whisky
calentó las palabras de su amigo: “Tiene uno que acostumbrarse a trabajar así.
Allá Dios que los perdone pero no te metas tú solo la pata. Tú solo te estás
persiguiendo.”
Caminó varias
cuadras. En dos esquinas se detuvo para mirar hacia atrás fingiendo que buscaba
algún comercio. Nosotros seguíamos a su lado sin darle importancia a sus simples precauciones. Sin proponérselo, reanudaba a solas las pláticas. Lo
mejor que me puede pasar, le decía a su amigo, es que me liquiden del trabajo
para irme a vivir lejos. Tú sabes que siempre he criticado mucho las
represiones que impone la religión. Pues ahora rezo a diario por mi familia. Es
más, entro a las iglesias pero no como antes para maravillarme de los prodigios
de su construcción sino para rezar. Luego ya no habló más con su amigo. Cruzaba
por su mente un deseo vago: “que realmente exista el infierno”.
Llegó al
hospital. Vaciló entre tomar el ascensor o seguir por las escaleras. Apretó el
botón del piso hacia donde se dirigía y nos dirigíamos. Él siguió con el dedo
ahí, tocando la mínima luz, ignorando la presencia de las personas. Por unos
instantes, nosotros desparecimos.
Despegó su dedo
de la luz. Y entonces salió y salimos del ascensor. Le preguntó a una enfermera
dónde encontrar la habitación de su esposa. Ella se recuperaba de los efectos
de la anestesia. Entre ellos empezó la consabida conversación del convaleciente
y su familia. Ella le susurró que se sentía bien pero muy mareada.
Preguntó por
sus niñas: dónde y con quién estaban. Le dijo y le dijimos que no habían ido a
la escuela, que se habían quedado con los abuelos.
Tomó la mano de
su mujer y cerró sus ojos para dar gracias a Dios por la salud de ella, por la
protección de sus hijas, por el bienestar de los abuelos. Y volvimos a
desaparecer.
Se incorporó
lentamente al escuchar las voz de su mujer: “Ya pasó todo, amor. Estoy
bien”. Como respuesta, él pluralizó la
frase: “Todos estamos bien”. Y para creérselo, siguió repitiendo la frase. Pero
nosotros lo hacíamos dudar.
“¿Tienes sed?”,
le preguntó a ella sirviéndose agua. Bebió apuradamente y volvió a servirse sin
saber que ella ya dormía.
En el sillón,
imitó la sensación de abandono que suelen emanar los enfermos. Hasta ese
momento consideraba al reposo como una medida inútil, contraria a la vitalidad.
Cayó dormido y desaparecimos. Al despertar del profundo sueño, enfocó a su mujer y tuvo la sensación de
haber descubierto la faceta más sutil y oculta del reposo médico. Creía haber
compartido el mismo sueño de su mujer: un brevísimo descanso, paradisiaco. Y
caviló sobre eso; y lo único que concretó fue la misma frase experimentada por
muchos enfermos: “hacía años que no dormía tan bien”.
Vigilábamos la
salida del hospital porque ya sabíamos que venía hacia nosotros o, como él le
pudiera platicar a su amigo, que venía hacia yosotros.
La violencia en la ciudad es una esfera por donde transitan los personajes y los pensamientos de este relato, un aire de misterio se extiende en la voz levemente irónica de un personaje narrador colectivo, construyendo un punto de vista de magnífica originalidad.
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