miércoles, 3 de septiembre de 2014

Humberto Payán Fierro. Siete palabras cotidianas


Siete palabras cotidianas


Por Humberto Payán Fierro


Vigilábamos la plaza principal porque ya sabíamos que vendría. La gente que deambulaba por los lugares concurridos parecía sentirse más segura. No tardaría en aparecer; estaba acostumbrado a medir su día con los inconvenientes del reloj. Esa mañana, entre todos los transeúntes, lo veríamos actuando “como si no pasara nada”. Pero él y muchos otros –que creían seguir apenas al margen del delito–,  ya habían abandonado paulatinamente los lugares públicos para hacer en sus casas el cine, la copa, la cena, la piñata, el dominó, el café, la baraja. A simple vista caminaba igual que todos pero lo reencontramos porque, sin prisa, se encaminó hacia la catedral. Empezamos a seguirlo a corta distancia. Buscó asiento en la banca más próxima a una salida lateral. No se persignó; permaneció sentado tratando de confundirse entre los asiduos visitantes. Sabíamos que no acostumbraba rezar y que solo ocasionalmente entraba a refugiarse. Le dio gracias a Dios por lo que le había brindado y luego empezó con una lista de sus familiares. Le estaba pidiendo a Dios que los protegiera. Su amigo –el único que le quedaba de confianza–,  también estaba incluido en sus oraciones.

No sabía en qué momento había comenzado a rezarle a Dios. Y aunque se había dicho a sí mismo, y a sus viejas amistades de copas, que la palabra de la Biblia contenía más trazos humanos que divinos, prefería creer –sobre todo ahora–, que sí se podían producir milagros cuando se oraba por los demás.

Antes de ponerse de pie, volvió a dar gracias. Caminaba con pasos lentos mirando las diversas figuras de santos y mártires; se detuvo frente a un Cristo de tamaño natural.  “¿No estarás pensando abandonarnos? Cualquiera diría que sí”. Lo teníamos en la mira. Salió por la puerta lateral y sintió –en su mente, en su cuerpo– el súbito cambio: de las suaves sombras de su refugio al deslumbrante sol matutino. Lo seguimos hasta un pequeño redondel de la plaza dispuesto para los limpiabotas. En tanto le aseaban el calzado tomó al azar uno de los periódicos y hojeó sin interés el nuevo tabloide, cada vez más popular, en el que se mezclaban notas rojas y múltiples anuncios sexuales. No leía por completo ni siquiera los titulares. El limpiabotas dirigió su mirada al periódico: “Ya perdió uno la cuenta de tanto muerto, ¿verdad, jefe?”. Mientras intentaba ocultarse entre las hojas del diario, centraba su atención en las conversaciones de los desconocidos. Pláticas ocasionales, privadas, pero con un sesgo de públicas y anónimas. Dos hombres, con las espaldas apoyadas al mismo redondel, comentaban la manera como a uno le habían robado el auto y sus pertenencias: “Nos pidieron las llaves y nos quitaron todo. Ni cuenta me di cuando mi esposa se metió el anillo de bodas a la boca. Ya hace tres meses de eso, compadre,  y ella sigue en tratamiento. No quiere salir ni a la puerta”. “Esa gente no se imagina el daño que hace”. Le dio vuelta a las páginas pero únicamente para inclinarse más hacia donde platicaban: “El que me puso la pistola –imagínese, aquí mero–, le dijo a mi mujer: ‘Cállese, no me gusta que lloren’, con unos huevotes, compadre, que nada más de acordarme se me sube el coraje. Los fines de semana les hablo a mis hijas y les digo: ahí tienen a su madre, háganse cargo de ella”. Solo hasta que ellos se alejaron, vio su porte de ganaderos; y siguió sus espaldas pero nunca podría precisar los rostros para un retrato hablado.

Volvió a las páginas. Cada vez que aparecían, en los diversos medios de comunicación, las declaraciones oficiales “en materia de seguridad”, reafirmaba más la visión de su amigo: “México es un país de palabras. Las palabras solucionan todo. Con puras frases se engaña a la gente que está harta de la inseguridad. Y de todos esas frases, la que más me molesta, quizá porque la usan como un mandamiento político; esa frase que me amargó más el alma cuando asesinaron a mi sobrino frente a una escuela llena de niños: Se actuará hasta las últimas consecuencias”.

Sin rumbo fijo volvió a deambular por la plaza. Procuró entretenerse mirando las mesas repletas de artesanías. Lo flanqueamos, con la mayor naturalidad, sin que se percatara. Preguntó por el precio de algunas yerbas. Por hábito, aprendido durante su niñez, acostumbraba tomar infusiones de yerbaniz como un remedio eficaz contra los resfríos. El yerbaniz lo remontaba a sus años infantiles de algarabía y juegos. Cada vez que entraba el otoño compraba yerbaniz para simbolizar la cercanía de las posadas y  las convivencias familiares. En esta ocasión, nuestra presencia impidió que comprara. Sostuvo en sus manos una bolsa. Su olor nos perfumó hasta que lentamente la volvió a su lugar.

Se alejó sin prisa de las artesanías. Impulsivamente, regresó a las mesas y pagó y pagamos una bolsita de maíz. Encontró una banca desocupada. Las palomas descendieron. Con cada puño de maíz que arrojaba, atraía más palomas. Su mirada las tocaba suavemente. Y de pronto, con la mirada fija entre tanta paloma pero sin ninguna conciencia de ellas, lo perdimos de vista. Las palomas picoteaban el maíz. Pronto, acabaron por dispersarse.

Lo volvimos a encontrar mirando su reloj y él vio y nosotros vimos que ya faltaba poco tiempo para la hora de la visita del hospital.

Giró su cabeza hacia los lados para comprobar que nadie lo seguía. En medio de la gente no se notaban sus inútiles precauciones.

Una frase de su amigo se cruzaba con imprecisa debilidad: “Tiene uno que acostumbrarse a trabajar así”. Y se lo había asegurado como una certera conclusión. La primera vez la escuchó con una ligera sonrisa de admiración. Y hasta se dejó contagiar por aquellas palabras. Cuando su amigo se fue, cerró la puerta pensado  “Dios te bendiga”. Se sirvió otra copa y volvió a ocupar su sillón. Mirando hacia donde había estado su amigo, le dijo lo que se había callado: “Sí, afirmó en voz baja, a ti te vaciaron tu negocio varias veces y luego te lo quemaron. Después te pusiste a construir locales. Y antes de rentarlos ya te estaban extorsionando. Te desapareciste unas semanas –o meses, ya ni me quiero acordar–, con todo y familia, y ahora me quieres invitar al negocio de un restaurante. Ahogó su voz con otro trago. El sabor del whisky calentó las palabras de su amigo: “Tiene uno que acostumbrarse a trabajar así. Allá Dios que los perdone pero no te metas tú solo la pata. Tú solo te estás persiguiendo.”

Caminó varias cuadras. En dos esquinas se detuvo para mirar hacia atrás fingiendo que buscaba algún comercio. Nosotros seguíamos a su lado sin darle importancia a sus simples precauciones. Sin proponérselo, reanudaba a solas las pláticas. Lo mejor que me puede pasar, le decía a su amigo, es que me liquiden del trabajo para irme a vivir lejos. Tú sabes que siempre he criticado mucho las represiones que impone la religión. Pues ahora rezo a diario por mi familia. Es más, entro a las iglesias pero no como antes para maravillarme de los prodigios de su construcción sino para rezar. Luego ya no habló más con su amigo. Cruzaba por su mente un deseo vago: “que realmente exista el infierno”.

Llegó al hospital. Vaciló entre tomar el ascensor o seguir por las escaleras. Apretó el botón del piso hacia donde se dirigía y nos dirigíamos. Él siguió con el dedo ahí, tocando la mínima luz, ignorando la presencia de las personas. Por unos instantes, nosotros desparecimos.

Despegó su dedo de la luz. Y entonces salió y salimos del ascensor. Le preguntó a una enfermera dónde encontrar la habitación de su esposa. Ella se recuperaba de los efectos de la anestesia. Entre ellos empezó la consabida conversación del convaleciente y su familia. Ella le susurró que se sentía bien pero muy mareada.

Preguntó por sus niñas: dónde y con quién estaban. Le dijo y le dijimos que no habían ido a la escuela, que se habían quedado con los abuelos.

Tomó la mano de su mujer y cerró sus ojos para dar gracias a Dios por la salud de ella, por la protección de sus hijas, por el bienestar de los abuelos. Y volvimos a desaparecer.

Se incorporó lentamente al escuchar las voz de su mujer: “Ya pasó todo, amor. Estoy bien”. Como respuesta,  él pluralizó la frase: “Todos estamos bien”. Y para creérselo, siguió repitiendo la frase. Pero nosotros lo hacíamos dudar.

“¿Tienes sed?”, le preguntó a ella sirviéndose agua. Bebió apuradamente y volvió a servirse sin saber que ella ya dormía.

En el sillón, imitó la sensación de abandono que suelen emanar los enfermos. Hasta ese momento consideraba al reposo como una medida inútil, contraria a la vitalidad. Cayó dormido y desaparecimos. Al despertar del profundo sueño,  enfocó a su mujer y tuvo la sensación de haber descubierto la faceta más sutil y oculta del reposo médico. Creía haber compartido el mismo sueño de su mujer: un brevísimo descanso, paradisiaco. Y caviló sobre eso; y lo único que concretó fue la misma frase experimentada por muchos enfermos: “hacía años que no dormía tan bien”.
Vigilábamos la salida del hospital porque ya sabíamos que venía hacia nosotros o, como él le pudiera platicar a su amigo, que venía hacia yosotros.







Humberto Payán Fierro es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua y maestro en letras hispanoamericanas por la New Mexico State University. Su escritura narrativa aparece en varias antologías y tiene publicado un libro de cuentos: El oficio de pensarte. También es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH.

1 comentario:

  1. La violencia en la ciudad es una esfera por donde transitan los personajes y los pensamientos de este relato, un aire de misterio se extiende en la voz levemente irónica de un personaje narrador colectivo, construyendo un punto de vista de magnífica originalidad.

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