Foto Pedro Chacón
Círculo de lectura
Por Raúl Manríquez Moreno
David Calebro llegó a San Antonio
siendo muy joven, contratado como contador por la compañía minera. Sin
problemas se adaptó a la tranquilidad del pueblo y, luego de unos años, se casó
con Virginia, la recatada hija de un comerciante bien establecido. En sus años
de soltero, nunca se le vio por el templo, pero aceptó casarse por la iglesia
para cumplir las exigencias de Virginia y su familia. Luego, para evitar los
ácidos señalamientos de la suegra y las inacabables discusiones con su mujer,
acabó por ir a la misa dominical con cierta regularidad.
Quién sabe desde cuando tendría
afición por la lectura pero, poco a poco, Calebro fue acumulando libros. Los compraba
cuando iba a la ciudad o los pedía a vuelta de correo o, más tarde, por
internet. Cuando los libros dentro de la casa le parecieron a Virginia una
demasía, Calebro construyó en el traspatio una amplia habitación separada del
resto de la casa para mudar ahí los libreros repletos que estorbaban en la
sala, los pasillos y las recámaras. Aquella construcción, nunca del todo
terminada, se convirtió en un refugio en el que pasaba las mejores horas de la
tarde perdido en los insondables vericuetos de la lectura.
Como prestaba sus libros a los
pocos lectores que había en el pueblo, estos pronto comenzaron a visitarlo en aquella
biblioteca casera. Se dedicaban ahí largamente a conversar y a leer en voz alta
pasajes de sus autores favoritos. Calebro, que había leído más que cualquiera
de los otros, no solo era el anfitrión de las reuniones sino que sus
comentarios siempre enriquecían la discusión. La literatura, la historia, la
ciencia y la filosofía lo apasionaban por igual, y si en otros ámbitos era de
carácter apocado, cuando hablaba de libros su personalidad se agigantaba: con
acierto y pasión disertaba sobre las obras que recomendaba a los demás.
Cuando había buen clima, aquellas
reuniones se hacían a la sombra de un enorme álamo que señoreaba el parque
justo enfrente de la casa de Calebro. Por supuesto, en un pueblo rústico como aquél,
muchos veían aquellas reuniones como una manera ociosa de pasar la tarde y no
faltaba quien les viera un carácter sedicioso. Algunas madres, prudentes,
prohibían a los niños que pasaban por ahí a curiosear.
Si hasta entonces Virginia apenas
toleraba que David gastara en libros dinero que haría falta en la casa, las
reuniones pronto comenzaron a incomodarla. Sobre todo a partir de que doña
Eugenia, una mujer cabalmente diocesana y siempre pendiente de la conducta de los
otros, le insinuó que su marido iba en contra de la voluntad divina al promover
la lectura de libros ajenos a la Biblia, y que las tertulias que se hacían en
su propia casa bien podían ser pecaminosas. Inquieta, Virginia le planteó el
asunto al padre Miguel en el confesionario. El sacerdote, que no era tonto,
prudentemente le dijo: “La mayoría de los libros son buenos, habría que ver de cuáles
se trata”.
Virginia comenzó entonces a entrar
a la biblioteca en las mañanas, cuando Calebro se encontraba en el trabajo. Anotaba
títulos en una libretita para luego enseñárselos al sacerdote. A veces se
interesaba por alguno y lo hojeaba con curiosidad, sobre todo las enciclopedias
que tenían imágenes a color; pero un infortunado día encontró en los anaqueles
un ejemplar de El anticristo de
Nietzsche. Espantada, no se atrevió a tocarlo pero, luego de santiguarse, salió
despavorida a pedirle al padre Miguel que purificara el sitio con agua bendita.
El padre la tranquilizó diciéndole que solo era un libro de filosofía que él
mismo había leído, y no cosa del demonio como ella estaba suponiendo. De todos
modos, Virginia pasó esa noche rezando y no volvió a pararse por la biblioteca.
Como sea, sus mortificaciones se
acabaron con el incendio que unos días después se originó de una manera que ahora
parece ridícula: Calebro tenía una lupa con pedestal de marfil que había
comprado en una tienda de antigüedades; con ella leía los libros cuya letra, por pequeña, no estaba ya al alcance
de su vista de cincuentón. Una tarde de
verano revisaba un ejemplar de El
vizconde de Bragelonne, de Alejandro Dumas, editado en 1892 por la viuda de
Ch. Bouret, una verdadera joya que a un precio ridículo había conseguido en una
librería de usado. En ese momento llegaron los amigos del círculo de lectura y,
como hacía calor, decidieron hacer la reunión a la sombra del álamo, donde una
brisa ligera refrescaba un poco. El
libro de Dumas se quedó sobre la mesa, descuidadamente debajo de la lupa. Los
rayos del sol, que entraban plenos por la ventana, fueron concentrados por el lente
con tan mala suerte que el potente haz hizo arder las páginas amarillentas.
Cuando Calebro y sus amigos se dieron cuenta, las llamas se extendían ya por toda
la habitación consumiendo los libros. Los bomberos llegaron con cierta rapidez,
pero se limitaron a evitar que el fuego se propagara al resto de la casa y a
las construcciones vecinas. No había nada más que hacer.
Solidarios, los amigos se quedaron
junto a Calebro mirando en silencio hasta que, ya entrada la noche, las últimas
brasas se extinguieron. Calebro los invitó una copa en la sala de su casa, como
si de una celebración solemne se tratara. Estuvieron callados largo rato, dando
vuelta a los vasos en las manos, hasta que Calebro, como buscando consuelo, afirmó:
“Al fin que ya nadie quiere los libros de papel, la gente ahora los prefiere en
formato electrónico”, pero lo dijo con tristeza y sin resignación. Los demás asintieron
con fingida convicción, tratando de brindarle un poco de consuelo.
Aunque nunca antes había estado
con el grupo, esa noche Virginia se quedó un rato con ellos en la sala, sentada
al lado del marido en un gesto que pretendía ser solidario. Sin embargo, había
en ella un aire de triunfo que apenas podía disimular. Cuando se retiró,
Calebro dijo, señalando hacia el pasillo por donde ella se alejaba: “De todos
modos, muerto yo, ella se habría encargado de quemarlos”.
Fue entonces cuando, obedeciendo a
un calor que le venía de muy adentro, decidió hacerse editor con el dinero que pronto
le darían por su jubilación. Ya puede usted imaginar cuál fue el primer libro
que, en formato rústico y con un corto tiraje, Ediciones Calebro publicó.
En este relato la vida que se desenvuelve cotidiana es tan épica como en una gran batalla de espadachines el destino, el sol, las costumbres, la moral. Pero no es épica por todo lo que en la letra sucede, sino por un autor brujo cuya pluma digamos lap top es de gran sabiduría narrativa.
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