martes, 16 de septiembre de 2014

Raúl Manríquez Moreno


Foto Pedro Chacón

Círculo de lectura


Por Raúl Manríquez Moreno


David Calebro llegó a San Antonio siendo muy joven, contratado como contador por la compañía minera. Sin problemas se adaptó a la tranquilidad del pueblo y, luego de unos años, se casó con Virginia, la recatada hija de un comerciante bien establecido. En sus años de soltero, nunca se le vio por el templo, pero aceptó casarse por la iglesia para cumplir las exigencias de Virginia y su familia. Luego, para evitar los ácidos señalamientos de la suegra y las inacabables discusiones con su mujer, acabó por ir a la misa dominical con cierta regularidad.

Quién sabe desde cuando tendría afición por la lectura pero, poco a poco, Calebro fue acumulando libros. Los compraba cuando iba a la ciudad o los pedía a vuelta de correo o, más tarde, por internet. Cuando los libros dentro de la casa le parecieron a Virginia una demasía, Calebro construyó en el traspatio una amplia habitación separada del resto de la casa para mudar ahí los libreros repletos que estorbaban en la sala, los pasillos y las recámaras. Aquella construcción, nunca del todo terminada, se convirtió en un refugio en el que pasaba las mejores horas de la tarde perdido en los insondables vericuetos de la lectura.

Como prestaba sus libros a los pocos lectores que había en el pueblo, estos pronto comenzaron a visitarlo en aquella biblioteca casera. Se dedicaban ahí largamente a conversar y a leer en voz alta pasajes de sus autores favoritos. Calebro, que había leído más que cualquiera de los otros, no solo era el anfitrión de las reuniones sino que sus comentarios siempre enriquecían la discusión. La literatura, la historia, la ciencia y la filosofía lo apasionaban por igual, y si en otros ámbitos era de carácter apocado, cuando hablaba de libros su personalidad se agigantaba: con acierto y pasión disertaba sobre las obras que recomendaba a los demás.

Cuando había buen clima, aquellas reuniones se hacían a la sombra de un enorme álamo que señoreaba el parque justo enfrente de la casa de Calebro. Por supuesto, en un pueblo rústico como aquél, muchos veían aquellas reuniones como una manera ociosa de pasar la tarde y no faltaba quien les viera un carácter sedicioso. Algunas madres, prudentes, prohibían a los niños que pasaban por ahí a curiosear.

Si hasta entonces Virginia apenas toleraba que David gastara en libros dinero que haría falta en la casa, las reuniones pronto comenzaron a incomodarla. Sobre todo a partir de que doña Eugenia, una mujer cabalmente diocesana y siempre pendiente de la conducta de los otros, le insinuó que su marido iba en contra de la voluntad divina al promover la lectura de libros ajenos a la Biblia, y que las tertulias que se hacían en su propia casa bien podían ser pecaminosas. Inquieta, Virginia le planteó el asunto al padre Miguel en el confesionario. El sacerdote, que no era tonto, prudentemente le dijo: “La mayoría de los libros son buenos, habría que ver de cuáles se trata”.

Virginia comenzó entonces a entrar a la biblioteca en las mañanas, cuando Calebro se encontraba en el trabajo. Anotaba títulos en una libretita para luego enseñárselos al sacerdote. A veces se interesaba por alguno y lo hojeaba con curiosidad, sobre todo las enciclopedias que tenían imágenes a color; pero un infortunado día encontró en los anaqueles un ejemplar de El anticristo de Nietzsche. Espantada, no se atrevió a tocarlo pero, luego de santiguarse, salió despavorida a pedirle al padre Miguel que purificara el sitio con agua bendita. El padre la tranquilizó diciéndole que solo era un libro de filosofía que él mismo había leído, y no cosa del demonio como ella estaba suponiendo. De todos modos, Virginia pasó esa noche rezando y no volvió a pararse por la biblioteca.

Como sea, sus mortificaciones se acabaron con el incendio que unos días después se originó de una manera que ahora parece ridícula: Calebro tenía una lupa con pedestal de marfil que había comprado en una tienda de antigüedades; con ella leía  los libros cuya  letra, por pequeña, no estaba ya al alcance de su vista de cincuentón.  Una tarde de verano revisaba un ejemplar de El vizconde de Bragelonne, de Alejandro Dumas, editado en 1892 por la viuda de Ch. Bouret, una verdadera joya que a un precio ridículo había conseguido en una librería de usado. En ese momento llegaron los amigos del círculo de lectura y, como hacía calor, decidieron hacer la reunión a la sombra del álamo, donde una brisa ligera refrescaba un poco.  El libro de Dumas se quedó sobre la mesa, descuidadamente debajo de la lupa. Los rayos del sol, que entraban plenos por la ventana, fueron concentrados por el lente con tan mala suerte que el potente haz hizo arder las páginas amarillentas. Cuando Calebro y sus amigos se dieron cuenta, las llamas se extendían ya por toda la habitación consumiendo los libros. Los bomberos llegaron con cierta rapidez, pero se limitaron a evitar que el fuego se propagara al resto de la casa y a las construcciones vecinas. No había nada más que hacer.

Solidarios, los amigos se quedaron junto a Calebro mirando en silencio hasta que, ya entrada la noche, las últimas brasas se extinguieron. Calebro los invitó una copa en la sala de su casa, como si de una celebración solemne se tratara. Estuvieron callados largo rato, dando vuelta a los vasos en las manos, hasta que Calebro, como buscando consuelo, afirmó: “Al fin que ya nadie quiere los libros de papel, la gente ahora los prefiere en formato electrónico”, pero lo dijo con tristeza y sin resignación. Los demás asintieron con fingida convicción, tratando de brindarle un poco de consuelo.

Aunque nunca antes había estado con el grupo, esa noche Virginia se quedó un rato con ellos en la sala, sentada al lado del marido en un gesto que pretendía ser solidario. Sin embargo, había en ella un aire de triunfo que apenas podía disimular. Cuando se retiró, Calebro dijo, señalando hacia el pasillo por donde ella se alejaba: “De todos modos, muerto yo, ella se habría encargado de quemarlos”.

Fue entonces cuando, obedeciendo a un calor que le venía de muy adentro, decidió hacerse editor con el dinero que pronto le darían por su jubilación. Ya puede usted imaginar cuál fue el primer libro que, en formato rústico y con un corto tiraje, Ediciones Calebro publicó.






Raúl Manríquez Moreno tiene maestría en desarrollo humano y valores, es profesor en la UACJ, campus Cuauhtémoc, y en el CBTIS 117. Ha publicado los libros de cuentos Romance de otoño y Cuentos para una tarde de ocio, el poemario Quinteto para un pretérito (en coautoría) y las novelas La vida a tientas y Días de septiembre. En el año 2000 obtuvo el Premio Chihuahua de Literatura y en el 2007 el Premio Nacional de Novela Justo Sierra.

1 comentario:

  1. En este relato la vida que se desenvuelve cotidiana es tan épica como en una gran batalla de espadachines el destino, el sol, las costumbres, la moral. Pero no es épica por todo lo que en la letra sucede, sino por un autor brujo cuya pluma digamos lap top es de gran sabiduría narrativa.

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