La
muerte como diálogo con el mundo y la cultura
Por
Víctor Manuel Córdova Pereyra
La
futilidad de nuestros actos parece estar arraigada en lo efímero de
nuestra vida biológica, proceso que generalmente nos lleva a mirar la existencia
como algo puramente banal, digno de minimizarse.
Confundir
vida con existencia no es un fenómeno de nuestra cultura ni de
nuestro tiempo, es más bien una práctica fundamentada en nuestra relación con
la muerte.
El
temor que se desprende al tomar conciencia de la muerte y, por ende, de la
vida, parece obnubilar, no sin razón, nuestro ejercicio reflexivo en torno a la
existencia.
En
dicha valoración o catalogación de la existencia se implica también la
exposición de la muerte como algo que adquiere una relevancia definitiva, cuya significación articula de manera axial nuestro hacer, pensar, discurrir en el mundo.
Pensar
el mundo es pensar la muerte, es, en cierta forma, morir un poco. Asoma en dicho
acto, a manera de revelación, un primer contacto con ella, que nos
marca sin poder esquivar esa relación.
Una
vez acontecida la muerte como algo pensado, como algo concebido desde la
relación pensante con ella y con el entorno en que la contextualizamos, se nos
transfigura en sombra que ya no puede sernos ajena, en nota cuya significación
embarga distintos ámbitos. La muerte se vuelve así, acto de
vida, acto presente de la vida. Presencia erigida en monumento de memoria, en
recordatorio perenne de nuestra absoluta y frágil condición. La muerte es motivo de negación, de festejo, de contemplación y miedo; catedral de ansias y misterios más profundos, más propios, más honestos.
Sin
embargo su compañía despliega en nosotros una incalculable angustia. Como el
contacto directo con ella solo puede darse sin esperar convertirla en
experiencia real, la concebimos como realidad directa toda vez que la padecemos ajena. La muerte de alguien cercano provoca de inmediato un
recordatorio de su inevitabilidad. La reflexión sobre la muerte desde el dolor
o desde el impacto que nos provoca al suceder en nuestra cercanía, al acontecer
sobre alguien allegado a nosotros, permite, la mayoría de las veces, concebirla
como dolor, palparla.
Como
quien contempla la huella de algún animal extinto y solo puede, en función del
impacto petrificado, calcular su peso, su tamaño desde la parcialidad que dicha
huella es, así, al acercarnos a la muerte como algo que nos rodea y nos acecha,
como algo que nos persigue y se manifiesta a manera de dolor cuando acontece
sobre algún ser cercano a nosotros, solo
podemos calcular y medir lo que es o lo que significa cuando a partir de dicho
impacto la concebimos.
Octavio
Paz, en El laberinto de la soledad,
llegó a sentenciar “Dime cómo mueres y te diré quién fuiste”; es decir, para
este poeta y pensador mexicano es indudable que la muerte habla de nosotros.
Si pensar el mundo es pensar la muerte, morir es, en términos culturales,
dialogar con el mundo.
Aquellas
herencias, formas, resquicios o recuerdos que dejamos al
partir son fuente constante de información. Por ejemplo, la forma en que la
nota roja de los periódicos aborda la muerte como una constante de la violencia
desde la cual es factible explicar a nuestra sociedad.
Todo
lo que decimos en términos de muerte –o sobre la muerte–, es, paradójicamente
una referencia de vida. Pero donde cabe una paradoja caben también miles de
cuestionamientos; ninguna contradicción, por inocua que parezca es del todo
inofensiva y gratuita, ya que, debido a su naturaleza incierta, cualquier
contradicción implica en sí misma un desconcierto inmediato. Aquello de lo que
no estamos seguros siempre será signo de inquietudes. Por ende, la muerte, como
referencia de vida –o de cierto tipo de vida–, será un
indicador que nos habla desde la incertidumbre.
Toda
incertidumbre genera ambigüedad, por ello, si pensamos en la muerte como uno de
los elementos que más alimentó la hoguera donde se encendió el fuego de las
religiones antiguas, no es de extrañarnos que estas –y de hecho toda religión
en sí– tengan como uno de sus fundamentos principales la duda, la ambigüedad. Dogma
que se asume como tal para explicar al mundo, se niega a reconocer su
naturaleza, es decir, se niega a aceptar el trasfondo ambiguo de su naturaleza.
Como
hecho cultural, más que como suceso natural, la muerte permite reconocer el
mundo y reconocernos en ella o a través de ella. Vemos en cada forma de morir
una manera de valorar la vida. Vemos en cada forma cultural de relación con la
muerte, un estilo propio de cada país, cada pueblo, de aceptarla o
rechazarla.
Esa
impronta petrificada que solo permite calcular el peso y la forma del
animal que la dejó en su paso por el mundo nos da una idea, un punto de vista
parcial de la realidad, así la muerte experimentada como dolor y como
desconcierto cuando se presenta alejando de nosotros a las personas que nos rodean,
solo nos da una parte del fenómeno, y como parcialidad que es, al ser referente
de la vida, la muerte nos brinda un asomo de posibilidad. Toda vida que se
contempla desde la muerte es, por ende, una vida contemplada parcialmente.
No
obstante esa parcialidad, su importancia es poco más que capital. La parte que
su presencia logra aportar constituye un verdadero complemento de la vida en lo
que llamamos cultura.
El
sentido oculto de las cosas y de los fenómenos implicados en la cultura
alimenta también necesidades espirituales. No solo en el sentido religioso del
término, sino en una amplitud más significativa.
La
aportación de la muerte en ese sentido nos devela su función en la cultura,
pues aunque no es ella la única que contribuye al desarrollo de la parte
espiritual de la misma, su influencia es relevante. Todo el sentido oculto y
todo el misterio relacionados con este fenómeno contribuyen en la elevación de
valores que están arraigados en un plano metafísico, toda vez que gracias a
ellos el hombre busca en la sublimación del arte, el pensamiento y demás
manifestaciones de carácter humanista, concretar la explicación del perfil
desconocido de la realidad.
¿Cómo
morir? ¿Cómo vivir? Preguntas de un binomio configurado en el entorno cultural
de diferentes tiempos. El prepararnos para la muerte nos obliga a prepararnos
para la vida. Sin caer en un estadio patológico de afección
necrofílica, cabe entonces preguntarse si ahora que nuestra cultura parece
negar la muerte, ¿no hemos entrado en una espiral decadente donde la vida, al
exponer dicha negación, carece de sentido?
¿Qué
aspiración espiritual –no religiosa– puede tener toda cultura que margina esa
visión de la realidad? ¿No somos seres incompletos si nos aferramos a ver la
muerte como algo ajeno hasta la negación y por ello nos distanciamos del
entorno abstracto y humanista que ello implica?
Ninguna
pregunta importante o vital puede tener una respuesta enteramente
satisfactoria. Extrañamente solo habremos de responderla desde la parcialidad
de la muerte y no por nosotros mismos, esa tarea la heredaremos a manera de una
nueva interrogante a quienes nos rodeen en el momento de morir.
Más
allá de toda valoración que podamos concluir, es importante no olvidarnos de
algo en particular: Si la muerte como hecho cultural implica también una
herencia, es decir, tiene un rasgo hereditario y está relacionada con el hecho
de lo que se pueda construir con ella y con lo que nos deja, toda ponderación
que de la misma se haga tendrá un sesgo generacional.
Véase,
por ejemplo, cómo la muerte de algún personaje admirado por la masa y relacionado
con la cinematografía o con la música popular, en un periodo determinado
alcanza reminiscencias casi épicas. Sin embargo, cada generación, en la medida
que se distancia de los signos culturales que enaltecen a dicho personaje, va
reconstruyendo con él y con su muerte una nueva relación; así, hasta que llega
un momento en el cual su muerte y su vida pueden incluso dejar de ser
trascendentes, o bien, adquirir un matiz distinto.
Si
el personaje en cuestión representaba valores casi arquetípicos para la
sociedad de su época, es posible que en un contexto histórico diferente, donde
dichos valores hayan sido trascendidos o incluso adaptados y readaptados, la
vida y obra del personaje en cuestión, vistas desde su muerte, adquieran una
interpretación no solo diferente, sino totalmente novedosa, contribuyendo con
ello a gestar toda una nueva perspectiva cultural, donde una erótica, una
poética y una ética de la vida tengan un debut.
Dejando
de lado este ejemplo y considerando que una vez expuesto contribuye
satisfactoriamente a fortalecer lo que este ensayo sustenta, es importante
volver a centrar la reflexión en ese hecho, en ese perfil propio de la muerte:
su lado arcano, oscuro, ángulo que parece requerir de nosotros una
interpretación.
Gracias
a su naturaleza misteriosa, la muerte contribuye, como ya se ha venido
insistiendo, en nuestro proceso de sublimación del mundo. Claro está que para
que dicho proceso ocurra, debe existir un estado no físico –llamémosle de nuevo
espiritual, por no decirle metafísico–, en el cual se mezclan anhelos,
voluntades, deseos, emociones, pensamientos, ideas; elementos que se
combinan para construir con ellos un panorama complementario de la realidad.
Estadio en el que complementamos nuestra relación con el mundo, con la vida.
Todo aquello que desconocemos solo se puede intuir o conocer –a veces pretender
conocer– desde lo conocido. De la muerte conocemos el dolor, la incertidumbre y
el temor, estas sensaciones, impresiones o emociones nos permiten hablar del
mundo, de la realidad e incluso de la vida. Son complementos de aquellas
cuestiones con las que también hablamos de la realidad, es decir son
complementos de la certidumbre, del conocimiento, de la felicidad, la plenitud,
la bonhomía. Como tales, es decir, como complementos, facilitan una
perspectiva de la realidad basada en un carácter metafórico, a veces
prioritariamente estético, a veces místico, otras tantas, lúdico.
La
valoración y la ponderación que de la muerte se ha hecho en composiciones
musicales, obras pictóricas, arquitectónicas, literarias, coreográficas o
escénicas, así como cinematográficas, han contribuido a señalar esa perspectiva
estética de los entornos culturales o históricos que las han generado y, en su
carácter hereditario, nos ha ayudado a entender a los hombres y a las mujeres de dichos
periodos, es decir, han logrado erigirse como paradigmas de alteridad.
Asimismo,
la herencia cultural mística que a través de la religión nos ha llegado como
explicación de la muerte ha servido para expiar, en el caso de fieles y
creyentes, la sensación temerosa de culpa que se ha gestado con la idea del
pecado en los modelos cristianos axiológicos de Occidente, auxiliando a palpar
una dejo de esperanza –no sin su respectiva vinculación a temor– en quienes
siguen y creen los principios relativos a la fe.
Al
igual que en el caso de la mística, el lado lúdico en el que se manifiesta una
ponderación de la muerte como universo arcano, como perfil hermético, está
íntimamente vinculado al fenómeno estético. Toda burla, exageración,
denostación o parodia que se haga de la muerte, será necesariamente expuesta
mediante un producto material que siempre –o casi siempre– está elaborado con
un modelo estético, llámese melodía, grabado, caricatura, etcétera.
Difícil
es no pensar en El nombre de la rosa
de Umberto Eco, la tesis que dicha novela sustenta en torno al papel de la risa
que, en el caso concreto del libro de Eco, se logra mediante la sátira. El
escarnio como forma de evidenciar la debilidad de la naturaleza humana lleva a
los hombres a reírse y a olvidarse de Dios, según algunos de los personajes de
la novela en cuestión. Si trasladamos esta situación a aquella donde el objeto
de la burla sea la muerte –como en el caso de ciertas manifestaciones de la
cultura mexicana, pensando, sobre todo en el consabido ejemplo de la obra de
José Guadalupe Posada–, las imágenes plásticas, las composiciones musicales y otras manifestaciones alimentan
el enfoque lúdico con el que se exponen en esa característica que el misterio
es. Lo no conocido abiertamente, es decir lo oculto, se sublima a través de una
exaltación hilarante de lo retratado en la obra artística o artesanal que
aborde el tema.
Otro
ejemplo pertinente quizás lo constituya la calavera. Esa forma literaria que de
manera popular se ha cultivado en México durante décadas y en las que se supone
la muerte “se lleva” a personajes
conocidos y reconocidos, a personas públicas que, en función de ciertos rasgos
y defectos, son expuestos de manera satírica en al versificación de dichos
escritos.
Por
ejemplo, esta calavera anónima publicada en internet en 2013 y que se dirige al
Congreso del Estado y a las problemáticas que representa:
Congreso
del Estado
La
calaca muy sabionda
dejó
para el final
un
suculento bocado
de
diputado local.
Volando
llegó al congreso
tenía
cuentas por saldar
con
priistas, panistas, perredistas
y uno
que otro del PANAL
Les
propuso mil reformas
adecuaciones
y más,
pero cuál
fue su sorpresa
se la
echaron para atrás.
Le
dijeron a la inocente,
primero
has de cabildear
con
monedas y billetes,
parece
que no conoces
el
proceso en que te metes.
Burlándose
a más no poder,
le
aclararon lo siguiente,
¿crees
que producto de suerte
salió
el del instituto electoral?
¿o el
de derechos humanos?
No
manita, negociamos,
primero
se puso precio,
después
nos pusimos a mano.
La
parca se molestó
al
escuchar argumentos
irritada
procedió
a
desaparecer jumentos...
La
versificación rimada y la caricaturización que de los políticos se hace en
dicho escrito funciona como burla de la realidad política mexicana, toda vez
que es producto de la sublimación, es decir, de poner en un nivel de percepción
sensorial y emotiva transfigurada con al finalidad de generar reacciones
propias de dicha elaboración, en este caso: la risa, la burla, el escarnio.
Sea
como fuere, puede concluirse, entre muchas cosas, que la muerte no va a dejar
de ser en nosotros una interrogante, una pregunta abierta, expuesta como una herida por donde supuramos terror,
desconcierto, incertidumbre; sensaciones y emociones que alimentan el
espíritu, el contorno netamente humano, la naturaleza sensible, el perfil cultural denominado existencia. Y que, al hacerlo, opera también
esta inseparable compañera, esta sombra perenne, como un complemento
indispensable de la vida.
Víctor Manuel Córdova Pereyra cursó la licenciatura en
artes escénicas, opción teatro, en el Instituto de Bellas Artes de la
Universidad Autónoma de Chihuahua. Es actor, director de teatro y dramaturgo.
De 1999 a 2005 fue profesor de teatro en la preparatoria del Tecnológico de
Monterrey, campus Chihuahua Fundó y dirigió el grupo de teatro independiente
Galileo, que después se llamó Génesis, hoy desaparecido. Es autor de las obras Los
milagros de los santos olvidados, Se equivocó la paloma o la vida por venir, El
ángel de la miseria, Paseo Bolívar 401 y Aquí no pasa nada y Seres de frontera. Es
director del grupo de teatro Enrique Macín, de la Facultad de Filosofía y
Letras.
La muerte es el texto sobre el cuál reflexiona este autor para bordar con diferentes asuntos de la vida oscurecidos por el misterio e iluminados por el fulgor de una región imaginaria que jamás conoceremos como testimonio.
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