El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 7. El navío
A solas en
casa David se recuperaba lentamente de su tragedia. Tuvo dos ataques más:
uno en el sofá donde despertó a media noche con la lengua hinchada
y sangre en la camiseta y otro en la acera. Este último lo mandó al hospital, allí pasó
una noche. Con los ajustes del medicamento el doctor finalmente controló la epilepsia. David pasó caminando por enfrente del crucifijo de su madre y
le pidió al Nazareno que no se apartara de su lado ahora que lo necesitaba
tanto.
Una tarde
David hizo un breve alto a saludar a un amigo llamado Mickey. Trabajaba en un
restaurant que habían frecuentado David y Jayme. Se tomó una cerveza.
Su amigo atendía el bar. Escuchó la noticia: Jayme tenía
novio, los habían visto. Un joven licenciado. Hacía dos
días habían parado a cenar en el restaurant.
David se tomó otra cerveza y se fue caminando a casa, paró en una tienda de
auto servicio y compró dos cervezas más. Cuando llegó a la 01:30 de la
madrugada se acostó; a pesar de la hora tan avanzada no tenía
sueño. Estaba mareado pero no se podía dormir. El gusano de los celos le
estaba comiendo el hígado al pensar que su amada ya se había
recuperado y ahora traía nuevo enamorado. Tuvo pesadillas. A las 04:30 se
levantó corriendo al baño a vomitar; después
de eso se quedó profundamente dormido.
Guillermo salió temprano al trabajo. David despertó tarde con la
mente fija en el escenario de los últimos meses, de cómo se fueron cayendo todos las fichas de su dominó.
Fracasó su compromiso matrimonial por la epilepsia, perdió el trabajo, la
licencia de manejar y a su novia. Se culpó por haber llegado hasta el fondo del
pozo. Se hospedaba por la misericordia de su amigo Memo, vivía
sin hacer nada, no salía ni a la puerta. Se convenció a sí mismo
de que esa idea del trabajo era lo peor que podía hacer. No estaba listo, no tenía
fuerzas. En verdad, no tenía nada por que luchar, nadie que
dependiera de él, de su trabajo, de su recuperación. Se desplomó en
el sofá de la sala y miró el librero de caoba. Allí estaba
la foto de la madre de Memo, un reloj antiguo, un certificado de la universidad
y un libro de pastas rojas con las hojas abiertas, separadas por una roca de
cuarzo. Le dio curiosidad, se levantó y lo examinó. Era una novela, un libro
titulado Todo se viene abajo escrito por un nigeriano de apelativo
Achebe. En la contraportada una dedicatoria decía: “Si crees en el Señor, jamás te
verás abandonado.”
La cita lo
dejó pensativo.
Se sirvió un café negro y salió al patio. Una gatita
de piel de tigre caminaba lentamente sobre la barda de tabiques rojos. David
notó que los pantalones le quedaban holgados. Había perdido tanto peso que casi se le
caían. No se había recortado la barba en tres
semanas, tenía canas nuevas. Se quedó en un destartalado sofá.
El sol estaba muy alto y había unas cuantas nubes, frente a él
se miraba un bote lleno de basura con cáscaras de huevo, una sandía
podrida y el periódico de ayer. Por pura casualidad alcanzó a leer un anuncio: “Escuela
Secundaria Pasadena solicita maestro de educación musical y humanidades.
Solicitamos currículum, llame al número (n) para hacer cita.”
Tomó el
periódico húmedo.
El sol brilló de pronto entre las nubes y lo deslumbró, David se puso de pie, comprendió
que era un mensaje para él, que Dios lo estaba llamando.
Recobró el ánimo, hizo la cita y llevó la carta
de recomendación de Clarissa y su curriculum. Pensó que tenía
pocas posibilidades, pero se equivocó. Le dieron el trabajo. Salió contento
de la oficina de la directora y, volteando al cielo, le dijo al Señor: “Gracias
Dios mío. Ahora solamente te pido que no me sueltes de la
mano”.
Tomó una taza de café con
Guillermo y lo puso al tanto de su nuevo trabajo. Su problema era que no tenía
auto. Guillermo le ofreció el auto que fue de su ex esposa y estaba en el
estacionamiento, en la casa de su madre. David le preguntó por qué lo
tenía guardado. Guillermo le dijo que era una explicación
larga y complicada. En cualquier caso, con gusto le prestaba el auto si
necesitaba transporte. David aceptó. El siguiente martes hizo cita para ver al
médico. Fue y le pidió una carta de autorización para
volver a conducir, y se la otorgaron.
Desde aquel
día en el hospital se obsesionó completamente con todo
lo ruso. La cara de la abuela que lloraba en Beslan entre las ruinas quemadas
de la escuela le grabó la imagen femenina de un Cristo en su mente. A veces soñaba
con ella por las noches y a veces la soñaba despierto. Identificaba el
sufrimiento de la viejecita con la lágrimas que rodaban por las mejillas
de las madres y abuelas en todos los poblados de la estepa; los pañuelos húmedos
que se agitaban en un adiós despidiendo a esos jóvenes, casi unos niños que
salieron marchando triunfalmente de sus pueblos. Los que tomaron las armas y
siguieron a las huestes de Lenin o a los Cosacos del ejército
blanco para nunca más volver.
Le resultó asombroso comprender que en la historia de Rusia
se guardaban los secretos del funcionamiento de un barco de vela, como un Arca
de Noé de la cual todos éramos
tripulación. Que las entrañas de esa nave abrazaban a la vez la tormenta y la calma;
perspectivas intercambiables. Que cada individuo estaba unido en una cadena con
los actos del prójimo. Que en la vida era indispensable que alguien subiera a
los mástiles a recortar la vela mientras alguien más
enrollaba la soga en los molinetes y un tercero sujetaba el timón. Que en su
Arca de Noé todo estaba conectado con lo demás,
que el astrolabio de la existencia lo había enviado a él y a todos en una travesía con
un rumbo misterioso.
Comenzó así un
proceso de inmersión personal en el alfabeto cirílico. Nombres como Alyosha y Vronsky
y Levin y Ana y el príncipe Mushkin y Marfa Petrovna y Katerina y
Aleksandr; nombres rusos importantes como estos pasaban por su mente. Eran
espectros del pasado, compañeros imaginarios. Comía piroshkis, tomaba vodka y buscó en
las tiendas las hogazas de pan negro y los quesos Saüerkasse. Compró en la librería un tomo de Ruso para neófitos, un diccionario de Berlitz que le costó siete dólares
y noventa y cinco centavos. Aprendió a decir “previet” y “kjarashó” y
empezó a pensar en términos de rublos y kopeks. Se
aprendió el significado de “boshe moy” y
“ya lyubliu tebya”, “Dios
mío” y “yo te amo”. En la noche, cuando cerraba sus
ojos, el escenario de su mente era la es- tepa blanquísima
y nevada que estaba frente a Yuri cuando el doctor Zhivago abandonó a pie la
dacha en Varykino, aquel noviembre gélido de 1916. Davidoff se había
transformado por completo; se había
“rusianizado”.
Se trataba de un verbo que no pudo de encontrar en el diccionario. Se había
transformado en un “rusófilo”; era un “rusófilo”. Por supuesto que de esto David no
le dijo nada a nadie.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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