El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 6. Averiado
Después de
cinco días, el enfermo epiléptico abandonó el hospital de Fort Bend con
vida, pero averiado. Era septiembre de 2004. Las jaquecas y el vértigo
le causaban largos períodos de cansancio sin poderse concentrar. Se conformaba
con mirar a través de la ventana hacia el jardín
sin hacer nada. Veía a las personas ocupadas en sus vidas cotidianas
sin poderse incorporar a la suya propia. Su doctor ensayó varias fórmulas
para controlar la epilepsia. Los ataques se fueron espaciando hasta que pararon
por completo. Ya llevaba mes y medio sin trabajar. Recibió una llamada del
distrito escolar de Fort Bend: lo habían despedido por falta de
asistencia. La maestra Adkins se disculpó con él y aceptó que los problemas médicos
estaban más allá del control de nadie. Sin embargo, el año escolar debía seguir su curso.
Le
llovieron cartas del banco, cheques sin fondos, cobros del teléfono,
la compañía de luz, el préstamo
del auto y demás. Aprendió a prescindir de sus pequeños lujos y cayó en cuenta de que en
realidad no le hacían falta. Al acercarse el invierno llegó hasta el
fondo de un pozo muy hondo. Perdió su licencia de manejar debido a su enfermedad.
Las raras ocasiones en que visitaba a su prometida descubrió que había
perdido la habilidad de consumar el acto íntimo entre dos amantes. “La
epilepsia y los fármacos afectan la actividad sexual”.
Esa fue la explicación del médico. Jayme se ausentó de su vida. En cualquier caso, era preferible que
ella hiciera su vida aparte. Los planes de boda se habían
desmoronado. Había llegado el momento de tratar de ser feliz con lo
que la vida le quisiera dar y conformarse así. En contraste con sus desgracias,
recibió bendiciones por parte de su amigo Guillermo Guerrero, Memo, quien le
dio hospedaje en su casa.
“Puedes quedarte aquí el
tiempo que quieras. No hay lujos pero no falta qué comer.
Tengo dos dormitorios. De vez en cuando viene una amiga y me visita. Si quieres
limpiar y mantener el departamento en orden, te lo agradezco.” Fue
Guillermo quien le evitó vivir como un mendigo, durmiendo bajo un puente en la
autopista.
Le
ordenaron un estudio radiológico. El enfermo tomó el lapicero y puso su nombre
en la hoja. Había otras personas en el cuarto de espera: una sala
cuadrangular con sillas de color verde. Escribió su nombre lenta y
deliberadamente, David Davidoff, fecha de nacimiento: 6 de agosto de 1976. Dejó
la pluma sobre la tableta en el mostrador. La secretaria en la ventana dijo que
tomara asiento, lo llamarían. Al poco rato oyó: “Davidoff”. Se puso de pie y una joven
delgada de pelo largo, con una bata blanca le hizo señas para que la siguiera.
—Quítese toda la ropa y se pone esta
bata encima —le ordenó.
Se
escuchaba música ambiental y los pensamientos empezaron a flotar
como el humo de un cigarrillo que asciende en espirales. Pasados unos minutos
la emplea- da lo acercó a un aparato de hierro como un Zeppelín.
Lo metieron en un tubo. Tembló de frío al sentirse prisionero en una
celda estrecha. La respiración se le hizo agitada. Le dio vergüenza
hacer algún comentario y como una mansa oveja se recostó semi
desnudo. Le dieron unos tapones para los oídos. La máquina hacía
un ruido infernal. Se oyó una apacible voz femenina.
—Señor Davidoff, si algo se le ofrece
apriete el botón que tiene en la mano derecha, es importante que permanezca inmóvil.
Se
quedó helado, encerrado en la panza de esa bomba nuclear. Se dedicó a realizar
ejercicios mentales para poderse relajar. Fue repitiendo mentalmente las armonías,
los bemoles y los sostenidos de cada una de las escalas de las teclas del
piano. Era su manera intelectual de mantenerse calmado, remontándose
al universo musical dentro de su mente. Cuando menos pensó ya iba caminando de
nuevo por el hospital rumbo a la salida. Era un pasillo con paredes de cristal.
Su cerebro se había quedado en una nube de ausencia. Entre las notas
de la música ambiental se deslizaba lentamente por el pasillo.
Llevaba en su mano un portafolio. Hizo un alto para ver el jardín
y sintió un empellón por detrás. Era alguien que venía
caminando de prisa.
—Disculpe... —dijo una voz femenina.
Era
una doctora acompañada de dos estudiantes. Ella muy sorprendida le preguntó:
—¿Eres tú?
Hola. ¿Te acuerdas de mí?
Soy la doctora de emergencias.
David
se avergonzó al decir, “No
la reconozco”.
La
doctora se sonrojó y le pidió suavemente,
“¿Te puedo dar un abrazo?”
David
se quedó congelado. Ella se acercó y le puso los brazos alrededor. Sintió una
corriente de electricidad, un par de brazos bien tonificados lo apretaban en
una muestra de ternura. La escuchó suspirar
profundamente. Tenía olor a perfume. Su pelo rizado y sedoso le rozó la
sien. La doctora le dijo al oído:
— Me llena de dicha verte recuperado.
Me diste un susto terrible aquella noche. Yo fui la que te atendió cuando llegaste
moribundo en la ambulancia. Después de que te admitieron al hospital
ya no supe qué pasó contigo.
Se
separó de él
y lo miró fijamente. Ella tenía los ojos llorosos, y prosiguió:
— Qué gusto me da verte vivo. Qué Dios
te bendiga y te cuide.
David intentó leer el nombre en el gafete. La
doctora se secó las lágrimas y comenzó a caminar diciendo:
—Mi nombre es Equilla. Te deseo lo
mejor —por un momento enmudeció, hasta que al fin lo
despidió con voz quebrada— Aquí estoy a tus órdenes. Adiós.
David
estaba solo en el pasillo sin saber qué pensar. Miró a
través del cristal hacia las plantas de
un jardín interior. Qué casualidad. Se había
topado con la doctora que le salvó la vida cuando llegó inconsciente al
hospital. Observó las hileras de lavandas y los geranios. Las mangueras automáticas
rociaban agua sobre los arbustos. Unas abejas flotaban sobre las flores. Al ver
esa belleza pastoral se sin- tió insignificante como un insecto. Aquel
encuentro tan sorpresivo y tierno le hizo comprender su vulnerabilidad, la
impotencia infinita del ser humano frente a la muerte. Dio un suspiro y se encaminó
a la puerta.
Dos
semanas después, David fue en camión a su departamento vacío
de Fort Bend a recoger el correo, entre los cobros encontró un manuscrito
literario. Era la primera escena de la obra El Rey Lear. David había pertenecido a un grupo llamado
Pentámetro Yámbico. Se reunían cada dos semanas en la iglesia adventista
de Fort Bend. El grupo leía en conjunto las obras de Shakespeare. David tenía voz
de barítono y era buen lector. El coordinador del grupo le
había enviado una nota personal. “Estimado
David, quiero invitarte a que regreses a Pentámetro Yámbico.
Supe que has estado enfermo pero siempre eres bienvenido. Esperamos verte
pronto. Atentamente, R.M.”
El
día la reunión de teatro, David entró
a la iglesia y ahí estaba la joven sentada, sola. No se acordaba de su
nombre pero le sonrió. Se acercaron:
—Hola. ¿Te acuerdas de mí?
David se acordaba muy poco:
—¿Ofelia...?
Ella
sonrió:
—Una vez interpreté el
papel de Ofelia, pero me llamo Clarissa.
Se
rieron los dos. Recordaron los viejos tiempos.
Esa
noche el programa era la obra El Rey Lear. Una vez que llegaron todos
los asistentes dio inició la lectura y cuando menos lo pensó, David ya estaba
investido en el papel de Lord Gloucester.
En
la siguiente reunión de Pentámetro
Yámbico, después de que hubo terminado la
representación de la obra El mercader de Venecia, los organizadores
invitaron a todos que se quedaran a tomar un café.
Estaban celebrando el cumpleaños del director. Fue un convite muy agradable.
David se tomó un café en
compañía de Clarissa y ella le preguntó cómo se sentía,
y cuáles eran sus planes. David comentó que estaba
recuperando poco a poco sus fuerzas pero le iba a ser difícil
encontrar un puesto debido a su reciente enfermedad.
—Claro que no —lo
animó ella—. En la escuela donde yo trabajaba
hay dos vacantes. Se casó una maestra y se mudó a Nueva York; había
también un maestro de Historia que era miembro de las
Fuerzas Armadas y lo han llamado al servicio. Han estado usando maestros temporales.
David
se mostró interesado y se atrevió a preguntarle a Clarissa:
—Si acaso pido trabajo, ¿me podrías
recomendar?
Ella
asintió y se despidieron con un abrazo.
David
salió por la puerta de la iglesia con una nueva emoción en el pecho. Iba
caminando por el borde de la calle cuando de pronto se acercó un auto y le hizo
señas con las luces. Era Clarissa. Le preguntó si quería
que lo llevará a casa. Le dio mucha vergüenza
y le dijo que no.
—Vivo muy lejos, ya voy a tomar el
autobús.
Ella
insistió que la dejara al menos llevarlo a la parada. Al fin David se subió al
auto.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió
medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres
novelas: Treinta citas con la muerte
(2005), Dos miserables entre la luz y la
oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de
los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente.
Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron
en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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