domingo, 25 de noviembre de 2018

Clarissa.


El secreto de Olga
Novela

Por Giorgio Germont

Capítulo 6. Averiado

Después de cinco días, el enfermo epiléptico abandonó el hospital de Fort Bend con vida, pero averiado. Era septiembre de 2004. Las jaquecas y el vértigo le causaban largos períodos de cansancio sin poderse concentrar. Se conformaba con mirar a través de la ventana hacia el jardín sin hacer nada. Veía a las personas ocupadas en sus vidas cotidianas sin poderse incorporar a la suya propia. Su doctor ensayó varias fórmulas para controlar la epilepsia. Los ataques se fueron espaciando hasta que pararon por completo. Ya llevaba mes y medio sin trabajar. Recibió una llamada del distrito escolar de Fort Bend: lo habían despedido por falta de asistencia. La maestra Adkins se disculpó con él y aceptó que los problemas médicos estaban más allá del control de nadie. Sin embargo, el año escolar debía seguir su curso.
Le llovieron cartas del banco, cheques sin fondos, cobros del teléfono, la compañía de luz, el préstamo del auto y demás. Aprendió a prescindir de sus pequeños lujos y cayó en cuenta de que en realidad no le hacían falta. Al acercarse el invierno llegó hasta el fondo de un pozo muy hondo. Perdió su licencia de manejar debido a su enfermedad. Las raras ocasiones en que visitaba a su prometida descubrió que había perdido la habilidad de consumar el acto íntimo entre dos amantes. La epilepsia y los fármacos afectan la actividad sexual. Esa fue la explicación del médico. Jayme se ausentó de su vida. En cualquier caso, era preferible que ella hiciera su vida aparte. Los planes de boda se habían desmoronado. Había llegado el momento de tratar de ser feliz con lo que la vida le quisiera dar y conformarse así. En contraste con sus desgracias, recibió bendiciones por parte de su amigo Guillermo Guerrero, Memo, quien le dio hospedaje en su casa.
Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras. No hay lujos pero no falta qué comer. Tengo dos dormitorios. De vez en cuando viene una amiga y me visita. Si quieres limpiar y mantener el departamento en orden, te lo agradezco.Fue Guillermo quien le evitó vivir como un mendigo, durmiendo bajo un puente en la autopista.
Le ordenaron un estudio radiológico. El enfermo tomó el lapicero y puso su nombre en la hoja. Había otras personas en el cuarto de espera: una sala cuadrangular con sillas de color verde. Escribió su nombre lenta y deliberadamente, David Davidoff, fecha de nacimiento: 6 de agosto de 1976. Dejó la pluma sobre la tableta en el mostrador. La secretaria en la ventana dijo que tomara asiento, lo llamarían. Al poco rato oyó: Davidoff. Se puso de pie y una joven delgada de pelo largo, con una bata blanca le hizo señas para que la siguiera.
Quítese toda la ropa y se pone esta bata encima —le ordenó.
Se escuchaba música ambiental y los pensamientos empezaron a flotar como el humo de un cigarrillo que asciende en espirales. Pasados unos minutos la emplea- da lo acercó a un aparato de hierro como un Zeppelín. Lo metieron en un tubo. Tembló de frío al sentirse prisionero en una celda estrecha. La respiración se le hizo agitada. Le dio vergüenza hacer algún comentario y como una mansa oveja se recostó semi desnudo. Le dieron unos tapones para los oídos. La máquina hacía un ruido infernal. Se oyó una apacible voz femenina.
—Señor Davidoff, si algo se le ofrece apriete el botón que tiene en la mano derecha, es importante que permanezca inmóvil.
Se quedó helado, encerrado en la panza de esa bomba nuclear. Se dedicó a realizar ejercicios mentales para poderse relajar. Fue repitiendo mentalmente las armonías, los bemoles y los sostenidos de cada una de las escalas de las teclas del piano. Era su manera intelectual de mantenerse calmado, remontándose al universo musical dentro de su mente. Cuando menos pensó ya iba caminando de nuevo por el hospital rumbo a la salida. Era un pasillo con paredes de cristal. Su cerebro se había quedado en una nube de ausencia. Entre las notas de la música ambiental se deslizaba lentamente por el pasillo. Llevaba en su mano un portafolio. Hizo un alto para ver el jardín y sintió un empellón por detrás. Era alguien que venía caminando de prisa.
—Disculpe... —dijo una voz femenina.
Era una doctora acompañada de dos estudiantes. Ella muy sorprendida le preguntó:
—¿Eres tú? Hola. ¿Te acuerdas de mí? Soy la doctora de emergencias.
David se avergonzó al decir, No la reconozco”.
La doctora se sonrojó y le pidió suavemente, “¿Te puedo dar un abrazo?
David se quedó congelado. Ella se acercó y le puso los brazos alrededor. Sintió una corriente de electricidad, un par de brazos bien tonificados lo apretaban en una muestra de ternura. La escuchó suspirar profundamente. Tenía olor a perfume. Su pelo rizado y sedoso le rozó la sien. La doctora le dijo al oído:
Me llena de dicha verte recuperado. Me diste un susto terrible aquella noche. Yo fui la que te atendió cuando llegaste moribundo en la ambulancia. Después de que te admitieron al hospital ya no supe qué pasó contigo.
Se separó de él y lo miró fijamente. Ella tenía los ojos llorosos, y prosiguió:
Qué gusto me da verte vivo. Qué Dios te bendiga y te cuide.
David intentó leer el nombre en el gafete. La doctora se secó las lágrimas y comenzó a caminar diciendo:
Mi nombre es Equilla. Te deseo lo mejor por un momento enmudeció, hasta que al fin lo despidió con voz quebradaAquí estoy a tus órdenes. Adiós.
David estaba solo en el pasillo sin saber qué pensar. Miró a través del cristal hacia las plantas de un jardín interior. Qué casualidad. Se había topado con la doctora que le salvó la vida cuando llegó inconsciente al hospital. Observó las hileras de lavandas y los geranios. Las mangueras automáticas rociaban agua sobre los arbustos. Unas abejas flotaban sobre las flores. Al ver esa belleza pastoral se sin- tió insignificante como un insecto. Aquel encuentro tan sorpresivo y tierno le hizo comprender su vulnerabilidad, la impotencia infinita del ser humano frente a la muerte. Dio un suspiro y se encaminó a la puerta.
Dos semanas después, David fue en camión a su departamento vacío de Fort Bend a recoger el correo, entre los cobros encontró un manuscrito literario. Era la primera escena de la obra El Rey Lear. David había pertenecido a un grupo llamado Pentámetro Yámbico. Se reunían cada dos semanas en la iglesia adventista de Fort Bend. El grupo leía en conjunto las obras de Shakespeare. David tenía voz de barítono y era buen lector. El coordinador del grupo le había enviado una nota personal. Estimado David, quiero invitarte a que regreses a Pentámetro Yámbico. Supe que has estado enfermo pero siempre eres bienvenido. Esperamos verte pronto. Atentamente, R.M.
El día la reunión de teatro, David entró a la iglesia y ahí estaba la joven sentada, sola. No se acordaba de su nombre pero le sonrió. Se acercaron:
Hola. ¿Te acuerdas de mí?
David se acordaba muy poco:
—¿Ofelia...?
Ella sonrió:
Una vez interpreté el papel de Ofelia, pero me llamo Clarissa.
Se rieron los dos. Recordaron los viejos tiempos.
Esa noche el programa era la obra El Rey Lear. Una vez que llegaron todos los asistentes dio inició la lectura y cuando menos lo pensó, David ya estaba investido en el papel de Lord Gloucester.
En la siguiente reunión de Pentámetro Yámbico, después de que hubo terminado la representación de la obra El mercader de Venecia, los organizadores invitaron a todos que se quedaran a tomar un café. Estaban celebrando el cumpleaños del director. Fue un convite muy agradable. David se tomó un café en compañía de Clarissa y ella le preguntó cómo se sentía, y cuáles eran sus planes. David comentó que estaba recuperando poco a poco sus fuerzas pero le iba a ser difícil encontrar un puesto debido a su reciente enfermedad.
Claro que no lo animó ella. En la escuela donde yo trabajaba hay dos vacantes. Se casó una maestra y se mudó a Nueva York; había también un maestro de Historia que era miembro de las Fuerzas Armadas y lo han llamado al servicio. Han estado usando maestros temporales.
David se mostró interesado y se atrevió a preguntarle a Clarissa:
Si acaso pido trabajo, ¿me podrías recomendar?
Ella asintió y se despidieron con un abrazo.
David salió por la puerta de la iglesia con una nueva emoción en el pecho. Iba caminando por el borde de la calle cuando de pronto se acercó un auto y le hizo señas con las luces. Era Clarissa. Le preguntó si quería que lo llevará a casa. Le dio mucha vergüenza y le dijo que no.
Vivo muy lejos, ya voy a tomar el autobús.
Ella insistió que la dejara al menos llevarlo a la parada. Al fin David se subió al auto.
(Continuará).


 
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.

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