Oh, la brisa
Por Raúl Sánchez Trillo
Esta hora la ciudad
no conoce tu especie ni tu voz ni tu
canto,
solo da en la oscuridad su apacible
susurro.
Forja blasones ante este cielo húmedo,
viene juntando los astros que vacilan,
la súbita aniquilación de los cuerpos
al alba.
Solo ha vertido una sorda mirada
entre tus ojos,
un vasto clamor de olas ante la noche
que padeces
Joaquín Cossío
Cruz Chávez detiene su blazer muy
cerca de la cantina, a unas cuantas cuadras del Puente Santa Fe. Descendemos y
el viento de noviembre nos corta el rostro con su filero de hielo, pero me
vale, pues esta noche ando pisteando con personajes históricos y vengo a
conocer La Brisa, lugar de encuentros y lecturas de la perrada juarense. Ya no
es el mismo lugar de antes, me dice Cruz Chávez, quien en ese momento recobra
su personalidad secreta de José Joaquín Cossío, alto guardián de la secta para religiosa
conocida como “los monjes morados”, dramaturgo terreno y diseñador gráfico de puentes
libres.
La Brisa fue, según escribió el
perpetrador de la idea Miguel Ángel Chávez en el número 7 de Azar, un espacio donde convergieron
pintores, narradores, teatreros, parroquianos, periodistas, universitarios,
vagos, putas y poetas, todos ellos unidos por las ansias de escuchar la lectura
texticular de los cuates, beber cerveza y bailar un rock. Según Miguel Ángel,
en una sórdida cervecería se realizaron más de dieciocho veladas literarias y
leyeron cerca de cincuenta autores. Hoy ya no hay lecturas, aunque parece ser
que este sábado 13 la misma fauna comienza a caer por este lugar. Y si
históricamente hemos llegado tarde a todas partes, qué más da llegar
extemporáneamente a una cantina.
Entramos a La Brisa y lunas y
estrellas quedaron al alcance de nuestras manos. En medio de estas paredes
estrechas tocan unos tales Freedom cuyo requinto remueve la cerilla de las orejas.
Son unos asesinos de garrapatas, pienso, mientras el ruido de la batería va
acompasando poco a poco los latidos de mi máquina cardíaca que, comentario
marginal aparte, estuvo a punto de tronar esta tarde cuando, olvidando la rígida
dieta de murciélago, se me ocurrió degustar un pescado al mojo de ajo.
Solamente dos parejas se mueven en el
centro del bar. Agustín García, antiguo camarada pez, me dice por encima de los
rockíferos acordes: “Ese es Shaka, un
poeta juarense”, y este Shaka (¿Zulu?) nos hace renegar de nuestra propia
incoordinación motora con sus alardes de bailador. Si este cabrón escribe como
baila, pienso, ha de dar gusto leerlo. Las birrias rolan y, aunque los libros
de Jorge Humberto Chávez ya no están tras la barra, La Brisa es invadida
sigilosamente por los bárbaros hijos de Tomóchic: Cruz Chávez, con los brazos
en jarras, parece vigilar que la Santa de Cabora no ande por ahí con algún
gandalla, pero Saidah lo desarma con un “bailamos” y se internan en la bola,
acalambrándose al ritmo del grupo rockero que intentan hacerla con La canción del emigrante de Led
Zeppelin. Agustín olvida por un momento su condición de lobo estepario y saca a
una chicanita, mientras un gringo contempla con su cara de idiota (quién sabe
por qué todos la tienen in situ) a Chabolé, el fiero indio tarahumara de implacable
rastreador de apaches que, con Yolanda Abbud, marca unos buenos pasos de rock.
Tal vez La Brisa ya no sea la misma
de antes, pero esta noche el ambiente y la cerveza bien harían bailar hasta a
suicidas.
El mingitorio de La Brisa lo
deodorizan con guámis o gobernadora, hierba que en algunos pueblos de Chihuahua
colocan en los ataúdes de los difuntos para espantar el olor de la muerte, pero
que mezclada con orines me aproximan hoy a ciertos fantasmas que a estas horas
de dios, y a pesar de que ya pasó el día de todos los santos, andarán penando
por las calles de Juaritos y de El Paso.
En la plaza es hecho preso Juan
Sarabia, dando así al traste con la conspiración para la otra toma de Ciudad
Juárez, la cual no se realizó y dejó sin señal de levantamiento para siempre al
PLM. El espectro de Ricardo Flores Magón huye por las calles de El Paso,
lamentando el inicio del desmantelamiento del aparato militar de su
organización. Es apenas el comienzo de un duelo prolongado contra Enrique
Creel, quien a estas horas ya está informado del éxito de su incipiente
dispositivo de espionaje. En algún cuarto del barrio mexicano de El Paso,
Mariano Azuela novelea sus historias, mientras Tin Tan, con sus ropas de
pachuco, deambula entre los cholos que salen de las discos.
Yo mismo soy un alma en pena que en
la Plaza de Armas repite –un verano caliente de 1972– aquel primer orgasmo como
agitador, esa experiencia de médium poseído por los deseos de la masa. Soy
cadáver, aunque un poco menos que muchos de los que acompañé en aquella mínima
batalla por la Prepa Popular del Chamizal. Fui solo un agitador de vacaciones,
mientras que ellos, los que no están, los que no pudieron participar entre los
cincuenta lectores de La Brisa, lo tomaron más en serio y desaparecieron con la
Liga 23 de Septiembre. No, no entraron en los libros de texto como Sarabia, ni
dejaron una buena película como Tin Tan, pero recuerdos desperdigados a veces
los traen a la vida, aunque esta sea la de los fantasmas. Lamento no ser poeta
para escribirle unos versos a Antonia, aquella activista de la Prepa Popular
que me enseñó canciones de protesta. Si no se me trabara tanto la prosa diría
con bellas palabras que el roce furtivo de su piel fue el misterio más cercano
de una ciudad desconocida, vertiginosa y caótica.
Salgo del mingitorio con la idea de
que los parroquianos de La Brisa se dividen en dos: los que rockean y los que
rocanrolean, o mejor dicho en tres, porque los que no bailamos también
consumimos, aunque sea a costa del tesoro perdido de Tomóchic. Los que rockean
se mueven como a intervalos, como si una luz de discotec, que aquí no hay, los
paralizara por leves momentos, por un dieciseisavo de segundo, suficiente para
dar la impresión de movimiento rápido. Los que rocanrolean se deslizan con más
suavidad, son los supervivientes de fines de los sesenta que necesitan tomarse
de la mano para no irse por el túnel del tiempo, que esta noche debe tener
varias entradas al acecho, ambientadas con música de los Rolling, los Doors y
una que otra de Little Richard.
Pero La Brisa cierra a las doce, como
si en esta Frontera desmadrosa se temiera que las Blazer y los Jeep Gran Cherokee
se convirtieran en calabazas de Halloween. Y va la última, la del estribo,
listos todos a emerger a la superficie,
fuera las escafandras, los trajes de buzo con pantalones Levis Silver Tab, pero
antes ahí les va un palomazo de parte de Daniel Montañez. “A casa de Joaquín”,
dicen los ilusos como si un cartón de coronas pudiera detener el amanecer.
Afuera, parafraseando a Marco Antonio
García, las hormigas comienzan a llevarse la dilatada pupila de la noche
abierta. El frío ha cedido a punta de cerveza, no llueve pero una muchacha
mira, desde el puente, repetirse el vacío de sus ojos. No hay luna, pero uno siente
esa boca silenciosa de la noche dormida, la caricia intentada por los muertos
invocados.
De regreso por la Avenida del Malecón
dan ganas de despedirse con un poema de Jorge Humberto Chávez.
Cada vez que cruzo una nueva ciudad,
cada
vez que un río lluvioso crece,
alcanzo a ver los obstinados signos
que de
las puertas borran los otoños
disímbolos.
Oh ciudades.
Hay una puerta como un lento bostezo
un
mar amargo,
ruinas.
Hay un olor de tierra húmeda que
descubre
el silencio amarillo de las calles
que es su
voz,
su antigua voz que anuncia desde el
espejo
de las épocas
con una música que reposa en mi
dormido
corazón
que ya muy pocas cosas pueden hacerse
aquí,
que somos otros ahora que hemos
muerto.
(Esta crónica de Raúl Sánchez Trillo
es parte de su libro Notas anárquicas,
inédito).
Raúl Sánchez Trillo estudió maestría
en artes visuales en la ENAP/UNAM. Escribe crónicas y es profesional de la
fotografía de arte. Fue director de la Facultad de Artes. También director de
Extensión y Difusión Cultural y actualmente secretario general de la
Universidad Autónoma de Chihuahua.
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