En la foto Cristina Motta Allen, José Luis Morales y Giorgio Germont
El secreto de Olga
Novela
Por Giorgio Germont
Capítulo 8. Al otro lado del mundo
Una
taza vacía estaba sobre el fregadero, había
migajas de pan esparcidas sobre la mesa. Mitya había
terminado su desayuno. Se asomó por la ventana a la hora en que la noche no ha
terminado aún y el día no se atreve a comenzar. Una
gruesa neblina se enredaba en los abetos. La casa estaba sola, ya todos se habían
ido. Al chiquillo tal vez lo habían entregado con la abuela y
Mikhailovna ya estaba por llegar al trabajo. Mitya se vistió, tomó una manzana
de la canasta sobre la mesa y se fue a la calle. Al llegar al matadero, había un
montón de gente afuera. Seis guardias
estaban tomando lista a todos los que entraban. Mitya se acercó a uno de sus
compañeros y preguntó: “¿Qué pasa,
por qué no nos dejan entrar?” “Es la policía,
están investigando ahí dentro. Mataron a alguien.” Esperaron
más de una hora en la línea. Al terminar, la policía
se retiró y una camioneta vino a recoger el cuerpo. Cuando Mitya entró al
cuarto de los carniceros se dio cuenta de lo que había
pasado. Nikolas había sido encontrado por el guardia de la mañana.
Estaba colgado del gancho de las reses, patas arriba. Le habían
cortado la yugular de un tajo. Había sangre en el piso pero la mayor
parte se había escurrido en el resumidero. Una nota escrita a
mano estaba clavada en su pecho con una daga. El mensaje en ruso rezaba: “cerdo
checheno”.
Mitya
se acercó al cuerpo desangrado de su amigo temblando de rabia y de dolor. Se
quedó petrificado. Cuán tenue es la línea que separa la vida y la muerte.
Apenas antier estaban tomando el té juntos, y ahora Nikolas estaba ahí,
colgado como una res. Se habían reunido y no había
notado en él ninguna seña de intranquilidad. Los policías
estaban esperando para descolgar el cuerpo. Mufti, otro compañero, vino donde
Mitya, le jaló de la manga y le cerró un ojo. Se alejaron los dos rumbo a los
inodoros. Al entrar al cuarto, Mufti lo increpó:
—Te hablamos anoche, Alexei, pero no
contestaste.
—Estaba con Mikhailovna.
—Aghh, nos hiciste falta, mira lo
que ha pasado.
—Sí, lo siento.
—Te hablamos tres veces, pero no
estabas.
—No dormí en mi casa.
—No sabemos a qué hora
lo sacarían a este de la cama. Hay que andarse con cuidado.
Mufti
le dio un papelito arrugado, hecho bola y se lo metió en una bolsa. Le guiñó un
ojo y le dijo:
—Aquí está el nombre y la
dirección del traidor que lo delató.
Mitya respondió:
—Yo me encargo de él.
Mufti sacó de su abrigo un revólver y se lo
dio en la mano. Mitya no lo aceptó.
—No lo necesito —le
dijo—. Gracias. Yo me las arreglo a mi modo.
Se
dirigieron a sus puestos y cada quien se dedicó a sus labores como si nada
hubiera pasado. Mitya abrió en secreto el mensaje escrito: “Aibek Hamid, Gorky prospekt, número 718.” Lo volvió a meter en su bolsa.
Las
pesas y la política no son lo que alimenta a Dmitry. Se gana el pan
de otra forma; es carnicero. Para su fortuna, el matadero es el lugar ideal para
procurarse los mejores cortes de carne, necesarios para mantener sus enormes músculos.
A la hora de la comida, Mitya y sus compañeros se despojan de sus overoles sangrientos
y se quitan los guantes. Rápidamente se enjuagan las manos y
se quitan las batas. Despojados de su ropa de trabajo toman un descanso.
El
sol está en el cenit. Montones de nieve sucia mezclada con
lodo ocupan la superficie del patio del matadero. Mitya
toma su mochila y saca un pañuelo enredado y anudado en un bulto. Sus dedos
gruesos y rasposos deshacen el nudo. Abre el bulto. Está enredado
en un retazo de tela color verde con rayas amarillas. La coloca frente a él
a manera de mantel. Adentro hay rábanos curtidos, una lon- ganiza de
cerdo cortada en tajos grandes, siete papas coci- das y un puñado de huevos
duros. Los compañeros también abren sus sacos. Todos juntos
toman asiento sobre unos barriles de sal, recargan sus espaldas reclinadas
contra la pared de bloques de concreto del edificio número
dos del rastro. En medio de los cinco hay un barril volteado de lado con una
tabla clavada encima. Sobre esa imitación de mesa dos hogazas de pan negro, un
frasco grande lleno de té, tasas de aluminio y un frasco de
mostaza. En silencio comen sus alimentos.
El
sol les quema la cara. Hay en las inmediaciones espacios cubiertos de pasto
amarillento que se adivina a través de la nieve. Una parvada de
cuervos se posa sobre el alambre de púas y se escuchan sus graznidos. En
el muelle, junto a un vagón sobre las vías, los ferrocarrileros han
preparado un flete de cajas de carne congelada. Cuando terminan de comer, antes
de entrar al cuarto de carniceros, Mufti le susurra al oído a
Dmitry:
—No te olvides de la reunión en la
noche.
Mitya
asiente con la cabeza sin decir palabra.
A
paso lento se dirigen a las mesas de destajo. Al entrar al cuarto, Iván,
un barbudo, aprieta el botón rojo. El motor emite un quejido metálico,
impulsa la cadena y comienza a rotar el carrusel llevando por el aire en sus
garfios trozos de carne que vuelan lentamente.
Los
pisos son de concreto, en declive, con un gran resumidero en el centro. Pisos
bañados continuamente por regadores automáticos,
paredes blanquecinas, sanguinolentas. En ese salón gigante, las vacas cortadas
en cuartos, suspendidas en el techo, ignoran la fuerza de la gravedad. Dmitry
con un fierro a forma de arpón dirige los trozos, toma control de las canales que
van pasando por el aire circulando de izquierda a derecha. Colocan los trozos
sobre la mesa de destajo. Él destaza las carnes sin pensar. Es
un hombre acostumbrado al olor de la sangre.
El
Partido odiaba más a los soplones que a los propios rusos. Eran
chechenos fratricidas que se atrevían a espiar para la Federación
Rusa. Eran responsables de innumerables atrocidades, habían
causado con sus indiscreciones cientos de arrestos que resultaban en juicio
sumario y ejecución inmediata del activista y su familia, o peor aún.
Si el checheno se dejaba capturar vivo seguían interminables semanas de
tortura. Semanas de interrogatorio en las que inevitablemente delataba y exponía aún más la vida de otros miembros del movimiento.
Dmitry
por su parte no era ni se consideraba a sí mismo un imam educado y con gran
conocimiento del Corán. Comía cerdo y tomaba vodka si le daban
la gana. Si le hacía falta una mujer, la buscaba sin remilgo alguno, no
importaba quién fuera. Él no era ni filósofo ni un erudito
de la insurrección y la propagación del Islam. Estaba consciente de que era
solamente garfio y músculo en el movimiento. Tan solo con estar de pie
junto a Dmitry era sentirse como junto al parapeto de un bloque de granito. Su
quijada era cuadrada y prognática, dientes fuertes y parejos,
con un espacio entre los dos incisivos de en medio. Tenía
una semi sonrisa que era como una mueca. Su piel era color de oliva. Su pelo era grueso como alambre que se salía
por abajo de su tocado islámico, su taqiyah.
Esa
noche cuando salió de la reunión tomó la derecha en Leningrad Prospekt. Se
enredó en su chamarra de piel de borrego, el viento pegaba duro. Mantuvo la
mirada al piso contra el frío y caminó diez cuadras hasta la
parada del tranvía. En su mente Dmitry solamente deseaba estar libre
de las botas de los rusos, que eran un como un escupitajo diario sobre tierra
chechena. Conocía por señas el barrio donde vivía
el traidor cuyo nombre estaba escrito en el recado que le dio Mufti.
Era
una barriada mísera, al lado suroeste de la ciudad. El trayecto
sobre rieles le tomó escasos treinta minutos. Al llegar a su parada caminó aún
seis cuadras. Se detuvo en la esquina y examinó el barrio, era una hilera de
viviendas muy parecidas, casas humildes. Los techos eran colores café y gris. Había chimeneas al por mayor. El humo
se elevaba a las nubes, la iluminación pública era escasa. Había un porche que servía
de entrada de una vecindad. El callejón estaba desierto pasadas las 23:00 de la
noche, había una leve llovizna casi como un rocío
suave. Tocó la puerta del 718 del Gorky
Prospekt. Un hombre delgado abrió; llevaba un bigote muy ralo y vestía una djallabah. Lo llamó por su nombre:
—¿Aibek Hamid?
—Buenas noches.
El
hombre respondió y saludó:
—Dobry vecher.
Se
escuchó un grito.
—¡Hahh! ¿Eres tú Kargy?
Dmitry
reconoció ese rostro. Una mueca de dolor y sorpresa apareció también
en la cara de la víctima; se conocían.
Kirgui
era un barrendero que trabajaba en el matadero. Su madrastra era de Kirguistán,
de ahí el mote. Pero él era checheno. Dmitry le dio un puñetazo
en la cara y lo arrastró diez metros hacia el fondo del callejón. El barro
estaba cu- bierto de nieve sucia. A media cuadra, un auto avanzaba por el asfalto
doblando la esquina, hizo una pausa, se dio vuelta en U y sus luces traseras
como dos pupilas rojas se fueron esfumando. El carnicero levantaba en vilo a su
víctima. Le corría sangre por la cara y tenía
la nariz fracturada. Se le cayó la capucha, su pelo era enhebrado y sucio, la
barba larga y áspera.
—¿Cómo
te atreviste a hacer esto Kirgui? —le gritó el hombrón que ya había
desenvainado la cimitarra con la derecha y sostenía por el cogote a la oveja
sacrificial en la izquierda.
—¿Cómo
te atreves a vestir el uniforme ruso, a cooperar con la Spetsnaz? Cerdo
traidor, ¿no te da vergüenza? ¡Bastardo!
Lo
dejó caer.
El
prisionero se desplomó llorando en el barro del callejón oscuro, empezó a temblar, era como una convulsión. Su cuerpo
entero sacudido con violencia por el llanto. Pasado un minuto, el hombre del
caftán se incorporó, se secó las lágrimas en la manga y se puso de
rodillas. Dmitry le increpó.
—Sabes muy bien lo que te mereces,
traidor.
Paralizado
por el drama, el cautivo, consciente de su destino, sollozaba en silencio.
—Respóndeme, Kirgui, ¿qué le dices a tu dios antes de morir? ¡Responde!
El
verdugo le dio una tremenda patada en el costado y lo lanzó de nuevo al suelo
dando tumbos. Se quedó ahí quieto
sin tratar de huir. Sollozaba en silencio. Comenzó a levantarse, apoyó sus
palmas en la tierra y adoptó la posición de un mahometano en oración. Elevó la mirada al verdugo y lo vio a los ojos. Dmitry volvió a preguntar:
—¿Qué le debes decir a tu Señor Allah en tu último momento? ¡Contéstame!
La
voz del checheno temblaba, era ronca y sorda. A pesar que lo interrumpían
las lágrimas, alcanzó a decir: “Allah, Señor mío, apiádate de mí.”
Fueron
sus últimas palabras. En un tranco el carnicero atenazó su
cabellera con la izquierda y rápidamente le pasó el cuchillo a través de la garganta.
Lo degolló de un tajo como se sacrifica un
chivo; lo aguantó en vilo un instante y cuando el torrente cálido
de sangre corría a borbotones, lo lanzó al piso sin miramientos. El
moribundo se ahogaba en su propia sangre. El verdugo limpió la daga en el caftán
del ejecutado, devolvió la hoja de metal a su vaina y desapareció bajo el manto
de la oscuridad.
(Continuará).
Giorgio Germont
estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha
publicado tres novelas: Treinta citas con
la muerte (2005), Dos miserables
entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones
como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011
respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la
segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En
2016 publicó su novela Rayo azul.
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