El secreto de Olga
Novela
Por Giorgio Germont
4. Salmo
para un niño difunto
Depués de veinte horas en estado de coma,
el inválido abrió
el ojo derecho lentamente. No tenía idea de quién
era ni de dónde estaba. Descansaba a solas en una habitación fría
y silenciosa. Le dolía la lengua, la tenía hinchada. Por la ventana entraba
una luz neón; era de noche. Trató de incorporarse pero lo frenó un pinchazo en
el brazo derecho; eran una aguja y un suero. Miró de nuevo a la ventana de
cortinajes grises. Sus ojos se cerraron y retornó a la inconsciencia.
El
viernes 4 de septiembre de 2004, el enfermo del cuarto 214 del hospital regional
de Fort Bend, Texas, dormía profundamente. Se recuperaba de un ataque epiléptico
que lo había derrumbado a un estado de coma.
En
el verano de 2002 Davidoff se había mudado de su ciudad natal El Paso
y aceptó una posición de maestro de apreciación musical y ciencias humanísticas
en el departamento de educación de Fort Bend.
David
era un joven de ojos negros, un poco tímido e introvertido que prefería
las bibliotecas a los gimnasios. Era alto, de pelo negro y anteojos, nariz
aguileña, barba y bigote tupidos, con una sonrisa apacible. Se consideraba a sí mismo
un hombre pacífico y tranquilo.
El
teléfono de la habitación del hospital sonó dos veces.
—Aló.
—Buenos días,
David. ¿Cómo te sientes, cariño?
—Estoy adormilado.
—¿Qué dijo el doctor? ¿Cuál
es el plan?
—Puedo salir por la tarde. Hoy me
darán de alta.
—Yo te recojo a las siete después
que cierre la tienda.
—Gracias Jayme.
—Adiós.
Los
párpados de David se negaban a mantenerse abiertos. Se
encontraba en un estado de pesadez química y cansancio mental por el
efecto de las convulsiones y los medicamentos. Un torrente de imágenes
le invadió el cerebro, la fiesta, las flores, su traje nuevo, las orquídeas
de Jayme, el balance sin pagar de la cena, un elefante sentado sobre su pecho.
—No puedo pensar en todo esto, lo
atiendo después.
Alcanzó
el cordón del
teléfono y lo desconectó. Se dio vuelta y se tapó los
ojos con el brazo. Apenas se quedó dormido y soñó que salía
por la puerta principal del hospital caminando rumbo a casa. En el sueño se veía a sí mismo caminando por la acera, la brisa ondeaba su
bata. Arrastraba el poste con el suero conectado a su brazo. Mientras observaba
el tráfico, se dirigía al puente que cruza el río
Brazos. Iba caminando tranquilamente y al llegar al puente decidió seguir
caminando por la ribera y cruzar el río nadando. Pronto se presentaron
unos grandes álamos con su sombra para cobijarlo. Un grupo de
garzas se asustaron y graznaron mientras levantaban el vuelo. Las pantuflas de
David se deslizaban suavemente en el pasto húmedo de la ribera y a unos metros
vio las aguas que corrían. Escuchó un grito:
—¡Ayy, ayy!
Era
un grito desesperado de un chiquillo que trataba de salvarse arrastrado por la
corriente.
—Ah —se dijo. Es el niño rubiecito que
vi en la televisión.
Era
el chiquillo que había aparecido en las TV noticias de la tarde sobre un
atentado terrorista que había sucedido. David le gritó:
—¡Hola! ¡Hey
chico, ven acá!
Estiró la mano y lo alcanzó a tomar por
el brazo. Sus ojos estaban abiertos desmesuradamente y en el pómulo tenía una
herida ennegrecida, como de un balazo. Lo sujetó fuertemente y justo en eso
David se tropezó con el tronco de un árbol y cayó al suelo. El cuerpo del
chiquillo se sumergió bajo las aguas despareciendo de inmediato. La espuma daba
vueltas en la superficie pero no había
señas del chico. David de espaldas
sobre el fango miraba hacia el cielo. Nubarrones oscuros cubrían
el firmamento. La luz del sol era apenas visible. Así siguió
con sus ojos abiertos sin pensar en nada, sin ver nada rumbo a la nada. El
abandono total de un sueño pesado y confuso.
Esa
misma tarde en el cuarto 214 la enfermera visitó al enfermo y le administró sus
medicinas. Era la mujer que la noche anterior le había
dado los pormenores de su llegada al hospital en ambulancia, inconsciente, víctima
de un ataque de epilepsia. David había perdido la cuenta de al menos
veinticuatro horas de su vida. El primero de septiembre de 2004 era como una
nebulosa gris y lejana que flotaba sin rumbo en el éter del universo.
El
televisor empotrado en la pared vociferaba las noticias con el volumen muy
alto. Era la CNN con noticias de última hora. El ruido tenía
mareado a David. Su mente estaba como en medio de una espesa neblina. Los párpados
se le cerraban. Un sueño pesado como una losa lo aplastaba. Por un instante
abrió los ojos y vio la tele. Una anciana aparecía llorando en la pantalla. Se cubría con
una pañoleta de color gris sus largas
canas. Cada línea revelaba un rostro desgarrador: grita, llora y
se jala los cabellos. Tiene los ojos casi cerrados, hinchados de llorar. Viste
un humilde vestido de campesina, como un mantón, como un saco de harina de
color negro estampado de estrellas amarillas. Sus manos aprietan con fuerza un
pañuelo. Se limpia las lágrimas y la nariz que le gotea constantemente.
—¿Qué le pasa a esta mujer? ¿Por qué llora
tanto? —se pregunta David. ¿Es una pesadilla? ¿Qué pasa?
La
imagen muestra por unos instantes la foto de un jovencito de pocos años de edad
con una camisa de cuadros azules y blancos. El nombre aparece en la pantalla:
Soslan To Maczevich. Es la foto de un chiquillo risueño con dientes de conejito
y piel muy clara. La imagen cambia y muestran escenas del día
anterior. Un soldado acarrea en sus brazos el cuerpo maltrecho e inerte de un
niño muy pálido vestido solamente en calzoncillos. Los brazos
le cuelgan. La cabeza va suelta, sin vida. El soldado rápidamente
se aleja cargando a la víctima. El camarógrafo vuelve su enfoque al sitio de
una tragedia en el gimnasio de una escuela. En el inmueble vacío
y calcinado hay personas consolando a una anciana que llora. Un sacerdote
ortodoxo con tocado negro y barbas se le acerca y le dice algunas palabras en
ruso. La traducción aparece:
—¿Qué te pasa madre? ¿Por qué lloras
así?
La
anciana lo mira y llora mientras agita las manos con desesperación y le grita
en la cara.
—¡Es
mi niño, mi Soslan! Me lo han matado, lo masacraron esos demonios!
Se
tapa la cara y llora desconsolada de nuevo. El prelado la abraza y la consuela,
“Maoli bogou, pídele fuerza al Creador. El Señor te consolará.”
La
mujer lo increpa:
—¿Maoli bogou? ¿Para qué, fuerza para qué? ¡No hay nada que nadie pueda hacer!
Mi niño está muerto. Se me fue para siempre.
La
mujer une sus manos en oración y mirando hacia las nubes grita.
—¿Por
qué te lo llevaste, Dios mío? Solamente tenía
nueve añitos. Mejor te hubieras llevado a esta vieja inútil
que no sirve para nada. Llévame con él,
Dios mío. No puedo vivir así, por favor. Haz que me muera en
este momento. ¡Má- tame Dios mío!
Ahora
las imágenes muestran una hilera de tanques, un convoy
militar que rodea una escuela. Es el desenlace del asedio terrorista a una
escuela primaria en la ciudad de Beslan. Es la franja sur de Rusia, la región del Cáucaso norte, departamento de
Ossetia-Alanya. Se van los tanques y aparece una congregación de pueblerinos
compungidos. Las mujeres llorando, los hombres con caras largas y las manos en
las bolsas, en completo estado de shock. Adormilado el enfermo no alcanza
a comprender cómo se pudo cometer un acto de violencia tan sangriento. Los ojos
se le cierran, apaga el televisor y al instante se duerme de nuevo.
(Continuará).
Giorgio Germont
estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha
publicado tres novelas: Treinta citas con
la muerte (2005), Dos miserables
entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones
como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011
respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la
segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En
2016 publicó su novela Rayo azul.
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