miércoles, 21 de noviembre de 2018

El secreto de Olga, novela de Giorgio Germont, capítulo 4

El secreto de Olga
Novela

Por Giorgio Germont

4. Salmo para un niño difunto
Depués de veinte horas en estado de coma, el inválido abrió el ojo derecho lentamente. No tenía idea de quién era ni de dónde estaba. Descansaba a solas en una habitación fría y silenciosa. Le dolía la lengua, la tenía hinchada. Por la ventana entraba una luz neón; era de noche. Trató de incorporarse pero lo frenó un pinchazo en el brazo derecho; eran una aguja y un suero. Miró de nuevo a la ventana de cortinajes grises. Sus ojos se cerraron y retornó a la inconsciencia.
El viernes 4 de septiembre de 2004, el enfermo del cuarto 214 del hospital regional de Fort Bend, Texas, dormía profundamente. Se recuperaba de un ataque epiléptico que lo había derrumbado a un estado de coma.
En el verano de 2002 Davidoff se había mudado de su ciudad natal El Paso y aceptó una posición de maestro de apreciación musical y ciencias humanísticas en el departamento de educación de Fort Bend.
David era un joven de ojos negros, un poco tímido e introvertido que prefería las bibliotecas a los gimnasios. Era alto, de pelo negro y anteojos, nariz aguileña, barba y bigote tupidos, con una sonrisa apacible. Se consideraba a sí mismo un hombre pacífico y tranquilo.
El teléfono de la habitación del hospital sonó dos veces.
—Aló.
Buenos días, David. ¿Cómo te sientes, cariño?
Estoy adormilado.
—¿Qué dijo el doctor? ¿Cuál es el plan?
Puedo salir por la tarde. Hoy me darán de alta.
Yo te recojo a las siete después que cierre la tienda.
Gracias Jayme.
—Adiós.
Los párpados de David se negaban a mantenerse abiertos. Se encontraba en un estado de pesadez química y cansancio mental por el efecto de las convulsiones y los medicamentos. Un torrente de imágenes le invadió el cerebro, la fiesta, las flores, su traje nuevo, las orquídeas de Jayme, el balance sin pagar de la cena, un elefante sentado sobre su pecho.
No puedo pensar en todo esto, lo atiendo después.
Alcanzó el cordón del teléfono y lo desconectó. Se dio vuelta y se tapó los ojos con el brazo. Apenas se quedó dormido y soñó que salía por la puerta principal del hospital caminando rumbo a casa. En el sueño se veía a sí mismo caminando por la acera, la brisa ondeaba su bata. Arrastraba el poste con el suero conectado a su brazo. Mientras observaba el tráfico, se dirigía al puente que cruza el río Brazos. Iba caminando tranquilamente y al llegar al puente decidió seguir caminando por la ribera y cruzar el río nadando. Pronto se presentaron unos grandes álamos con su sombra para cobijarlo. Un grupo de garzas se asustaron y graznaron mientras levantaban el vuelo. Las pantuflas de David se deslizaban suavemente en el pasto húmedo de la ribera y a unos metros vio las aguas que corrían. Escuchó un grito:
—¡Ayy, ayy!
Era un grito desesperado de un chiquillo que trataba de salvarse arrastrado por la corriente.
Ah se dijo. Es el niño rubiecito que vi en la televisión.
Era el chiquillo que había aparecido en las TV noticias de la tarde sobre un atentado terrorista que había sucedido. David le gritó:
—¡Hola! ¡Hey chico, ven acá!
Estiró la mano y lo alcanzó a tomar por el brazo. Sus ojos estaban abiertos desmesuradamente y en el pómulo tenía una herida ennegrecida, como de un balazo. Lo sujetó fuertemente y justo en eso David se tropezó con el tronco de un árbol y cayó al suelo. El cuerpo del chiquillo se sumergió bajo las aguas despareciendo de inmediato. La espuma daba vueltas en la superficie pero no había señas del chico. David de espaldas sobre el fango miraba hacia el cielo. Nubarrones oscuros cubrían el firmamento. La luz del sol era apenas visible. Así siguió con sus ojos abiertos sin pensar en nada, sin ver nada rumbo a la nada. El abandono total de un sueño pesado y confuso.
Esa misma tarde en el cuarto 214 la enfermera visitó al enfermo y le administró sus medicinas. Era la mujer que la noche anterior le había dado los pormenores de su llegada al hospital en ambulancia, inconsciente, víctima de un ataque de epilepsia. David había perdido la cuenta de al menos veinticuatro horas de su vida. El primero de septiembre de 2004 era como una nebulosa gris y lejana que flotaba sin rumbo en el éter del universo.
El televisor empotrado en la pared vociferaba las noticias con el volumen muy alto. Era la CNN con noticias de última hora. El ruido tenía mareado a David. Su mente estaba como en medio de una espesa neblina. Los párpados se le cerraban. Un sueño pesado como una losa lo aplastaba. Por un instante abrió los ojos y vio la tele. Una anciana aparecía llorando en la pantalla. Se cubría con una pañoleta de color gris sus largas canas. Cada línea revelaba un rostro desgarrador: grita, llora y se jala los cabellos. Tiene los ojos casi cerrados, hinchados de llorar. Viste un humilde vestido de campesina, como un mantón, como un saco de harina de color negro estampado de estrellas amarillas. Sus manos aprietan con fuerza un pañuelo. Se limpia las lágrimas y la nariz que le gotea constantemente.
—¿Qué le pasa a esta mujer? ¿Por qué llora tanto? se pregunta David. ¿Es una pesadilla? ¿Qué pasa?
La imagen muestra por unos instantes la foto de un jovencito de pocos años de edad con una camisa de cuadros azules y blancos. El nombre aparece en la pantalla: Soslan To Maczevich. Es la foto de un chiquillo risueño con dientes de conejito y piel muy clara. La imagen cambia y muestran escenas del día anterior. Un soldado acarrea en sus brazos el cuerpo maltrecho e inerte de un niño muy pálido vestido solamente en calzoncillos. Los brazos le cuelgan. La cabeza va suelta, sin vida. El soldado rápidamente se aleja cargando a la víctima. El camarógrafo vuelve su enfoque al sitio de una tragedia en el gimnasio de una escuela. En el inmueble vacío y calcinado hay personas consolando a una anciana que llora. Un sacerdote ortodoxo con tocado negro y barbas se le acerca y le dice algunas palabras en ruso. La traducción aparece:
—¿Qué te pasa madre? ¿Por qué lloras así?
La anciana lo mira y llora mientras agita las manos con desesperación y le grita en la cara.
—¡Es mi niño, mi Soslan! Me lo han matado, lo masacraron esos demonios!
Se tapa la cara y llora desconsolada de nuevo. El prelado la abraza y la consuela, “Maoli bogou, pídele fuerza al Creador. El Señor te consolará.”
La mujer lo increpa:
—¿Maoli bogou? ¿Para qué, fuerza para qué? ¡No hay nada que nadie pueda hacer! Mi niño está muerto. Se me fue para siempre.
La mujer une sus manos en oración y mirando hacia las nubes grita.
—¿Por qué te lo llevaste, Dios mío? Solamente tenía nueve añitos. Mejor te hubieras llevado a esta vieja inútil que no sirve para nada. Llévame con él, Dios mío. No puedo vivir así, por favor. Haz que me muera en este momento. ¡- tame Dios mío!
Ahora las imágenes muestran una hilera de tanques, un convoy militar que rodea una escuela. Es el desenlace del asedio terrorista a una escuela primaria en la ciudad de Beslan. Es la franja sur de Rusia, la región del Cáucaso norte, departamento de Ossetia-Alanya. Se van los tanques y aparece una congregación de pueblerinos compungidos. Las mujeres llorando, los hombres con caras largas y las manos en las bolsas, en completo estado de shock. Adormilado el enfermo no alcanza a comprender cómo se pudo cometer un acto de violencia tan sangriento. Los ojos se le cierran, apaga el televisor y al instante se duerme de nuevo.
(Continuará).






Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.

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