El secreto de Olga
Novela
Por Giorgio Germont
Dedicatoria
Esta
novela es una obra de ficción y está dedicada a mi compañera Cristina.
Gracias. Mi cariño por tu amor y tu apoyo.
Capítulo 1. Ser o no ser
Te
extraño, me haces falta.
Mi
espalda vencida se recarga en la pared.
Mil
pares de ojos están fijos en mí,
veo hacia atrás y hay
trescientas cruces,
veo hacia el frente y se acerca una
tormenta,
veo mis manos y están ensangrentadas.
Ser o no ser
es mi único dilema.
Mi piel huele a sangre y a tormento;
el
tormento de tu pestilencia en mi olfato,
el
abrazo final que me partió por la mitad
y
me arrastró hacia la naúsea.
Tres brujas ciegas me hablan sin hablar.
Odio el susurro de su oráculo,
diles
que me pidan otra cosa,
que
no laven mis manos en su caldero,
que
no me hablen de arrepentimiento,
que
no me pidan
abrir
la puerta del perdón.
Capítulo 1: David
Agosto 21, 2004, Pasadena,
Texas, EUA
Lo
despertó la
migraña. Un sol rojo quemaba
los álamos y los sicomoros. Mientras estaba de pie en la cocina lo tomó por sorpresa el
espejismo de un incendio, podía ver entre los árboles las
brasas de un ardiente amanecer. Reposó su mirada en el fragmento del salmo enmarcado
que colgaba de la ventana,
Este mundo es de Dios y todo lo que en él habita,
porque Dios lo fundó sobre los mares,
y lo asentó sobre los ríos.
Era su favorito, el número XXIV. Una parvada de cuervos se posó en las ramas del jardín graznando al sol. Halló su refugio en una taza de café y dos aspirinas. Algo extraño le estaba
sucediendo, ya se lo había
comentado a su novia. Recientemente padecía de temblores
involuntarios en el párpado izquierdo y veía de pronto aerolitos y cometas que nublaban su vista cuando apagaba las
luces en la noche. A las siete y quince sonó el teléfono, era ella, Jayme, su prometida. Se dieron los buenos días y comentaron acerca de lo
que lo aquejaba.
―Se te va a quitar todo, ya lo verás,
te voy a organizar una sesión de Yoga terapeútica ―dijo Jayme.
David se consideraba a sí mismo un hombre tranquilo y espiritual. Era
maestro de historia y de apreciación musical. Un joven alto y espigado de 33 años
de edad, tez blanca, ojos azules y barba negra tupida. Su manera de vestir era
sencilla y recatada, no era esclavo de la moda, disfrutaba más la biblioteca
que el gimnasio, un hombre intelectual y pacífico. El asunto de las migrañas le
estaba privando de su serenidad.
Tres días
después llegó a la
esquina de la calle Roble con Montrose, el sol estaba en lo alto. El
anuncio de color amarillo decía:
Pasión
por la yoga - reiki - yoga terapeutica - yogi Patricia
Era un
establecimiento sencillo, un domicilio remodelado. Un joven abrió la puerta y lo invitó a pasar. Se llamaba Abraham. El interior estaba
a media luz. Había un pequeño escritorio en la entrada. Una joven delgada de
pelo negro le estrechó la mano enérgicamente.
—Hola
David, soy Patricia.
Tenía una
voz firme pero agradable, la sonrisa a flor de labios, ojos negros y nariz
aguileña.
Ella era la dueña de la academia y
Abraham era su asistente.
—¿Trajiste
algo ligero para vestir en la sesión? —preguntó—. David respondió que sí.
—Ahí está
el baño. Te puedes cambiar y luego damos comienzo a la meditación.
Le tomó varios
minutos acostumbrar
sus ojos, el recinto estaba oscuro salvo por dos lámparas. Las ventanas estaban tapadas con mamparas de madera. Patricia le indicó que tomara una colchoneta y una almohada y se despojara de
sus zapatos para entrar al salón de la terapia.
Era un
cuarto de seis por seis metros, piso de madera con
almohadones y tapetes dispersos por doquier. Al
fondo junto a la pared varios cirios y palillos de incienso estaban encendidos. Patricia le preguntó sobre su salud.
—Jayme
dijo que tienes dolores de cabeza y mucha tensión en tu cuello. ¿Es cierto?
—Sí, últimamente
he tenido unas jaquecas muy fuertes —contestó David.
—Lo
primero es la posición correcta —se aproximó
la yogui— Párate aquí sobre este tapete con tu espalda contra la pared y apunta con tus
dedos hacia el centro del cuarto.
Ella le
tomó el mentón en sus manos. Sus movimientos eran ágiles y con autoridad.
—Voy a
sostener tu quijada para enderezar la columna cervical. Relaja tu cuello, yo lo
voy a controlar.
Lo estiró
así por unos minutos.
— Ahora
dobla tu espalda. Una por una las vértebras
tienen que dar de sí. Cuelga tus manos al piso hasta que puedas tocar la punta
de tus pies. Hazlo despacio sin forzarte. Toma una respiración profunda y a la
vez que doblas la espalda deja salir el aire, exhala muy
despacio.
Se acercó
Abraham y le pidieron a David que se acostara en el tapete boca arriba con las
piernas recargadas en la pared y procedió a abrir sus muslos como un compás. Constantemente Patricia le dictaba:
—Respira profundo,
respira hasta el ombligo y luego hasta el corazón y finalmente hasta la
garganta. Llena tus pulmones por completo. Luego aguantas la respiración
y dejas el aire escapar lentamente por la nariz. Concéntrate en la respiración a la vez que estiras tus muslos al máximo.
Luego le
doblaron las rodillas hasta tocar su pecho y Patricia, con los movimientos ágiles
de un gato, se metió entre David y la pared para ayudarle con sus piernas a
estirar al máximo el compás. Estaban muy juntos los tres Patricia estaba a unos
centímetros de su rostro, percibía su aliento.
—Respira
profundo por la nariz —sus ojos negros se enfocaban en la cara de David y le
ordenaba—. No pienses en nada, concéntrate. Quiero
que te imagines que estás viendo una ventana de cristal abierta de par en par y
afuera hay nubes, nubes muy blancas y nada más. Si tu mente quiere divagar deténla
y piensa en tu respiración, concéntrate en
la fuente de tu vida;
en tus pulmones, tu pulso,
los latidos de tu corazón. Abre los ojos y mírame a la cara. Respira
profundamente tápate la nariz alternando derecha e izquierda inhalando y
exhalando.
Apareció el
olor de una barra de incienso que Patricia colocó en la cercanía. Abraham en silencio lo sostenía fuertemente por la espalda, transmitiendo su calor de piel a
piel a través de las ropas tan ligeras. Reconoció David que los yogi
estaban más interesados en una intervención espiritual. Pretendían ayudar a que él mismo
hiciera frente a sus demonios mentales y los venciera de una vez con la fuerza
de la mente.
—Ahora
toma tu palma de la mano derecha y apóyala aquí contra mi pecho mientras yo
hago lo mismo. —dijo Patricia. Tu mano izquierda la puedes descansar en tu
rodilla.
Al mismo
tiempo Abraham aumentó la presión sobre la espalda
empujando a David a una cercanía absoluta con la cara de Patricia, quien le
miraba a los ojos mientras tenían sus manos en el pecho de uno y del otro.
—Repite conmigo un mantra en Sánscrito que significa
“Yo soy”. Respira profundo y dices “Ohm”, se repite tres veces.
—Un
momento —dijo David—. Yo tengo un mantra mío.
—¿Cuál
es?
—Dios mío,
permite que sea
yo un instrumento de tu paz.
—Ah, muy
bien —dijo ella— lo tomamos y lo vamos a cambiar. Ahora dices: “Señor Dios, yo
soy instrumento de tu paz”. Repítelo conmigo, mírame a los ojos, hazme el honor
de regalarme tu mirada. Mira directamente a mis ojos. Respira profundamente y
repite conmigo: “Señor yo soy tu paz. Señor yo soy la paz”. Repítelo tres
veces.
—Yo soy
la paz. Yo soy tu paz. Yo soy mi paz.
Al final
de la oración estaban suspendidos los tres en una misma respiración y un mismo
latido de sus corazones, en intenso contacto físico. El incienso de palo santo
aumentaba la temperatura, un gong tibetano sonó en ese momento. David se sentía
muy acalorado y comentó que se sentía desmayar.
―No temas
—dijo ella— ahora vamos a tomar una última respiración muy profunda y decir “Ohm” mientras sentimos la energía de nuestros cuerpos.
Los yogi
apretaron sus torsos contra el de David y exhalaron un grito de Ohm. David
sintió que se desvanecía. Abraham tomó la espalda de David en sus brazos y lo
dejó reclinarse acostado en el tapete.
—No te
muevas, respira profundamente. ―Le cubrieron la
frente con una toalla húmeda de olor a yerbabuena. David sentía que todo le
daba vueltas pero de pronto una corriente de frescura y gran tranquilidad
invadió su
mente. Se sintió aliviado. Así lo acompañaron hasta que
recobró su equilibrio y le dieron agua. Patricia le dio instrucciones de ir a
casa y descansar al menos dos horas, de tomar
muchos líquidos y después darse una ducha con agua
fría.
David
estaba poseído por esa frase: “Yo soy mi paz”. Una sensación
de tranquilidad y serenidad se había apoderado de él. Sentía que se elevaba su
espíritu a una
atmósfera nueva, un panorama
de nubes y árboles. Las sensaciones de vacío y desesperación se habían
esfumado. Ahora todo era serenidad y calma. Abraham lo ayudó a ponerse de pie.
Salió a la calle. El sol lo deslumbró al cruzar rumbo al auto.
Al día
siguiente Jayme quiso saber cómo estaba
—Estoy
bien, cariño.
—La sesión,
¿cómo te fue?
—Increíble,
buenísima, nunca me había sentido así tan rejuvenecido.
—Qué gusto
me da —le dijo Jayme—. Ya estamos listos para la ceremonia del viernes.
—Sí
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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