El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
3.
El día del conocimiento
Septiembre 1, 2004
Beslan, Departamento
de Ossetia, Alanya Rusia
07:00 am. Beslan bregaba
adormilado en su pereza matutina. Es un pueblito de la república de Ossetia del
Norte y se encuentra 110 kilómetros al oeste de Grozny, un reducto aislado de
población predominantemente cristiana. Septiembre primero, en Rusia, es llamado
también
El día del conocimiento; es cuando se da inicio al ciclo escolar. Esa mañana de
2004 las celebraciones ya habían comenzado. Una muchedumbre se encontraba
reunida en la escuela número Uno de Beslan, dispuestos a llevar a cabo las
celebraciones que durarían todo el día para honrar el comienzo de un nuevo ciclo
escolar.
A la 07:30 de la mañana
entraron al concurrido patio de la escuela un vehículo de transporte militar y
una furgoneta Gazelle donde viajaba un contingente de individuos camuflados y
fuertemente armados. Sigilosamente se situaron en el perímetro y descargaron
sus ametralladores al aire para dar comienzo a lo que ellos mismos anunciaron
era un secuestro. Eran en total treinta y tres terroristas, en su mayoría de
origen checheno, con explosivos y armamento de tipo militar. Vestían disfraces
color negro o ropas de comando. Algunos portaban cinturones explosivos de los
que usan los mártires suicidas del movimiento islámico del Jihad. Los atacantes
cerraron las puertas y tomaron por la fuerza a 1,200 individuos. Eran padres y
madres, maestros y alumnos. De inmediato liquidaron a quien opuso resistencia
al ataque. Condujeron a esa multitud al gimnasio de la escuela y allí los dejaron cautivos.
Eran supervisados por miembros armados del mismo grupo. El mandamás, un
individuo que se llamaba Pokolnikov, daba instrucciones a viva voz. Dirigían a
la gente hacia el gimnasio de la escuela. Decomisaban teléfonos celulares y dictaban
en voz alta que se debía guardar silencio. Un voluntario de entre la
muchedumbre, de nombre Ruslán, se dio a la tarea de tra- ducir las
instrucciones al dialecto ossetio. Pokolnikov se aproximó al individuo y le dio
un tiro en la frente. Ruslán se desplomó moribundo en el patio de la escuela.
A las 09:30 de la mañana
las fuerzas policiacas de la localidad, y algunos miembros de la milicia rusa,
acordonaron la escuela e impidieron la entrada de los habitantes locales que al
escuchar la noticia se dirigieron de inmediato a asistir a sus familiares que
estaban adentro del gimnasio. Los militares rusos impidieron absolutamente la
entrada de ninguna persona no autorizada.
La segunda guerra
ruso-chechena ya había cursado cinco años, desde su inicio en 1999. El dirigente del movimiento
separatista checheno, Shamil Basayev, anunció en redes cibernéticas islamitas que el
asedio en Beslan era obra suya; una estrategia para presionar la retirada de
los rusos de la otrora independiente república de Chechenia.
Hubo largas horas de silencio
y luego el pediatra, doctor Leonid Roshal, quien fue solicitado por los
terroristas, fungió como vehículo para iniciar la negociación entre las dos
partes a las 16:30 del primer día. Mientras tanto en el gimnasio el calor era
tan insoportable que hombres, mujeres y niños, todos, se quedaron en paños
menores. Los comandos quebraron las ventanas para que corriera el aire. Se confiscaron
todos los teléfonos
celulares. Fueron separados hombres y mujeres en filas. Para prevenir un motín
fueron ejecutados de inmediato diecinueve hombres de la concurrencia. Los
cuerpos de esos varones asesinados fueron lanzados al patio a través de una ventana. No
tenían los comandos para ofrecer a los rehenes ni víveres ni bebidas. La
escuela estaba ya totalmente rodeada por la Militsia, la FSB, la Spetsnaz, el
grupo ALPHA, organismos paramilitares de seguridad pública.
Esa mañana, Mikhailovna se
había quedado en casa por vergüenza, para que no vieran en su cara los golpes
que Mitya le había propinado el día
anterior. Había despedido a Soslan con un beso en
la frente. “Te vas a divertir mucho cariño, hazle caso a Valentina. Adiós, te quiero”. Lo
besó y lo empujó por la puerta. Valentina se lo llevó a la escuela. A las 9:30,
ella estaba lavando trastes en la cocina cuando oyó el grito de una voz de
mujer y golpes insistentes en la puerta.
—Abre la puerta, abre la puerta.
Al abrirla se encontró con
la cara consternada de una vecina de la misma cuadra, Tatiana, una mujer de
edad madura:
—¿Ya supiste lo que está
pasando? ¡Hay un problema en la escuela!
Tatiana ni siquiera comentó
nada acerca de la cara amoratada de Mikhailovna.
—¿Qué pasa? Ahora voy, dame un minuto.
Fue a su habitación y al
pasar por el ícono se persignó.
—Dios mío... ¿Qué está pasando?
Mikhailovna se puso su
pañoleta, recogió su bolsa, se enredó en un suéter y salió por la puerta
como alma que lleva el diablo.
—Vámonos, vamos.
Eran unas doce cuadras de
su casa a la escuela. Las dos mujeres corriendo se acercaban por la avenida
Ulitsa Nartovskaya en donde ya se acumulaba una gran cantidad de gente. Oyeron
ruido de carros y unas sirenas de ambulancia. Al torcer la esquina en la Ulitsa
Kominyterna, Tatiana y Mikhailovna se encontraron con dos policías que portaban
Kalasshnikovs. De inmediato las detuvieron y les impidieron el paso.
— ¿A dónde van?
—¿Qué está pasando? Quiero ver a mi hijo —dijo Mikhailovna.
—La zona está cerrada, está prohibido el paso.
El policía, un sargento
muy alto de cara adusta les hizo saber sin duda alguna que era imposible la
pasada. Tenía órdenes estrictas.
—Si de verdad quieren ayudar, lo mejor es que se retiren y nos
dejen hacer nuestro trabajo. La situación ya está a cargo de las autoridades.
Por favor, atrás, de aquí ya no pasa nadie —ordenó el sargento.
Había un capitán con altoparlante
conteniendo a los vecinos:
—Calma, hay que mantener la calma. Devuélvanse a su casa. Aquí no
tienen nada que hacer. Por favor vamos a limpiar la calle. Todos a su casa. Ya
están aquí las fuerzas del Estado atendiendo la situación. Su presencia
solamente hace la situación más difícil, por favor.
Unos empleados del
departamento de basura, vestidos con overoles, arrastraban unas barricadas de
madera y acordonaban la calle. Un camión militar también había llegado y estaba estacionado a media calle. Dos soldados
de pie en la plataforma del camión lanzaban a la calle unos rollos de alambre
de púas. Luego bloquearon el paso y apostaron una zona militar. Mikhailovna,
muy airada, le reclamó al policía.
—Yo de aquí no me muevo, tengo que ver a mi hijo. ¡Mi Soslan
está ahí
adentro!
El sargento volvió a donde
ella y le gritó en la cara.
—¡Escuche, señora, tengo
instrucciones estrictas de arrestar a cualquier quejoso que altere el orden;
más vale que obedezca o si no se va a la cárcel!
Los colores se le subieron
a la cara a Mikhailovna. Se quedó muda y luego se fue retirando ante la mirada
del policía. Los ojos del hombrón seguían fijos en su cara. Se reunió dónde estaban
otros parroquianos. La mayoría vestidos con ropas humildes, con atuendos que
declaraban que se habían salido de su casa al instante, vestidas como estaban,
con pañoletas, algunos en pantuflas o batas caseras. Todos se alejaron del
perímetro de 50 metros que la policía
exigía y se pusieron a esperar en la acera. Enmudecidos, pálidos,
las mujeres temblaban, se abrazaban unas a otras, rezando.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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