El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
5. Así comenzó todo según Clarissa
Era
la primavera de 2009. Clarissa estaba en el estacionamiento de los apartamentos
Gardenview con la cajuela del auto abierta bajando sus compras. David llegó en
ese momento y se ofreció a ayudarla. Clarissa Heidi Kane era una joven de
veinticuatro años, maestra de primaria. Vivían en el mismo edificio de
apartamentos; ella en el 3-C y él en el 2-B. Tenía
pelo negro largo ondulado y usaba gafas. Sus ojos eran muy grandes, de color
azul. Bajo sus ropas un poco holgadas escondía un físico sensual que a ella no le
gustaba acentuar. David estaba de buen humor. Cuando subían
juntos las escaleras cargando el mandado, le hizo un comentario.
—Conocí a una nueva amiga.
Le
pidió su opinión. Ella sintió un pinchazo de celos y apenas si
logró esbozar una leve sonrisa.
—Qué bien, ¿quién
es ella? ¿dónde se conocieron?
Él balbuceó con inseguridad y finalmente le contestó.
—No nos hemos conocido, ha sido
solamente por la computadora. Ella está en Moscú.
—¡Una rusa! —exclamó Clarissa con desconcierto—. ¿Y
qué negocios tienes tú con una rusa? —le dijo bruscamente y sintió que se
sonrojaba, avergonzada por su atrevimiento.
David
aclaró que al principio recibió un correo electrónico de alguien desconocido.
Era ella, la rusa, de nombre Olga. Una joven que quería
venir a los Estados Unidos de visita. Comentó que al principio fue solamente
chateo, y así descubrió que era muy simpática
y que luego le había enviado su foto. Era una chica muy joven y guapa.
Ella había decidido hacer su plan para llegar en mayo.
Clarissa notó que hacía mucho tiempo que no veía
a David tan contento y entusiasmado.
—¿Mayo
dices? Mayo está a la vuelta de la esquina. ¿Ya investigaste sus
antecedentes policíacos, David?
—No.
—Yo te recomendaría
que lo hicieras. ¿O tal vez ya accediste a hospedarla?
David
asintió lentamente con la cabeza sin
decir palabra. Volteó la mirada hacia el piso y no pudo ver la cara de desencanto
de Clarissa por la noticia que a ella le pareció desagradable. Llegaron al
apartamento 3-C, Clarissa abrió la puerta y le arrebató la bolsa de papel con
apios y zanahorias que David llevaba.
—Dame acá, yo puedo con esto, gracias,
suerte con tu amiga la rusa. Se oye fascinante, ya veremos en qué queda
todo.
No
había terminado el comentario y ya había
cerrado la puerta. David ni siquiera tuvo oportunidad de despedirse. Se quedó con
el adiós en los labios. Cuándo bajó a su apartamento se dirigió
de inmediato a la computadora en el estudio. Allí lo esperaba un nuevo mensaje de
Olga Sobolova. Era una nota breve y muy alegre:
David, aquí está la
copia de mi reservación de la aerolínea.
Estoy muy emocionada. Vamos a ser muy buenos amigos. Gracias por considerar ser
mi patrocinador. Luego te envío el formulario para que lo firmes.
Así con
tu patrocinio me dan la visa de turista.
Al
mensaje lo acompañaba la copia de un itinerario aéreo.
Sobolova,
Olga M. - Sheremetyevo International Airport - 18:00 SVO 14:35 IAH. 28 hrs., 35
min. 1st. una escala, Ámsterdam. - Requerimientos: - Visa
/ Pasaporte.
David
se desplomó sobre su cama. Puso sus manos detrás de la nuca y los ojos en el
infinito. “¡Mmmh! Mayo siete, Dios mío, son treinta y nueve días
que tengo que esperar.” Mientras miraba la pintura gris del techo de su
dormitorio deseó tener visión de rayos X para ver a través
del edificio y llegar con su mirada a Moscú, donde estaría
Olga.
“Tú y yo buenos amigos David.” Así le
había prometido la joven en su intento muy rudimentario
de hablar inglés en los breves mensajes grabados que le había
enviado a su computadora. David estaba feliz. El dulce recuerdo de la voz de
Olga lo hizo sonreír.
“Sí, Olga, espero ser tu amigo y mucho más, pensó David. Ojalá que no tengas inconveniente en
aceptarme así con un problemita que yo tengo, querida Olguita.
Después te lo cuento.”
Espantó
de su mente el asunto del problema. Le fastidiaba pensar en ello. No quería un
solo nubarrón sobre su día
de felicidad y tampoco esperar treinta y nueve días para escuchar de nuevo el
embrujo de la voz de Olga, quien debería estar llegando al aeropuerto hoy,
esta misma noche. Así la podría recoger y traer de inmediato a su casa, al nidito
de los dos.
—Olga —se dijo a sí mismo
en voz alta, pronunciando el nombre que sonaba delicioso—, Olga,
ven aquí, cariño, abrázame,
¿qué esperas?
Cuando
el despertador sonó a las 05:30 de la mañana, David ya estaba despierto. En
Moscú eran las 05:30 de la tarde. Olga no tenía
Internet en su casa y usaba los servicios de un cibercafé.
Se habían citado para chatear a las seis. Exactamente a las
06:00 apareció un mensaje.
Dobreja
Outra David, buenos días.
Tuvieron
una sesión muy divertida de chateo. El cibercafé se
llamaba Bibliiteka, localizado en el centro comercial Lotte. Un sitio céntrico
en Moscú; cerca de la intersección de
circuito Smolensky con el Kutuzov prospekt. Olga se lo describió como una
cafetería para jóvenes
frecuentado por parejas. Venían ahí a usar las computadoras por una
modesta suma y además tomar café o tal vez una cena ligera de sándwiches
y repostería. Café o vodka. Ofrecían también
el servicio de cabinas de teléfono de larga distancia internacional.
De hecho por 43 rublos por minuto se podía lograr una llamada a los Estados
Unidos. Olga comentó por escrito que ella estaba dispuesta a hablar con él.
No te puedo llamar yo, son más
de 200 rublos por cinco minutos. Es demasiado caro para mí.
Aquí estoy en Bibliiteka. Llama si quieres. Primero
marcas el código internacional de Rusia número 7, luego el área de Moscú 495
y el número del café es 648 6878. Les das mi nombre y me
pasan la llamada a una de las cabinas. ¿Qué dices? ¿Quieres?
Aquí te espero.
David
decidió llamarla. Se conectó con la compañía telefónica AT&T y le asistieron en
la llamada.
—Pree-viet,
hello, —dijo la voz de Olga—. ¿How are you Duhvid? ¿Me escuchas?
David
se prendó de inmediato de la voz de Olga. Tenía un timbre de contralto, voz
fuerte pero a la vez amable y con tono de sinceridad. Aunque le temblaba un
poco por los nervios del momento. A él le pareció simpática
su forma de decir Duhvid en lugar de David. Olga se disculpaba
por su inglés tan deficiente, pero él la animó.
—No es tan malo Olga, te das a
entender. Sí te entiendo. —Ella le preguntó a qué se
dedicaba.
—Soy maestro de música
en una secundaria.
—Oh Duhvid sí, qué coincidencia, yo también
uchitel, maestra de primaria. Mi padre fue músico, violinista en la sinfónica, qué coincidencia.
Charlaron
animadamente por doce minutos. Lo supo él después,
cuando revisó su cuenta de AT&T: llamada internacional Rusia código 7, Moscú 495, 12:35 minutos 472.81 rublos, o sea, 16.05 dólares. David se vistió para ir al trabajo y en el camino iba cantando una
tonadilla, muy contento, sonriente y con la mirada hacia el infinito. Había
sido una mañana excepcional y su día apenas si comenzaba.
El
viento de marzo arrastró el mes con mucha prisa. Los días
soleados de abril iluminaron el calendario. Una tarde, David subía
las escaleras saltando los escalones de dos en dos, vestía
un atuendo deportivo y de pronto escuchó detrás de él una voz femenina.
—Hola vecinito, no te he visto en años, ¿dónde te escondes?
Era
Clarissa. Se detuvo y charlaron un rato. Él se disculpó mil veces por su
distracción, no le había hablado porque estaba ocupado en el trabajo
revisando exámenes trimestrales y luego acudía
las tardes al gimnasio. Ella lo tuvo que interrumpir y le preguntó sin tapujos.
—¿Qué novedades hay de esa mujer, tu
amiga, la rusa? ¿Tiene planes de venir finalmente?
—Sí, llega el 7 de mayo.
En
las últimas seis semanas David había
tenido una transformación asombrosa. En su piso no había una
sola partícula de polvo. Barrió, pasó la mopa, aspiró la alfombra y le
dio shampoo. Lavaba los trastes a diario para estar acostumbrado a una nueva
rutina de limpieza. En otro aspecto, emocional y mentalmente, se había
preparado por si acaso las cosas no marchaban del todo bien. Había la posibilidad
de que Olga y él no se entendieran. Se prometió a sí mismo
no deprimirse si eso sucedía. Compró unos pantalones nuevos, camisas y zapatos. El primero de mayo, a las
06:00 de la mañana David aguardaba en la
computadora a que entrara Olga a la página de internet para conversar. No
hubo seña de su amiga. La esperó casi treinta y cinco minutos pero se vio
obligado a salir al trabajo pues ya era muy tarde. Estaba muy consternado por
la ausencia de Olga. No se lo podía explicar. Entre clase y clase en
el trabajo, usó la computadora de la biblioteca y trató de contactarla un par
de veces sin éxito. Cuando terminó sus clases lo intentó una última vez, pero ya eran las 03:00
de la madrugada en Moscú. Esa noche no pudo dormir. Al despertar, se conectó
a las 05:45 y encontró un mensaje de voz. Era una breve grabación que decía:
Duhvid,
aquí Olga muy triste, mucho problema. Mi
pasaporte no progresa en el consulado, mi visa para ir a América.
Es esencial que lleve el número del pasaporte y del
patrocinador, la dirección a donde voy a llegar. Yo desesperada. Busco amiga
esta noche me presta dinero si puede, para terminar de pagar el trámite.
No sé si funciona. Me veo obligada a
cortar ahora, cibercafé es muy caro. Te mando un beso, que
descanses. Olga.
Olga
se escuchaba decepcionada. Había en su voz tristeza: los nervios
de la impotencia. De pronto, David casi muere de susto.
“¿Y
si no me llama? ¿Si deja de escribirme? ¿Qué voy a hacer? No tengo su dirección, ni un solo número
de teléfono excepto el del cibercafé.
Si ya no me contesta, no habrá nada que yo pueda hacer. ¿Cómo
he podido ser tan estúpido? Al menos debiera haberle pedido la dirección
de su domicilio para escribirle a Moscú o un teléfono de su casa o alguna amiga o
familiares, qué sé
yo. Qué idiotez, haberlo dejado todo así,
flotando en la computadora sin un solo contacto sólido.”
Se
fue al trabajo extremadamente preocupado por ella. Sabía,
por Olga, que le habían cortado el servicio del teléfono celular. A
través de sus comentarios le había
hecho saber que ella era una persona de recursos limitados, que contaba con un
presupuesto muy modesto. Le confesó que los planes del viaje estaban afectando
seriamente su bolsillo. Este plan de viajar a Estados Unidos para verlo, de
pronto parecía inalcanzable.
David
se quedó pensativo y se dio cuenta por vez primera lo que esto significaba para
ella. Era un giro de 180 grados en su vida. Olga se preparaba para viajar al
otro lado del mundo sin conocer a fondo el idioma ni tener un solo contacto que
no fuera él. ¿Cómo era posible que hubiera
decidido abandonarlo todo, hacer sus maletas, ir al aeropuerto y saltar al vacío,
cortar con el pasado y en un acto de fe ciega, lanzarse al aire esperando caer
en los brazos de David al fin de un largo viaje? Cayó en cuenta de que juntos
habían ya desarrollado un plan en el que ella iba expresamente
para ir a reunirse con él. David sintió que el corazón se
le detenía. Se acercó a la cuneta y detuvo el auto. Comprendió
en ese instante cómo los seres humanos somos tan delicados; casi como una mariposa
o un gusano o una libélula. Y era difícil
aceptar la verdad de que el giro del mundo en sí es totalmente ajeno a nuestros
anhelos y a las necesidades del alma y cómo el destino obstinadamente se rehusa
a tomar parte en nuestros planes. Reanudó su trayecto y no pudo pensar en otra
cosa en todo el día. Estos pensamientos se apoderaron de su cerebro.
Tenía temor de verse suspendido en un precipicio,
totalmente vulnerable. Fue un milagro que pudiera funcionar al dictar sus
conferencias y revisar exámenes y tareas de sus estudiantes. La idea de la
infinita vulnerabilidad ya la había encarado con brutal realismo antes.
Sabía que flotaba en las aguas de un
planeta cúbico y su barca al navegar se acercaba a una
catarata y nada lo podía ayudar salvo unas cuantas cápsulas:
sus antídotos para la epilepsia que guardaba en la guantera
del auto.
—Bueno y tú, ¿qué te pasa? ¿No saludas? —le espetó Clarissa mientras David
ensimismado subía las escaleras a su departamento sin percatarse de
que ella estaba en el pasillo.
—Clarissa,
perdón, no te vi.
—¿No me viste? Si casi me tiras. ¿Qué tienes?
—Me duele la cabeza ¿Tienes una
aspirina?
—Claro ven por ella.
Clarissa
abrió de inmediato. Se sentó y tomó un vaso de agua que estaba sobre
la mesa. Ella le dio dos aspirinas.
—¿Qué te pasa David?
—Traigo muchos problemas pero no te
puedo detener más, veo que vas saliendo.
Cayó
en cuenta de que ella vestía el uniforme de las hadas, la
falda de las niñas scouts. Clarissa era maestra de escultismo.
Lo mostraba claramente su camisa color kaki, una corbata roja con un nudo
grueso de madera, la falda de lana plisada acariciando sus torneados muslos y
las botas.
—Voy a mi reunión semanal. Si
quieres hablamos más tarde.
—Sí, gracias —le
dijo David y se volvió a su apartamento para no hacerla llegar tarde—.
Después hablamos —agregó.
Ella
volvió a las 09:30 de la noche y David le contó su tragedia: no podía
establecer contacto con Olga. El proceso del pasaporte iba lento por la falta
de dinero.
Esa
misma noche David abrió la página
de internet y le mostró a Clarissa uno de los primeros mensajes de Olga. Decía
textualmente:
Hola David. Me proporcionaron tu
correo en la página de solteros en busca de compañía.
Tengo el deseo de que sea una dirección verdadera. Hay muchos bribones,
malvados, tú lo sabes. Mira, yo soy una mujer
joven de veintinueve años, de Moscú. Estoy haciendo planes para
visitar América en el verano. Voy en busca de
un hombre bueno que quiera formar una relación romántica en serio conmigo. Algo para
largo plazo. No busco solamente un amigo para cartearme con él.
No me interesa perder tiempo. Soy sincera. Aquí mando foto y te pido que por favor
mandes tuya también. Necesito saber dónde vives, para
poder usar tu dirección en el trámite de visa y pasaporte. Soy una
mujer que disfruta la vida, me gusta bailar y estar en buena compañía, soy muy
romántica y espero que tú lo seas también.
Busco encontrar un hombre bueno y hacerlo muy feliz. Espero que ese hombre seas
tú.
Deseo que te guste mi foto y que hagas un espacio en tu corazón
para mí. Un beso, Olga Sobolova. Marzo 16, 2009, Mockba (Moscú).
La
foto adjunta mostraba a una joven atractiva de cabello rubio largo, una sonrisa
agradable, ojos verdes, nariz respingada y cara ovalada. Tenía
unas pecas en las mejillas y su cara era de gran dulzura pero a la vez enigmática.
Clarissa
le prometió a David que lo ayudaría
y se despidieron rápidamente. Eran casi las 11:00 de la noche.
Al
regresar del trabajo la tarde siguiente encontró una nota firmada por Clarissa
en la puerta:
David, ven a verme o llámame.
Había investigado los datos que le dio
David y encontró una dirección asignada al negocio registrado como Bibliiteka.
Una dirección moscovita en la calle Nvinsky. El número telefónico era el mismo que David había
usado. Lo marcaron, pero no hubo respuesta. David le dio las gracias por su
apoyo. Se retiraron a descansar.
Mientras Clarissa estaba sentada frente a la pantalla del ordenador, una idea se cocía lentamente en su mente. Era un pensamiento incompleto, no acertaba a expresarlo; como una nube negra que amenazaba con soltar un chaparrón sobre su cabeza; era una pregunta que le hacía su corazón:
Mientras Clarissa estaba sentada frente a la pantalla del ordenador, una idea se cocía lentamente en su mente. Era un pensamiento incompleto, no acertaba a expresarlo; como una nube negra que amenazaba con soltar un chaparrón sobre su cabeza; era una pregunta que le hacía su corazón:
“¿Qué te pasa, Clarissa? ¿Estás loca? ¿Cómo es que per- mites que se te escape de las manos
David? Tan simpático, tan bueno... guapísimo.
¿Cómo es posible que hayas renunciado
al amor de este hombre tan adorable y no solo eso; lo estás
empujando a los brazos de otra, de una absoluta desconocida? ¿Qué haces Clarissa? ¿Estás tonta?”
El
pensamiento se había esclarecido, pero no había
respuesta alguna. Cerró los ojos y volvió a sus faenas, decepcionada.
Las
doce campanadas de la medianoche encontraron a David parado junto a la ventana
mirando hacia las copas de los álamos. La brisa intensa del golfo
agitaba sus ramas. Los botes de la basura los había tumbado el aire y dos gatos metían
sus garras entre las bolsas de plástico, tratando de romperlas para
encontrar algo comestible. David se quedó dormido en el sofá con
el televisor encendido.
A
las 05:45 le tocaron la puerta. Los hermosos ojos de Clarissa se fijaron en los
suyos cuando abrió. Se disculpó, pues estaba muy adormilado.
—Dame un minuto.
Entró al lavabo, se echó agua en la
cara y se peinó. Ella estaba ya vestida para el trabajo y se veía
guapísima. David se sintió avergonzado por la bata azul que
llevaba encima.
—Estás vestida como para una fiesta,
mujer. ¿A dónde vas? —le dijo.
Ella
lo ignoró por completo y le soltó con prisa lo que traía
en la mente.
—David, tengo una idea que pienso te
puede ayudar con este problema. Yo supongo que la rusa te va a pedir dinero. Al
parecer se le acabó el capital y no puede terminar de arrancar. Su patrocinio
está en duda y su beca no se aprobó y el pasaporte no está listo.
En resumen, necesita dinero. Si le mandas la plata, tal vez nunca vuelvas a ver
ni el dinero ni a tu amiga. Yo llamé a Air France, y efectivamente, tu
Olga está registrada entre los pasajeros del vuelo del
viernes: Moscú a Houston, con escala en Ámsterdam.
Pero es solamente una reservación. Lo que te propongo es que le compres el
boleto. Que tú se lo pagues directamente a la aerolínea
con una tarjeta de crédito. Si ella está diciendo
la verdad, aquí estará el sábado, y si no viene, te salvaste
del fraude. Te devuelven tu dinero.
Él la miro asombrado.
—Qué gran idea, Clarissa. Excelente.
Tienes razón. Lo voy a hacer así.
Ella
sonrió y salió corriendo por el pasillo gritando. “¡Ya me voy, voy a llegar
tarde!”
Todavía
se escuchaban sus pisadas en el mosaico cuando David le gritó:
—Gracias por hacer todo esto por mí.
Te lo agradezco Clarissa.
El
4 de mayo, a las 02:00 de la tarde, un correo electrónico de Olga apareció en
el buzón de David.
Hola, buenos días.
No había escrito porque se me acabó el dinero y no tenía
servicio, perdóname. Tengo muy malas noticias. El pasaporte está retrasado,
ayer esperé todo el día
y después de cuatro horas me dijeron que
necesito más dinero para poder obtener el
documento. Ya le pedí a mi amiga aquí en
Moscú y me facilitó cincuenta dólares, pero el boleto del
avión son $600.00 dólares. Solo me quedas tú. ¿Me
puedes prestar el dinero? Ya sé que no tengo derecho de hacer esto pero estoy
desesperada. ¿Me los prestas? Cuando llegue a
Houston y trabaje te los devuelvo. Me da mucha vergüenza
contigo David. Lo siento.
Tengo que cortar. Ya gasté mi último
kopek. Si acaso decides ayudarme, me puedes enviar un giro al Sverbank de
Rusia, cuenta número 6728414381 a nombre de Olga
Sobolova. Espero tu respuesta. Te mando un beso. Adiós.
Olga.
A
la hora que leyó el correo, ya eran pasadas las 02:00 de la mañana en Moscú y
de cualquier modo Olga no tenía servicio de internet en casa. Era
increíble, estaban ya tan cerca de conocerse y ahora se
atravesaban estos obstáculos. Da- vid no podía creer su mala suerte.
Marcó el número de Air France pero estaba ya
cerrado. Un día más perdido. Por la mañana se tomó su café,
mordió con desgano una rebanada de pan
tostado con una ligera capa de margarina y se fue volando al trabajo. Se le había
hecho tarde. Al momento que dio la vuelta sobre la avenida Spencer Highway, el
motor tosió dos veces y la maquina se murió. “Ay, Dios mío.
No lo puedo creer. ¡Se acabó la
gasolina!”. Con tantas preocupaciones había
olvidado atender los detalles más esenciales. Tuvo que poner la
transmisión en punto neutro para empujar el auto y dejarlo pegado al borde de
la carretera. David se apresuró y pudo tomar el autobús
local que lo llevó al trabajo con un retraso de treinta y cinco minutos. La directora
de la escuela, la señorita Moseley, ya había mandado a la clase a jugar en el
patio del recreo. David se disculpó con ella inútilmente. La mujer le lanzó una de
esas miradas que matan, dio la vuelta en silencio y se dirigió a la rectoría.
David se sentó en el salón de clases vacío para calmarse un momento. Se encontraba
allí un conserje lavando las ventanas. David miraba al
infinito mientras el señor Washington mojaba las ventanas y luego les pasaba un
mango con una hoja de goma que rechinaba horrible mientras daba brillo a los
cristales.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió
medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres
novelas: Treinta citas con la muerte
(2005), Dos miserables entre la luz y la
oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de
los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente.
Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron
en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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