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Está jugando el Pachuca contra el San Luis
Por Luis Fernando Rangel
El gol, ese rayo de explosión y regocijo se ha
transformado
en un momento de la duda, y es horrible.
Martín
Caparrós
0:0
Aquella tarde
el futbol importaba. Fue el sábado. Hugo estaba frente a un monitor viendo cómo
su equipo favorito, desde hace un par de años —cuando decidió que siempre sí le
gustaba el fútbol y abandonó por completo cualquier otro deporte—, arrancaba con todo el
entusiasmo posible. Se sentían seguros, venían de una buena racha: cinco
partidos sin perder. En la tribuna los ánimos estaban a tope. La afición,
entusiasmada. El San Luis, que venía de perder dos partidos, no era favorito y
distaba mucho de lo que el Pachuca podía hacer: un equipo acostumbrado a ganar
de último momento en los partidos más difíciles y que siempre presumía a los
mejores arqueros del futbol nacional.
Esa tarde
también importaban el amor, la patria y las apuestas. Estaba soleado y Hugo se
limpiaba el sudor mientras se preparaba una cuba. El aire acondicionado estaba
descompuesto. El comentarista del partido enumeraba a los jugadores y las
posiciones a jugar. Hugo los veía y repasaba en la imaginación cada una de las
jugadas de los partidos anteriores. Recordaba el magnífico gol que su delantero
favorito colocó en la esquina de la portería en un tiro libre. La atajada
maravillosa del portero donde, por un segundo, Hugo pensó que aquel hombre
podía volar. El gol que al último minuto el mediocampista anotó tras recuperar
el balón en un tiro al arco que hizo el otro equipo. Desde ahí corrió por toda
la cancha, hasta que lo remató con un hermoso tiro que se filtró entre las
piernas de los defensas y el arquero. Entonces Hugo pensó: ¿quién tiene más
autoridad para juzgar lo hermoso de un gol?, ¿los comentaristas, los
aficionados de la tribuna, los jugadores, los directores técnicos o los
aficionados que lo ven por la televisión y se pueden jactar de las repeticiones
de cada jugada?
En una cancha
en el centro del país, lejos de la televisión, veintidós hombres corrían tras
una pelota como Hugo lo hizo en sus mejores tiempos de futbolista de llano. En
el otro extremo de la sala, sentados en un sillón, Luis y Silvia conversaban
sobre las clases de francés que nunca terminaron; de ahí aprendieron a decir
dos o tres frases que guardaban para el sexo.
Hugo apagó el
televisor y se sentó a la mesa. Era el sexto día y se hizo el silencio. Se
acomodó en la mesa, se recargó sobre sus codos para descansar el rostro y sopló
para levantar el cabello que le caía sobre el rostro. Apostó la mitad de su
quincena a que ganaba el Pachuca. Sin embargo, no quería ver el partido.
Confiaría en la suerte. Mientras, el sol se filtraba por la ventana y rebotaba
en todas las cosas como llenándolas de una luz más pura.
Silvia se
incorporó. Su piel brillaba en un tono amarillo. Se acercó a la mesa, puso la
mochila sobre la silla, con nerviosismo, y le habló a Luis para que se
acercara. Luego sacó de la mochila dos chocolates en forma de Hello Kitty.
Estaban envueltos en un celofán rectangular con restos de chocolate a los
extremos.
—Güey, ¿por
qué Hello Kitty?
La pregunta
quedó en el aire. Al igual que Luis, Hugo y Silvia se preguntaban lo mismo.
Nunca entendieron el motivo por el cual los cárteles y los dílers
comercializaban sus productos utilizando como distintivo a personajes animados.
Sólo lo sabían. Crecieron con historias dignas de telenovelas: afuera de las
escuelas daban dulces o tatuajes a los niños para introducirlos al mundo de las
adicciones. Sin embargo, el mercado no estaba en los niños sino en los jóvenes
nostálgicos. A estas alturas ya habían visto de todo: cocaína en bolsitas con
etiquetas donde desfilaban los personajes de Dragon Ball, pastillas con formas
de rostros de personajes de series como Los Simpson y Futurama o simulando
cubos de Lego, y cuadros de LSD donde Los Caballeros del Zodiaco reclamaban el
universo. Sin duda alguna, todo tiempo pasado fue mejor.
—Dijo Sofía
que estaban cabrones. ¿Quién le va a entrar primero? —preguntó Silvia.
—Yo —respondió Hugo. Lo tomó
para morderlo en la oreja. No quería que nadie escuchara.
—Pues voy —. Luis extendió la mano
para tomarlo y mordió lo que faltaba del lado izquierdo del rostro.
Luego fue el
turno de Silvia. Dos bocados más. Encendieron el televisor, sirvieron tres
cubas y tiraron a la basura las bolsas de celofán. El sol estaba alto y la
pelota rodaba por la cancha a miles de kilómetros de ahí.
0:1 (72’)
Luis
interrumpió a Hugo mientras se lamentaban por el primer gol del San Luis.
Silvia no paraba de reír. Luis se fastidió.
—No chingues,
acaban de pasar diez minutos desde que metieron gol —dijo—. Es más, ya casi se va a terminar el partido.
—Güey, yo
sentí que ya había pasado media hora.
Silvia todavía
estaba riendo.
—Yo sentí como
si nomás hubieran pasado dos minutos —respondió Hugo. Estaba confundido. Chistó. Tenía que pagar las
cuentas y la quincena apenas le alcanzaba.
—¿Qué pedo con
el reloj? —preguntó
Luis tras un rato.
—No sé, ¿qué
pedo con el tiempo? —preguntó
Hugo.
Entonces la
sorpresa inundó el rostro de los dos. El chiste se presentó solo. Imaginaron la
escena de dos poetas jóvenes hablando de poesía. En una esquina un poeta que
nunca alcanzó la gloria pregunta la hora; en la otra, José Emilio Pacheco —así, pachequísimo— reclamándole: no me
preguntes cómo pasa el tiempo.
No paraban de
reír. Los tres compartían un humor simple. Simplísimo. ¿Qué más podían esperar?
Crecieron viendo los programas de comedia de televisión abierta y a los
comediantes de pastelazo. Hasta se les olvidó el primer gol del San Luis. El
Pachuca bajó la guardia. Todo el primer tiempo estuvo al ataque y le llegaron
varias oportunidades de gol, pero al arrancar el segundo tiempo se echó a la
defensa.
—¡No! —gritó Hugo.
Pasaron otros
diez minutos y el Pachuca se acercó a la portería del contrincante. No fue gol
y nadie más volvió a hablar.
Ahora Luis y
Silvia descansaban en un sillón. Luis pensaba en comprarse un automóvil
clásico. Silvia soñaba con regresar a España y ser actriz profesional. Luis
también pensaba que el cansancio de la vida de oficina lo iba a acabar. Ya no
era el punk de las clonas y las caguamas. Era un hombre con responsabilidades.
Contar cuántos maestros asistían a la universidad, cuántas horas trabajaban,
llevar la nómina y ver, con tristeza, cómo su sueldo apenas le alcanzaba para
sobrevivir.
Luis se
acomodó en el sillón. Se sentía cansado pese a la levedad del cuerpo. Pensó:
tengo que pagar la renta, pagar los servicios, llenar la alacena —una frase que heredó de su
padre, porque realmente nunca llenaba la alacena— y guardar dinero para escaparme al cine. Hugo
tenía que pagar una apuesta. El cabrón de Paco se lo chingó con dos mil pesos.
El sol comenzaba a ocultarse y la pelota descansaba al fondo de la portería.
0:2 (90+2’)
Al final del
partido cayó la tarde y también cayeron los ánimos. El sol ya no iluminaba
todos los tejados, pero el día estuvo soleado, de eso no cabía duda. Lo repitió
Luis cuando se puso las gafas de Hugo. También se puso los audífonos enormes de
Silvia y le jugó al conductor de noticias al servicio del Estado.
—El día estuvo
soleado y el Pachuca perdió contra el San Luis.
Luis pensó en
el Perro Bermúdez. En la pelota al fondo del fondo: ahí, donde las arañas tejen
su nido; donde los topos tienen su madriguera. El Pachuca no anotó ningún
golazo, como en partidos anteriores.
—Sí —respondió Hugo. Apenas se
escuchó. Había algo amargo en su voz. Silvia lo notó, pero no quiso preguntar
el motivo. Luis solo sentía cómo el peso le regresaba al cuerpo.
—Bueno —dijo Silvia para romper la
tensión—, creo que es
hora de irme. Tengo que volver a casa.
—¿Te sientes
bien? —preguntó Hugo.
Todos sabían que él no se sentía bien.
Silvia
asintió con la cabeza. Salió de la casa. Se escuchó el ruido del motor y de
nuevo el silencio. Ya era noche.
0:2 (Marcador final)
En el taxi de
vuelta a casa, Luis escuchó el himno nacional. Su automóvil no funcionó y lo
tuvo que dejar cerca de un parque a dos cuadras del centro de la ciudad. Estuvo
esperando cerca de media hora por un taxi y cuando por fin se detuvo uno deseó
seguir esperando un rato más. El chófer era gordo y llevaba una playera de la
selección nacional de futbol casi a reventar. La barba le delineaba el rostro.
En el estéreo sonaba una canción de un cantante norteño que se jactaba de ser
el más chingón del mundo. El chófer bajó el volumen y le preguntó que para
dónde iba. También le preguntó si le molestaba la música. Luis no respondió.
Las doce en
punto. Ahora el chófer no preguntó nada y cuando el cantante entonó el recuerdo
de gloria y el sepulcro de honor le subió el volumen a la radio para reafirmar
el amor a su nación y mostrarle al mundo que su automóvil era una trinchera de
la patria. En la guantera llevaba cuatro cigarrillos de mariguana, una bolsa
con cincuenta gramos de yerba, una caja de pastillas de clonazepam, una pequeña
caja de cigarros con quince tachas, diez envoltorios de cocaína y un sobre de
papel con 15 mil pesos en efectivo. Su automóvil era una verdadera trinchera de
la patria.
Luis Fernando
Rangel es licenciado en letras
españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Actualmente es Jefe de Unidad
Editorial en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH, donde es editor
responsable de la revista Metamorfosis y conductor del programa radiofónico El Pensador en Radio Universidad. Es autor de los libros Hotel Sputnik, Conversación de dos gatos, Poemas para un Lugar Común, Dibujar
el fin del mundo y Los líricamente desmadrados.
En 2019 coordinó el taller de poesía y la antología No haremos obra perdurable. Recientemente obtuvo el IV Premio
Nacional de Poesía Germán List Arzubide con la obra Corridos de caballos.