La madriguera de la zorra
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
Jesucristo declaró a alguien que quería seguirlo, aparentemente sin la
convicción total que el quería de sus seguidores, que mientras la zorra tiene
su madriguera y el pájaro su nido, Él ‒el
Hijo del Hombre‒ no tenía donde recostar su
cabeza.[1]
Esta sola mención dignifica la morada de este cánido (Vulpes vulpes), conocida también como guarida o zorrera. Pero,
¿sabemos que pasa dentro de uno de estos lugares? Este relato tratará de
aclararlo.
Trabajaba yo, ya hace algunos años, en un hospital en la
Sierra Tarahumara. De cuando en cuando, el trabajo era agobiante y buscaba yo
algún lugar a donde poder pasar un rato, solo y mi alma, y recobrar la energía
que mis labores requerían. Encontré un lugar en donde podía hacerlo: el
cementerio o el arroyito que pasaba a un lado del mismo.
El arroyito había labrado su curso justo al lado del cementerio y quedaba
por ello a un nivel más bajo, de manera que caminando al lado de la corriente,
que casi todo el tiempo era muy reducida, el cementerio y sus tumbas quedaban prácticamente
a la altura de mis ojos. En la pared de
tierra que así se había formado, de pronto vi a una zorra que se metía en un
agujero. Es decir el agujero estaba literalmente bajo el cementerio. No pude
evitar pensar que si las zorras excavaban su guarida en la misma tierra en que
los hombres enterraban a sus muertos, las primeras se beneficiarían de un nuevo
banquete cada vez que esto sucedía.
Por alguna razón los reportes respecto a la alimentación de las zorras,
que listan todo lo que comen o llegan a comer estos animales, evitan mencionar
que las zorras puedan comer carne humana. Muchos de esos escritos dicen que las
zorras sí comen de los despojos dejados por animales más grandes, lobos, leones
etcetera, pero omiten que alguno de estos residuos pueda ser un cadáver humano.
Imaginemos
qué pasa ahí dentro:
—¿Por qué lloras hermanita?
—Porque acabo de enterarme de
que los humanos llaman zorras a las mujeres malas.
—Pero también llaman zorros
a los individuos ‒creo que pueden ser machos
o hembras‒ que son vivos y de agudo ingenio.
—Y ¿qué quiere decir
zorrear?
—Es como husmear, como
observar lo que está pasando.
—Sabes que nuestras
parientes las zorras plateadas fueron un símbolo de riqueza y distinción.
—Sus pieles dirás. No me
interesaría volverme plateada y ser despojada de mi piel.
—Querida hermanita, todavía
creo que hay más de positivo en ser una zorra o un zorro.
—Pues en aquella fábula de
Esopo, de la zorra y las uvas, nos pintan arrogantes, como que no sabemos
perder. Pero finalmente parecemos estúpidas.
—Es una defensa común:
cuando uno fracasa en un empeño decir que al cabo ni lo
quería.
—El cuento no especifica
que alguien estaba observando a la zorra tratar de alcanzar las uvas. Si
alguien aun de limitada inteligencia la vio, concluirá que la zorra fracasó y
que su arrogante postura final es estúpida. Por otra parte, cuando la zorra, en
otra fábula, aparentemente habiendo aprendido la lección, le da tal coba al
cuervo que lleva un queso en la boca que a consecuencia de ello suelta el queso
y la zorra se apodera de él.
—Pero algo raro le pasaba
al tal Esopo, ¿no crees? Las zorras no comemos ni uvas ni queso. Al menos de
rutina. Ya lo investigué, pero la zorropedia dice solo que somos omnívoros, es
decir que comemos o podemos comer de todo. Es decir uvas, queso y aun carne
humana.
—Pero no hablan de mí. Para
mí no hay nada mejor que un pollo tiernito. De cualquier manera, hay quienes
nos celebran sin juzgarnos.
—Dime ¿quienes?
—Los tarahumares, tienen
una hermosa melodía llamada usani keyochi, las seis zorritas.
—Pero volviendo a lo de
nuestra alimentación: alguien habrá pensado que porque nuestra guarida está
precisamente en el panteón, la carne humana en descomposición debe formar parte
de lo que comemos. Por desgracia alguien me ha visto esta mañana y seguro andará ya contándolo por ahí. De seguro
pronto vendrán a cazarnos.
—¿Lo crees? Yo creo que ya
antes nos había visto alguien y no dijo nada. ¿Quién fue el que te vio esta
vez?
—El médico ese, seguro se
lo contará a todos y pronto habrá una partida de cazadores que vendrá tras de
nuestras pieles.
—Todavía podemos mudarnos a
la otra guarida, arroyo abajo.
—¡Es inútil! Traeran perros
que olisquearan nuestro rastro. Mejor esperemos aquí, tal vez el doctor no diga
nada.
—Si alguien te oye ‒sigue habiendo Esopos por ahí‒ creerá que nos quedamos por lo de tener
asegurado el sustento: la carne de los muertos del panteón.
—Y eso que no se han dado
cuenta de que si usáramos esa carne sería únicamente la de los tarahumares, ya
que los entierran envueltos en una cobija y no dentro de una caja de madera
como lo hacen los mestizos. Dirían sus sociólogos que es discriminación.
—De vuelta a lo mismo. A
ellos les importará saber si en realidad somos omnívoros o no, o que tan omnívoros.
Pero a nosotros nos dará lo mismo. Sigo prefiriendo mi pollito.
—Lo que sigue: el humo de
ocote para sacarnos de la madriguera, los perros, los disparos de escopeta.
—De alguna manera
sobreviviremos, desde que hay hombres hay zorros y zorras.
—¡Amén!
[1] Mateo 8:20, Lucas 9: 58-60.
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.
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