El reloj Hamilton
Por Jesús Vargas Valdés
Hay días en que se atraviesan recuerdos que han
estado guardados en la memoria y que ahí seguirán siempre. Estas líneas que voy
a escribir se las dedico a mi nieto Bruno, de trece años, que ha llegado junto
con su padre a pasar unos días en Chihuahua, como lo hacen dos veces al año.
Desde mi nacimiento hasta el día de su muerte,
fue mi padre el referente masculino en muchos aspectos. Fue su vida como la de
todos los hijos de los hombres de oficio: artesanos, mineros, obreros,
labradores.
Nació en 1910. No asistió a la escuela. Desde los
ocho años se hizo aprendiz de herrero en la fragua de su padre. A los veinte, cerraron
las minas de Villa Escobedo (Minas Nuevas, donde él había nacido). La mayoría
de los mineros salieron con sus familias a buscar la vida en otra parte. Entre
las pocas muchachas jóvenes que quedaban, estaba la que fue mi madre y él tuvo
la fortuna de casarse con ella en 1931. Poco después, con el primero de los
hijos, emigraron a Parral. A los pocos días, él consiguió trabajo de minero en La
Prieta. Cinco años después lo pasaron a la superficie, al taller de herrería,
donde encontró su verdadero lugar y realización.
Yo nací con el número nueve en la lista de la
docena de hijos que trajeron a la vida.
A los pocos años tomé conciencia de que mi madre
sufría, el llanto de ella era frecuente, especialmente los fines de semana:
llanto silencioso que los hijos teníamos que descifrar de alguna manera, porque
ella evitaba hacernos parte de sus frustraciones. El silencio de mi padre era
mayor, porque él vivía en un mundo aparte, el de su trabajo y de sus logros,
muy ajeno a las cotidianidades, digamos problemas y necesidades materiales y de
la formación de los hijos. En descargo debo que aclarar que así eran casi todos
los mineros en aquellos años, además de que "genio y figura" se iba
heredando porque el horizonte de aquellos hijos de mineros era el mismo que el
de los padres. Llegando la edad ya los estaba esperando "la ficha"
para entrar a la mina, y lo asumían con el orgullo del joven macho de la casa.
Bien podría extenderme en estas imágenes que van
pasando por la memoria, pero si le sigo no voy a llegar al asunto que me
propuse.
Mi madre se propuso como meta que todos sus hijos
estudiaran una profesión, no así las tres hijas, a las que preparó para que
fueran buenas esposas en todos sentidos.
Como dije antes, en la formación de los hijos
evitó instrumentar la amargura, o los resentimientos de mujer. Al contrario,
conforme crecimos nos hizo ver la figura paterna como la del gran trabajador
que él era, las proezas que se le reconocían por su genio para resolver
problemas prácticos que nadie más podía hacerlo, por ejemplo: en los molinos
del metal que son fundamentales en el proceso de cualquier mina, frecuentemente
iban a la casa a despertarlo para que acudiera a resolver un problema.
Desde el superintendente gringo hasta el jefe
inmediato, le reconocían, y esto llegaba de alguna manera a la familia. Un
signo particular de este respeto era que en algunas de las fiestas que
organizaban los jefes en la colonia gringa, frecuentemente lo invitaban.
Él era mi héroe y cuando hacía algún trabajo en
la fragua que tenía junto a la casa, yo estaba con él. Era poco lo que podía
ayudar, pero lo hacía en la medida de lo posible. Miraba cómo trabajaba la
lumbre, cómo ponía al rojo los fierros, cómo los sostenía con las tenazas, los
acomodaba sobre el yunque y a punta de marrazos, o con el manero, les iba dando
forma.
De los hijos, me toco ser el que estuvo más cerca
de él ayudando y mirando como trabajaba, compartiendo sus silencios, y de vez
en cuando recibiendo una palmada en la espalda o el hombro. Un día mi hermano
mayor me aseguró que de no haber sido porque mi madre se oponía a ello, a mí me
tocaba ser el continuador del oficio de tres generaciones: herrero.
En 1957 se manifestó en mi padre una temblorina
en la mano derecha, era leve y no tuvo problemas para seguir en su trabajo. Sin
embargo, uno o dos años después se agudizó el Parkinson que recién le habían
diagnosticado. Le llamaron en la empresa y en un proceso que no fue largo le
informaron que tenían preparada su jubilación. Para consolarlo le dijeron
también que ya le habían preparado su reloj por los 25 años de trabajo: un
méndigo reloj marca Hamilton con la leyenda correspondiente y con su nombre. Él
hizo todo lo posible por que le consideraran sus méritos, que tomaran en cuenta
todo lo que había dado a la empresa. No quería dejar de trabajar. No lo
escucharon.
Así como era de callado, ni cuenta nos dimos de
lo que le pasaba por la cabeza. Pocos años después yo me preguntaba: ¿Razonó mi
padre el significado de lo que le habían hecho? No lo supe, pero yo sí lo
razoné a fondo: lo habían exprimido, lo habían halagado, le habían hecho creer
que apreciaban todo lo que hacía, hasta lo llamaban amigo sus jefes. Nada de
eso era cierto.
Cuando terminé la secundaria me tocó el momento
del ritual iniciático de abandonar la casa familiar para salir a estudiar a la
ciudad de México, que antes habían iniciado mis tres hermanos mayores. Era el
sacrificio que mi madre había decidido con tal de que sus hijos tuvieran un
horizonte diferente.
Años después, en alguna ocasión que regresé por
las vacaciones, mi padre me entregó su reloj Hamilton de los 25 Años. Sin
emoción alguna me lo llevé, pero no lo use. Lo sentía como una afrenta. Pasaron
los años, llegó el 68, que cambió radicalmente el rumbo de mi vida. Cuando me
he preguntado, y me lo han preguntado, que de dónde me llegó aquel cambio, no
dejo de considerar que, entre otros motivos, estuvo esa infamia que sufrió mi
padre por parte de sus patrones yanquis que me dejó, sin tener plena conciencia
de ello, la primera marca de la esencia injusta del capitalismo.
Jesús Vargas Valdés estudió la carrera de biología en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del Instituto Politécnico Nacional. Es coordinador del Programa Biblioteca Chihuahuense. Publica la página cultural La fragua de los tiempos y es autor de varios libros, entre ellos: Madera rebelde (2015), Consuelo Uranga La Roja (2017), Villa bandolero (2018) y Nellie Campobello Mujer de manos rojas (2020), este último en coautoría con Flor García Rufino.
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