La Tierra y Las ideas
Por Marisol Vera Guerra
Hace ocho años, cuando murió mi abuela, sentí como si me hubieran mutilado el cuerpo, como si me faltara la mitad de las células: la sangre no fluía ya al mismo ritmo.
Era una pérdida tan corporal, tan terrena. La seguí escuchando, viendo y palpando por mucho tiempo después, cuando ya se había ido. Las sensaciones del pasado guardaban un eco en mi piel y mis oídos. Al final logré sentir esperanza y consuelo en la tierra, porque ella era de La Tierra.
Ahora que ha muerto mi padre, lo que se rompió fue mi mente. Mis pensamientos están partidos, no lo siento en el cuerpo como un órgano o como una respiración, su ausencia es un torbellino que ha desbaratado el lenguaje, le ha quitado el peso, el significado, a muchas palabras. Ha dejado los conceptos en ruinas.
Mi padre representa el mundo de las ideas. Por eso no lo siento en el cuerpo como a mi abuela. ¿Significa esto que he formado, sin darme cuenta, un dualismo entre mente y cuerpo? He defendido muchas veces la postura de que la mente no puede separarse del cuerpo, de que son una unidad en tanto el pensamiento depende de procesos fisiológicos, y estos a su vez de la materia. Si escarbo más en la naturaleza primera de las cosas no parece haber algo sustancialmente distinto entre un grano de arena, el ojo de un gato y el fotón que atraviesa el corazón de una estrella.
Sin embargo, la ausencia de mi padre ha hecho evidente en mi conciencia de que abajo de estas elucubraciones esta escisión domina mi entendimiento. Muy a mi pesar y de manera subrepticia el mundo de las ideas ha permanecido separado del mundo del cuerpo. Mi abuela el cuerpo, la tierra palpable y olorosa a yerbas; mi padre la mente, la abstracción del lenguaje y sus implicaciones simbólicas.
En mi infancia mi abuela fue el amor que se toca igual que un pan y no tiene como condición indispensable la palabra. Mi padre fue el intelecto, el campo semántico que envolvía cada experiencia.
El cuerpo de mi abuela era un jardín siempre abierto para reposar o columpiarse, abandonando cualquier necesidad de explicarse la vida, porque la vida era ese gozo, ese abrazo.
El cuerpo de mi padre era un lugar al que accedía en la sutil consonancia de un saludo, una mirada; mi mano pequeña en la suya era un recordatorio de mi fragilidad, porque su mano era gigante y poderosa como un tótem. Sujetarme de su mano era un ritual, y las palabras el conjuro para acercarme a los misterios.
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