Foto Marco Benavides
La primera vez de todo
Por Marco Benavides
No sé por qué, supongo que por nostalgia. Inopinadamente manejo en dirección al corazón de mi antigua colonia, donde viví hace tantos años, entre calles adoquinadas y casas con techos en los que resaltaban chimeneas con remate en forma de H que se usaban cuando la gente prendía calentones de petróleo. Ahí se esconde el parque donde mi infancia cobró vida. Era un lugar mágico, donde los días se estiraban como largas sombras al atardecer y el tiempo se detenía en las risas de los niños que correteaban entre juegos y secretos compartidos.
Detengo el carro. Giro la llave y el motor se apaga. Bajo. Ahora, décadas después, regreso con paso lento. Me duelen la espalda y las rodillas, por lo que me siento en una banca que providencialmente encuentro. Las calles han cambiado: han crecido nuevos edificios y los árboles que entonces eran pequeños ahora se alzan imponentes, como testigos de mi propia transformación. Por un momento me ilumina la esperanza de encontrar en los rincones del parque algún vestigio de aquellos días dorados.
Las bancas de madera donde solía sentarme están más gastadas ahora, pero conservan la misma tranquilidad que me envolvía entonces. Me siento y cierro los ojos, dejando que los recuerdos fluyan como hojas llevadas por el viento. El quiosco de música, que alguna vez resonó con melodías de verano, ahora yace en silencio, con las ventanas rotas y la madera desgastada por el paso de los años. Cada rincón parece llevar una marca del tiempo, una señal de que nada permanece estático, ni siquiera los recuerdos.
Frunzo el ceño y me esfuerzo por recordar los rostros de aquellos amigos que eran como hermanos, pero sus nombres se desvanecen. ¿Dónde estarán ahora? ¿Qué caminos habrán tomado desde aquellos días de inocencia y juegos? Las risas que compartimos resuenan débilmente en mi memoria, como un eco distante.
Me levanto. Paseo por los senderos que tantas veces recorrí, cada árbol, cada banco, cada columpio me susurra historias. Aquí, bajo el sicomoro, fue donde experimenté mi primer beso robado; allá, junto al arenero, fue donde descubrí la amistad verdadera en los juegos interminables de la infancia. Cada rincón del parque guarda un pedazo de mi historia, un capítulo de nostalgia.
La memoria me embriaga mientras observo cómo el sol se oculta lentamente tras los edificios, tejiendo sombras. A medida que avanzo, me doy cuenta de lo efímero que es todo. Las risas de los niños de hoy son distintas, sus juegos han cambiado, y el parque se adapta a nuevas generaciones que escriben sus propias historias sobre el lienzo de la hierba verde y los columpios oxidados.
En el extremo del parque descubro un banco solitario bajo un sauce llorón, donde solíamos reunirnos para contar historias de miedo al caer la noche. La madera está fría bajo mis dedos mientras acaricio el respaldo gastado. Cierro los ojos y puedo escuchar las voces de mis amigos, los mismos que ahora habitan en los rincones borrosos de la memoria.
El aroma de los jazmines que trepa por la verja de la casa de al lado me transporta a aquellas tardes de verano, cuando el aire se llenaba de su fragancia dulce y la luz dorada del atardecer pintaba todo de tonos cálidos. Las sombras se alargan y los recuerdos se agolpan, olas rompiendo en la orilla, trayendo a la superficie nombres olvidados, momentos en el fondo de mi memoria consciente.
En un lugar del parque encuentro un viejo columpio balanceándose suavemente con el viento. Me detengo frente a él y observo cómo se mece con gracia, como si aún esperara a que alguien se subiera y volara hacia el cielo. Recuerdo las risas que llenaban el aire cada vez que alcanzábamos la cima, la sensación de libertad que solo un niño puede conocer.
El crepúsculo tiñe el cielo de tonos naranjas mientras me despido del parque que fue mi universo durante esos años. Las luces de la ciudad se encienden una a una, trayendo consigo la realidad de un presente que ha avanzado sin esperarme. Camino lentamente hacia el carro y subo sabiendo que este lugar seguirá existiendo mucho después de que yo me haya marchado.
Mientras manejo sin rumbo, sin poner atención a la música que se reproduce digitalmente, reflexiono en que ese parque guarda secretos, mis alegrías y mis penas, como un cofre enterrado bajo tierra que aguarda pacientemente a ser descubierto por aquellos que busquen en su interior. En cada hoja, en cada piedra, encuentro un pedazo de mi historia que se entrelaza con la historia colectiva de aquellos que compartieron este espacio conmigo.
Y así, las hojas en el viento vuelvo a la realidad al ponerse el semáforo en verde, y me despido del parque que fue mi refugio y mi escenario, el lugar donde cada día era una aventura y cada rincón un descubrimiento. Ahora, en la distancia que separa aquellos días de mi presente, sé que nunca podré recuperar completamente lo que se ha perdido en el vaivén del tiempo.
29 junio 2024
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