Foto Marco Benavides
Desiderata
Por Marco Benavides
La luz del amanecer se filtra a través de las cortinas creando un juego de sombras en las paredes de la habitación. Es en estos momentos de quietud matutina cuando el ser humano a menudo se enfrenta a la contemplación, desnudando sus pensamientos y deseos. El deseo de control es uno de esos anhelos que se desliza en la mente, un hilo persistente que teje su trama a lo largo de nuestra existencia. Desde tiempos inmemoriales hemos buscado domar el mundo que nos rodea, moldearlo a nuestra voluntad, en un intento por encontrar seguridad y significado.
En la cuna de la civilización, el ser humano empezó a dominar el fuego, una chispa de poder que transformó la oscuridad en luz, el frío en calor, la crudeza en cocción. Ese primer acto de control fue una declaración de intenciones: no seremos simples testigos de la naturaleza, sino sus amos. La agricultura siguió este despertar, permitiendo a las sociedades asentarse, prosperar y eventualmente construir imperios. Cada arado que surcaba la tierra, cada semilla plantada, era un símbolo del dominio sobre el entorno. Pero ¿a qué precio?
El deseo de control no se limita a lo físico. En nuestras relaciones, en nuestras emociones, buscamos el mismo dominio. Queremos que los demás actúen según nuestras expectativas, que el amor sea constante y sin sorpresas, que el dolor sea una rareza. Sin embargo, la naturaleza humana es compleja y caprichosa, y en nuestra búsqueda de control sobre los demás y sobre nosotros mismos a menudo nos encontramos con la resistencia de lo impredecible. Las relaciones se rompen, los planes fracasan, la certeza se desvanece como el humo.
En la era moderna, este deseo se manifiesta en formas sofisticadas. La tecnología ha prometido un control sin precedentes sobre nuestro entorno y nuestras vidas. Desde los satélites que monitorean cada rincón del planeta hasta los algoritmos que predicen nuestro comportamiento, hemos creado herramientas que nos otorgan un poder casi divino. Y sin embargo esta ilusión de control a menudo nos deja vacíos y ansiosos. La constante vigilancia, la presión de la perfección, el temor a lo desconocido, todo ello contribuye a una sensación de vulnerabilidad paradójica.
La medicina es un ejemplo de este anhelo de control. La cirugía, la farmacología, la genética, todas estas disciplinas buscan dominar el cuerpo humano, curar sus dolencias, prolongar la vida. Cada avance médico es un testimonio de nuestra capacidad para entender y manipular los procesos biológicos. Sin embargo, la enfermedad y la muerte son recordatorios persistentes de nuestros límites. Por mucho que avancemos, siempre habrá un margen de incertidumbre, un espacio donde la vida se resiste a ser completamente controlada.
En lo profundo de nuestro ser, el deseo de control es una respuesta al miedo. Miedo a lo desconocido, a lo incontrolable, a la pérdida. Buscamos controlar nuestro entorno y nuestras vidas para sentirnos seguros, para creer que podemos evitar el dolor y la tragedia. Pero la verdad es que la vida, en su esencia, es un flujo constante de incertidumbre y cambio. La aceptación de esta realidad puede ser liberadora. En lugar de luchar contra las corrientes, podemos aprender a navegar con ellas, a encontrar paz en la imperfección y el caos.
La filosofía oriental ha explorado esta aceptación a través del concepto del «wu wei», ideal fascinante del taoísmo que nos invita a bailar con la vida sin pisar los dedos de nadie, la acción sin esfuerzo, la armonía con el flujo natural de las cosas. En lugar de imponer nuestra voluntad sobre el mundo, se nos invita a colaborar con él, a encontrar equilibrio en la interacción entre el control y la entrega. Esta perspectiva puede parecer una renuncia a nuestros deseos, pero en realidad es una invitación a un tipo de control más profundo y sabio, uno que reconoce los límites y trabaja dentro de ellos.
La Inteligencia Artificial, un campo donde el control y la incertidumbre se encuentran de manera fascinante, promete una precisión sin precedentes, la capacidad de predecir y prevenir enfermedades, de personalizar tratamientos de manera que antes era inimaginable. Pero también trae consigo preguntas éticas.
¿Hasta qué punto podemos y debemos confiar en las máquinas? ¿Por qué tendrían las personas que confiar en nuestro dominio sobre ellas para devolverles la salud o salvarles la vida? ¿Cómo mantenemos el equilibrio entre el control tecnológico y la humanidad de la práctica médica? Con ese fuego que estimula las ideas, con nuestra insaciable hambre de dominar la naturaleza, de saber sus secretos.
Mientras avanzamos hacia un futuro donde la tecnología y la biología se entrelazan cada vez más, el deseo de control seguirá siendo una fuerza impulsora. Pero quizás, en lugar de verlo como una búsqueda de dominio absoluto, podemos redefinirlo como un deseo de colaboración, de coexistencia armoniosa con las fuerzas que nos rodean. El verdadero control puede no estar en la capacidad de dictar cada resultado, sino en la sabiduría de saber cuándo intervenir y cuándo dejar ir.
En el ocaso de un día, cuando las sombras se alargan, el ruido de la ciudad paulatinamente se apaga y el mundo se tiñe de dorado, podemos encontrar momentos de claridad. En la quietud, lejos del bullicio y la constante lucha por el control, podemos reflexionar sobre nuestra relación con el entorno. Podemos ver el deseo de control no como una maldición, sino como una expresión de nuestro anhelo de conexión y comprensión. Y en esa comprensión encontrar la paz que buscamos.
El sol se oculta lentamente en el horizonte, con él se lleva las preocupaciones del día. En la penumbra, el ser humano se enfrenta una vez más a su deseo de control, no como una carga sino como una oportunidad para crecer, para aprender, para aceptar. Porque en última instancia, el control absoluto es una ilusión, pero la sabiduría y la aceptación son reales, y en ellas encontramos nuestra verdadera fuerza.
Dedicado con todo mi amor a Lupita Chávez, dueña de mis pensamientos y madre de mis hijos.
11 julio 2024
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