El Pan Bendito
Por Gonzalo R. García Terrazas
Llegar al pueblo a pasar vacaciones, Semana Santa o
verano, significaba un periodo de libertad que disfrutábamos al máximo. Era
realizar todo aquello que durante el ciclo escolar había incubado el anhelo de
aventuras, deseo altamente estimulado por la literatura propia de la edad,
principalmente la obra de Mark Twain. Y, aunque entre el río Satevó y el
Misisipi no exista comparación alguna, el material con que estaban hechos
nuestros sueños no era tan diferente al de aquellos muchachos evocados en la
obra de Twain: la vida en plena libertad; una alegre inquietud a flor de piel y
la naturaleza en franca complicidad.
La llegada era seguida, inmediatamente, por la
búsqueda de los primos y los amigos, especialmente al Chato, un muchacho del
lugar, vivaz, gran conocedor del río y los lugares con abundante pesca.
―¡Ándale Chato, vámonos a pescar! ―era el saludo al
verlo.
―¡Sí, pero vayan a mi casa a pedir permiso porque
ya ven que mi mamá es como la chingada! ―Esa era su respuesta siempre que se le
hacía una invitación y su comparación se quedó en nuestras expresiones para
calificar algo o cuando las cosas iban mal: ¡esto está como la mamá del Chato!
En aquel tiempo, el río se convertía en el
escenario de nuestras correrías vacacionales. Disfrutando la tibieza de sus
blancas arenas cuando, ateridos por el frío de sus aguas, nos tendíamos para
que el sol primaveral secara cuerpo y ropas. Así mismo, bajo las deliciosas
sombras de los álamos y sauces que lo bordean se encendía el fogón para asar
los peces capturados.
Sin embargo, asistíamos, no de muy buena gana y
bajo la custodia de los mayores, a los oficios religiosos de Semana Santa.
Aquella quedó grabada en el recuerdo especialmente. El martes a la hora de la
cena me informó mi abuela:
―Escuche bien lo que voy a decirle: el Padre de la
parroquia quiere que, en la ceremonia del lavatorio de pies, el jueves santo,
sean muchachos los que representen a los doce apóstoles de Cristo, así que
usted va a ir ―me dijo muy formal― y se prepara. No se va a ir de vago al río o
a otro lado.
El jueves a las cinco de la tarde estábamos los
doce muchachos ocupando nuestros lugares en el presbiterio de la iglesia, muy
serios y limpios, algo asustados, pero de alguna manera presumidos. El rito
llegó a su fin y siguiendo la costumbre de esa ceremonia, se nos entregó a cada
uno de los doce una hermosa y suculenta rosca con dorada corteza y aroma
seductor, el Pan Bendito del Jueves Santo; además, una moneda de un peso,
también bendita. Se decía que la virtud del pan residía en dar abundancia a las
familias, así mismo, la moneda para que la pobreza quedara desterrada.
Con el bendito pan entre las manos y el peso en mi
bolsillo salí al atrio a esperar a los muchachos. Yo aguardaba con calma, pero
el antojo iba más de prisa y le propiné una mordida a mi rosca. En pleno
éxtasis goloso se escuchó la estridente voz de una de aquellas mujeres
vestidas, eternamente, de negro pertenecientes a las cofradías parroquiales:
―¡Muchacho hereje!
¡Te estás comiendo el pan bendito! ―chilló, acercándose amenazadora.
A su grito, como un llamado, acudieron otras de
ellas y me rodearon igual a una parvada de cuervos con la intención de hacerse
de un trozo del virtuoso pan. Retrocedí en defensa de mi rosca, la situación se
estaba poniendo como la mamá del Chato cuando sentí una mano que con fuerza me
tomaba del hombro y una voz que en mal español me decía:
―¡Dice la
viejo que lleves pan y vayas casa! ―Era la voz de Varola que mencionando a
mi abuelo –la viejo, como lo llamaban
los rarámuris–, espantó a las beatas.
Librado de aquello y camino a casa, confesó Varola:
―Pura mentira, no te habla la viejo, te vi ojos como lechuza espantada, ya mero llevaban tu
pan lo viejas ―dijo en tono socarrón.
El buen
Varola, un individuo de la etnia Rarámuri, más viejo que
Matusalén. Según mi abuelo, ya estaba viejo cuando él lo conoció; robusto,
alto, de tez bronceada, su porte era imponente y vestido a la usanza de su
raza, apoyado en el bordón, era imagen de la altivez. Trabajaba con la familia
desde siempre, con mi abuelo o con mis tíos. Él nos enseñó la técnica para
pescar en aguas poco profundas con el arpón.
Por el camino nos alcanzó el Chato, ya desposeído
de su pan que ahora lucía su dorada corteza guardado en la vitrina del comedor
familiar. Torcimos el rumbo y los tres en afectuosa compaña nos dirigimos al
río donde, sentados en la gruesa raíz de un frondoso sauz, dimos fin a mi pan
bendito. Los refrescos fueron costeados con el peso, también bendito.
Gonzalo R. García
Terrazas es licenciado en letras españolas por la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es gestor y promotor cultural,
fue jefe de la Oficina de Desarrollo Artístico del Instituto Chihuahuense de la
Cultura y secretario técnico del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de
Chihuahua. Es coordinador de sección en la revista Paso de gato, revista de Teatro, profesor de literatura en la UACH
y consejero editorial del Congreso del Chihuahua.
Muy bueno... Saludos
ResponderEliminarTe deja un sabor del ayer, excelente!
ResponderEliminarA mi que te conocí de chavo, me parece poco probable que te hayas comido la rosca en el atrio, me parece más creíble que desde antes de salir de la iglesia le hubieras dado mate! Qué padre relato, me trasladó a mi infancia en Satevo. Felicidades!
EliminarLo voy a compartir con mis hermanos.
Asi es! Los recuerdos de nuestra infancia en nuestra tierra! Saludos y gracias
EliminarMe encanto, muy apropiado para este tiempo.
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