miércoles, 13 de marzo de 2019

Gonzalo R. García Terrazas. El Pan Bendito

El Pan Bendito

Por Gonzalo R. García Terrazas

Llegar al pueblo a pasar vacaciones, Semana Santa o verano, significaba un periodo de libertad que disfrutábamos al máximo. Era realizar todo aquello que durante el ciclo escolar había incubado el anhelo de aventuras, deseo altamente estimulado por la literatura propia de la edad, principalmente la obra de Mark Twain. Y, aunque entre el río Satevó y el Misisipi no exista comparación alguna, el material con que estaban hechos nuestros sueños no era tan diferente al de aquellos muchachos evocados en la obra de Twain: la vida en plena libertad; una alegre inquietud a flor de piel y la naturaleza en franca complicidad.
La llegada era seguida, inmediatamente, por la búsqueda de los primos y los amigos, especialmente al Chato, un muchacho del lugar, vivaz, gran conocedor del río y los lugares con abundante pesca.
―¡Ándale Chato, vámonos a pescar! ―era el saludo al verlo.
―¡Sí, pero vayan a mi casa a pedir permiso porque ya ven que mi mamá es como la chingada! ―Esa era su respuesta siempre que se le hacía una invitación y su comparación se quedó en nuestras expresiones para calificar algo o cuando las cosas iban mal: ¡esto está como la mamá del Chato!
En aquel tiempo, el río se convertía en el escenario de nuestras correrías vacacionales. Disfrutando la tibieza de sus blancas arenas cuando, ateridos por el frío de sus aguas, nos tendíamos para que el sol primaveral secara cuerpo y ropas. Así mismo, bajo las deliciosas sombras de los álamos y sauces que lo bordean se encendía el fogón para asar los peces capturados.
Sin embargo, asistíamos, no de muy buena gana y bajo la custodia de los mayores, a los oficios religiosos de Semana Santa. Aquella quedó grabada en el recuerdo especialmente. El martes a la hora de la cena me informó mi abuela:
―Escuche bien lo que voy a decirle: el Padre de la parroquia quiere que, en la ceremonia del lavatorio de pies, el jueves santo, sean muchachos los que representen a los doce apóstoles de Cristo, así que usted va a ir ―me dijo muy formal― y se prepara. No se va a ir de vago al río o a otro lado.
El jueves a las cinco de la tarde estábamos los doce muchachos ocupando nuestros lugares en el presbiterio de la iglesia, muy serios y limpios, algo asustados, pero de alguna manera presumidos. El rito llegó a su fin y siguiendo la costumbre de esa ceremonia, se nos entregó a cada uno de los doce una hermosa y suculenta rosca con dorada corteza y aroma seductor, el Pan Bendito del Jueves Santo; además, una moneda de un peso, también bendita. Se decía que la virtud del pan residía en dar abundancia a las familias, así mismo, la moneda para que la pobreza quedara desterrada.
Con el bendito pan entre las manos y el peso en mi bolsillo salí al atrio a esperar a los muchachos. Yo aguardaba con calma, pero el antojo iba más de prisa y le propiné una mordida a mi rosca. En pleno éxtasis goloso se escuchó la estridente voz de una de aquellas mujeres vestidas, eternamente, de negro pertenecientes a las cofradías parroquiales:
―¡Muchacho hereje!  ¡Te estás comiendo el pan bendito! ―chilló, acercándose amenazadora.
A su grito, como un llamado, acudieron otras de ellas y me rodearon igual a una parvada de cuervos con la intención de hacerse de un trozo del virtuoso pan. Retrocedí en defensa de mi rosca, la situación se estaba poniendo como la mamá del Chato cuando sentí una mano que con fuerza me tomaba del hombro y una voz que en mal español me decía:
―¡Dice la viejo que lleves pan y vayas casa! ―Era la voz de Varola que mencionando a mi abuelo –la viejo, como lo llamaban los rarámuris–, espantó a las beatas.
Librado de aquello y camino a casa, confesó Varola:
―Pura mentira, no te habla la viejo, te vi ojos como lechuza espantada, ya mero llevaban tu pan lo viejas ―dijo en tono socarrón.
 El buen Varola, un individuo de la etnia Rarámuri, más viejo que Matusalén. Según mi abuelo, ya estaba viejo cuando él lo conoció; robusto, alto, de tez bronceada, su porte era imponente y vestido a la usanza de su raza, apoyado en el bordón, era imagen de la altivez. Trabajaba con la familia desde siempre, con mi abuelo o con mis tíos. Él nos enseñó la técnica para pescar en aguas poco profundas con el arpón.
Por el camino nos alcanzó el Chato, ya desposeído de su pan que ahora lucía su dorada corteza guardado en la vitrina del comedor familiar. Torcimos el rumbo y los tres en afectuosa compaña nos dirigimos al río donde, sentados en la gruesa raíz de un frondoso sauz, dimos fin a mi pan bendito. Los refrescos fueron costeados con el peso, también bendito.



Gonzalo R. García Terrazas es licenciado en letras españolas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es gestor y promotor cultural, fue jefe de la Oficina de Desarrollo Artístico del Instituto Chihuahuense de la Cultura y secretario técnico del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Chihuahua. Es coordinador de sección en la revista Paso de gato, revista de Teatro, profesor de literatura en la UACH y consejero editorial del Congreso del Chihuahua.

5 comentarios:

  1. Te deja un sabor del ayer, excelente!

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    1. A mi que te conocí de chavo, me parece poco probable que te hayas comido la rosca en el atrio, me parece más creíble que desde antes de salir de la iglesia le hubieras dado mate! Qué padre relato, me trasladó a mi infancia en Satevo. Felicidades!
      Lo voy a compartir con mis hermanos.

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    2. Asi es! Los recuerdos de nuestra infancia en nuestra tierra! Saludos y gracias

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  2. Me encanto, muy apropiado para este tiempo.

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