domingo, 3 de marzo de 2019

Sally Ochoa. Su relato Los pasos sin huella

Los pasos sin huella

Por Sally Ochoa

Jimeno aspiró profundo, intentando llenar sus pulmones de viejo con el aire frío de las montañas. Era diciembre y el peso de sus 80 años le resultaba una carga excesiva para sus pies deformes y agrietados que sentían los aguijonazos del dolor. La caminata de más de cinco horas desde la ranchería hasta la estación ferroviaria de Pitorreal había sido penosa. Eran pocos kilómetros, quizá, no lo sabía bien, pero el terreno era resbaladizo, peligroso y además iba en ascenso continuo.
Las plantas de los pies le sangraban a causa de las espinas y las rocas puntiagudas que se le fueron incrustando bajo la piel en cada paso andado sobre un camino no resuelto. Hilos rojizos se perdían de cuando en cuando entre las grietas profundas que surcaban sus talones y la tierra que se le había pegado formando costras oscuras, impenetrables.
No tenía la intención ni la posibilidad de asistir a la entrega de despensas de la Cruz Roja, pero la necesidad fue más fuerte. El hambre había arreciado en las últimas semanas y los retortijones no lo dejaban conciliar el sueño. Había noches que solo dormía a medias durante un par de horas; mientras una mitad de su mente intentaba descansar, la otra le urgía a buscar alimento y lo regresaba en el tiempo, cuando aún tenía fuerzas para trabajar y seguir luchando junto a Justina, su hija desaparecida hacía ya tantos años que había perdido la cuenta.
Jimeno vivía en San Luis de Majimache, una comunidad pequeña, tan desconocida como su propio nombre; no existía en el mapa de los puntos turísticos ni de los apoyos y los discursos oficiales y, cuando alguien preguntaba ¿dónde queda? Jimeno se limitaba a responder un “para allá” impreciso, encaminado al sur del desamparo.
No había carretera que llegara hasta San Luis porque tampoco había madera ni metales preciosos que pudieran llamar la atención; los pocos vehículos que llegaban lo hacían a través de una brecha en permanente mal estado que durante el verano –cuando había lluvias– se tornaba imposible de transitar. La mayoría de los habitantes debía caminar por veredas inconclusas que se iban enlazando entre sí como las ramas de una enredadera amarillenta y seca, para llegar a Pitorreal o a Creel, donde gastaban lo poco que tenían para comprar algo de frijol y maseca que les permitiera subsistir.
Ese día, Jimeno hizo lo mismo, a pesar de sus años, de sus dolores y de sus pies deformes, que se habían ido escapando del molde original por la carencia de calzado y el exceso de tiempo a la intemperie. Y ahora sus pasos no dejaban huella.

Decidió ir a Pitorreal. Nada podía perder –pensó a media madrugada cuando la luna apareció escuálida y tímida en el interminable cielo negro de la Tarahumara– porque nada tenía, excepto el recuerdo de su hija extraviada y las ganas de morirse que a última fechas le habían ido creciendo en su interior como una hiedra venenosa, de aquellas que había visto alguna vez por el barranco.
Descalzo, apoyado en el bastón de madera que se fabricó años atrás, caminó durante lapsos que le parecían cada vez más largos. A las 11 de la mañana, después de seis horas de doloroso ascenso entre las piedras, las ramas, y las espinas descarnadas, completó el trayecto a la estación del tren. Los pies le palpitaban en carne viva y el corazón le decía que el tiempo era cada vez menos.
Parado sobre los durmientes tibios y aceitosos de la vía, Jimeno miró al frente y encontró una fila de más de un kilómetro de largo; cientos de indígenas habían llegado en busca de un poco de alimento para sobrevivir. En su caso, quizá lo que necesitaba era una esperanza.

“Son demasiados”, pensó, y seguramente no llegaría al final porque sus piernas tenían cada vez menos fuerza, la vista empezaba a nublársele y la cabeza parecía querer estallar.
“No hubiera venido”, insistía su mente, pero allá abajo no había nada que comer; la tierra estaba seca, el pozo vacío y las chivas muertas; los árboles habían tomado un color grisáceo y los troncos estaban cubiertos de agujeros por donde escurría la madera seca convertida en polvo. Había una plaga, decían, pero nadie sabía por qué ni cómo atacarla. Ese año, las lluvias no habían llegado, los árboles estaban muertos luego de la helada y las siembras de maíz y frijol se habían perdido en su totalidad. No había reserva de alimentos o dinero con qué comprarlos; los escasos granos de maíz que quedaban, los había ido moliendo poco a poco para convertirlos en pinole con la intención de duraran un poco más. Tampoco había esperanza.
Con palabras cortadas preguntó qué debía hacer para recibir una despensa. Alguien le dijo que esperara en la fila porque todos tenían la misma urgencia.
Jimeno no dijo nada. Guardó silencio y continuó esperando mientras el frío arreciaba y el viento empezaba a silbar entre las copas de los árboles. Volvió a recordar a Justina y sus sueños de vivir en una casa blanca, cercana al río y con un terreno grande para sembrar calabazas. Experimentó el mismo dolor de siempre al recordar su ausencia infinita. Si por lo menos supiera si estaba viva o muerta; pero no lo sabía y eso era aún peor.

La incertidumbre era una tortura lenta. Los minutos volaron en alas de codornices; la mente de Jimeno se fue con ellas. Sus pies parecían una granada madura con la piel reventada, pero no sentían ya dolor. La fila se movía lento mientras él solo percibía imágenes borrosas revoloteando a su alrededor. Recordó que a veces se enfermaba del pecho, porque el frío era mucho y las cobijas pocas. Su cuerpo temblaba bajo la camisa desgastada que llevaba puesta, que no le cubría, igual que el pantalón o el sarape improvisado de cobija vieja. Su rostro iba tomando el color gris de los árboles enfermos y sus manos, por primera vez en mucho tiempo, soltaron el viejo bastón de madera.

El mundo se detuvo de pronto, el viento dejó de silbar y las aves canoras enmudecieron. Todo estaba en silencio. Cientos de rostros giraban a su alrededor y él no supo qué responder cuando una voz desconocida le preguntó “¿cómo se siente?”
Vio que alguien le daba un costal, que no tenía claro cómo lo llevaría hasta su casa porque no traía un burro o una mula para cargar los 35 kilos de alimento que decían que llevaba dentro. Intentó levantarlo pero el bulto no se movió un ápice. Su espalda endeble y enferma al contrario, se dobló atravesada por un intenso aguijonazo de dolor. El cuerpo enjuto de Jimeno quedó tendido sobre los durmientes tibios, a un costado del pesado bulto.
Enero 2013



Sally Ochoa es licenciada en filosofía y maestra en periodismo, graduada de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Tiene una trayectoria de 18 años en medios de comunicación, ha trabajado en radio, televisión, medios digitales e impresos. Además de sus textos impresos, su obra poética y narrativa, ha sido publicada en revistas digitales: Mujer Latina Today, Escritoras Mexicanas, La Conexión USA y Revista Monolito, entre otras. Es autora de los libros: Entre las sombras, Los ojos de la luna, Lágrimas de barro, Flores de un paraíso perdido, El canto de las brujas, Valkiria, Alas robadas y Sobreviviente.

1 comentario:

  1. Un lujo su visita,a letras vivas.¡¡Gracias!! David!! (me gusto,lo que acabo de leer)

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