Podría interpretarse como una historia
de amor
ay tus ojos colorados azul y anaranjados
amarillo y verde y marrón
mi amor envuelto en tu corazón
no lo sueltes por favor
somos elefantes, serpientes semejantes
tomando aguardiente en el sol
Devendra Banhart
Dijo
que mejor nos veíamos en mi hotel después de su trabajo, por eso pensé que la
espera me daría tiempo de meterme al agua caliente. Y es que el viaje a la Ciudad
de México y la instalación de arte me habían dejado algo más que arena
pegajosa, como una necesidad de sentirme presente. Pero fue él quien acabó
esperando cuando le pedí cinco minutos más para estar lista. Algo me faltaba,
pero no sabía bien qué.
Cómo expresar
la expectativa de verlo nuevamente. Mi pecho era una sólida y oscura caja de
ecos. Algo estaba por iluminarse. Al fin descendí. Lo encontré en una
tranquilidad absoluta, en la inmensa seguridad de sí mismo, disfrazada de
casual distracción. Lo vi: su cabello rizado y su piel morena. Tuvo que sentirse
mirado cuando se incorporó en un reflejo, sonriendo y abriendo los brazos para
mí. ¿En qué momento comencé a soñar con él?
Me abrió
la puerta del coche y, juntos, fuimos dejando atrás los muros de ecos
ancestrales, de guerras y de sangre, de conquistas y derrotas, y más sangre.
Preocupados el uno por el otro, éramos dos frente a la ciudad terrible, ocupábamos
un espacio hecho de la cercanía y complicidad de nuestros cuerpos, un espacio únicamente
nuestro, una isla en medio del horror.
Antes,
escuché su voz en el teléfono, la voz de un muchacho apenas dos años mayor. De
eso hace ya veinte años, justo cuando estaba por cumplir los diecisiete. “No
vengas”, dijo para protegerme del caos que habitaba. “Aprenderás mucho más estudiando
en otra parte”. Y yo lo escuché casi obediente porque sus 19 años lo dotaban de
una sabiduría que a mí, a leguas se veía, me faltaba.
“¿Recuerdas
que nos tomamos una cubeta de cervezas cuando nos vimos la primera vez?” Le
preguntaba ahora en la colonia Roma, al tiempo que me esforzaba por descifrar
el menú de la taquería hípster que, según él, me iba a encantar. De reojo, le
miraba las manos.
―Esa
fue la segunda vez que nos vimos.
―No, no,
no, estás equivocado. Cuando te conocí hacía mucho frío, pero igual nos acabamos
toda la cubeta.
―No,
esa fue la segunda vez. Te conocí en una lectura de poesía. ¿Cómo se llamaba
aquel café?
―Calicanto,
y estuvimos bebiendo cervezas en el patio, había un naranjo.
―Pero esa
fue la segunda vez que nos vimos. El café que te digo se llamaba Los tres
santos o Las tres Marías. Y tú fuiste a leer poesía. Había un tipo que era como
tu sombra, ahí a tu lado todo el tiempo. No te dejaba en paz. Y yo mejor me
alejé, así, me hice a un lado.
―¿Los
tres santos? Ah, sí! Creo que recuerdo el patio… y la lectura… ¿pero quién era “la
sombra”? Noooo, ya sé, te lo estás inventando.
―Que
no, que ahí estaba y era tu sombra.
―¿Quién
sería?
Y me repetiste
que por eso te alejaste. Recuerdo, creo que recuerdo mientras escribo, que aquella
vez fui a despedirme de los amigos del taller porque me iba a estudiar en otro
lado, lejos del peligro y el caos de tu ciudad de millones y millones de almas.
Me iba, pero esto ni tú ni yo podíamos saberlo, a un desierto sembrado de
cadáveres.
―¿Cuántas
veces nos hemos visto? ¿Cuatro?
Y te
conozco de toda la vida, más allá de las palabras. Allá donde un viento helado
corta la piel y un sol lento bruñe de oro los huizaches.
―¿Danzón?
¿y te fuiste a bailar tú sola?
―Pues
sí, tú no estabas disponible. O iba sola o no iba. El salón Ángeles es una máquina
del tiempo, como una película en blanco y negro, pero de realidad virtual. Nomás
entras y ya estás en los 50: cabelleras engominadas, zapatos bicolores, los tirantes,
las cadenas, los pantalones bombachos, ya sabes…
―El tacuche
―y la
pluma rosa en el sombrero alón.
―Uy sí,
el salón Ángeles, me encanta bailar allí.
―¿En
serio? ¿Danzón?
Y me
contaste que es un baile de mucha tensión en el que te acercas pero no, te
mueves y no, miras a la otra persona, pero no. Y me dieron ganas de acercarme.
No lo hice. Quise tocar tus manos pero no lo hice. Supongo que me acerqué
demasiado con la mirada, porque luego te dejaste caer hacia atrás en la silla,
cerrando el espacio en donde antes me habías dejado entrar.
―Vamos
a bailar danzón la próxima vez que venga.
―Mejor vamos
a la playa.
―No
seas así, prométeme que irás conmigo a bailar danzón.
―¿Y quién
te dijo que en la playa no se puede bailar?
¿Qué
sombra nos aleja ahora? En el desierto sembrado de cadáveres no pude bailar.
Así como tú ahora, ella me protegió de la ciudad violenta. Ella cerró la puerta
de mi coche al bajar y no me dejó hablar con dos desconocidos que en la esquina
nos pedían ayuda con su camioneta. Ella, una semilla en la arena árida, una
semilla en la caja oscura de mi pecho, lejos de aquel sol que besa los carrizos.
Ella no es un eco. Ella no es. Mi voz es una semilla bajo una sombra de ecos.
¿Quién es esa sombra? Sé luz. Sé lámpara. Me susurró una voz en el desierto. Tú
y yo sabemos de las rodadoras que arrastran los vientos del norte. Una sombra me
agarra de los hombros y tapa mi boca. Anida en mi garganta una madeja que no me
deja respirar. A veces jalo la punta de la hebra, jalo obsesivamente hasta que
se atora y me da asco.
“Ya sé
quién es”. Dije al cabo de una pausa, intentando restarle importancia. “Estudia
en la Facultad de Psicología ¿no? Me la presentaron después de una conferencia
en la universidad y le di un aventón al bar donde habíamos quedado con unos
amigos. Es simpática… inteligente…. ¡Qué casualidad!... ¿Y ya pensaron qué hacer
con la distancia?” De ella me hablaste hace ya nueve años, la última vez que
había estado en la Ciudad. Después la vi
un par de veces más, en alguna conferencia o exposición. De lo que le pasó me
enteré por un amigo mutuo: “¿Supiste lo de Azucena?”
En el
camino de regreso al hotel callamos para no despertar los ecos. Deseaba
acercarme, pero no pude; concentrado estabas en aquellas horas o calles vacías.
Frente a nosotros, los edificios se multiplicaban para desaparecer en dirección
contraria. Encendiste la radio y una canción absurda nos devolvió al sinsentido
y bailamos y cantamos y fuimos subiendo el volumen.
Me
acompañaste hasta la recepción para despedirnos, una vez más. Y una vez más
abriste los brazos para dejarme entrar. Me miraste un poco, dudando, temblando,
creo.
―Me
encantó verte.
―Siempre.
Iliana Villanueva estudió Latin American Poetry en University of California, Irvine
Anteriores: University of California, Irvine e Instituto de Bachilleres de ciudad Cuauhtémoc. Trabaja en ACLAS - Andean Center for
Latin American Studies y Highline College. Anteriores:
University of Washington y Bellevue College. En 1998 publicó su poemario Tuérceles el Dios, en la colección literaria Poetazos.
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