La Casita
Por Sally Ochoa
Margarita dejó la cubeta de diez litros sobre el
suelo; con la mano izquierda se masajeó el hombro derecho para disminuir el
dolor que desde hacía días le punzaba justo por debajo del omóplato. Era como
sí un gusano le mordiera las terminales nerviosas que se incrustaban entre los
huesos viejos y porosos.
También le dolían las muñecas y las palmas de las manos, pero eso era –aseguraba– por los muchos años que cargaba sobre la espalda, aunque algunos juraban que era por el agua que había tomado hacía muchos años atrás de uno de los pozos que estaba allá por las faldas del cerro.
También le dolían las muñecas y las palmas de las manos, pero eso era –aseguraba– por los muchos años que cargaba sobre la espalda, aunque algunos juraban que era por el agua que había tomado hacía muchos años atrás de uno de los pozos que estaba allá por las faldas del cerro.
“Estaba contaminada con arsénico –decían– y hubo
mucha gente que se murió por eso”, recordaba Margarita.
Levantó la cubeta de nuevo y sintió el aguijonazo del
dolor cuando el aro metálico presionó las lesiones que se elevaban como
cráteres sobre la piel marchita de las palmas de las manos. Quizá eso sí era a
causa del arsénico –meditaba en el silencio de la madrugada– porque le salieron
casi al mismo tiempo que otras personas enfermaron; ella tuvo suerte, porque
los cráteres solo le ocasionaban dolor al tacto y le supuraba de vez en cuando
una sustancia amarillenta y espesa que olía como a queso podrido. Los otros se
murieron.
Mientras caminaba hacia su casa, Margarita
recordaba que habían pasado ya más de 12 años de eso y que se había formado un
gran alboroto que duró lo mismo que un ventarrón de marzo. Hasta el pueblo
llegaron ingenieros, químicos y médicos que atiborraron de suero oral a la
gente que gritaba en las madrugadas a causa de los intensos retortijones estomacales
y la diarrea, gracias a lo cual algunos salvaron la vida porque lograron
expulsar el veneno.
El secreto de la enfermedad quedó escondido entre los pastizales, las rocas y los encinos belloteros de La Casita, allá en la zona rural del municipio de Chihuahua a casi 60 kilómetros de la capital.
El secreto de la enfermedad quedó escondido entre los pastizales, las rocas y los encinos belloteros de La Casita, allá en la zona rural del municipio de Chihuahua a casi 60 kilómetros de la capital.
La muerte fue sepultada en el pozo y cubierta con
maderas y alambres de púas en un ingenuo intento por evitar que volviera. Pero
sus lamentos, junto con su recuerdo, seguían emergiendo a pesar de los años, de
los sobres de suero oral y de la apertura de nuevos pozos. Ahora, con la sequía,
eran cada vez más fuertes.
Margarita llegó al final del camino y miró a Martín,
que la esperaba en la puerta de la casa; tenía ya 72 años cumplidos y su cuerpo
estaba marchito, pero ella lo seguía mirando igual de hombre que antes, cuando
lo conoció en una fiesta allá en El Valle y se enamoró de él de principio a
fin.
Martín iba acompañado de su hermano Manuel, que era
un “caradura” que se había robado a una muchacha indígena de la que solo sabían
que se llamaba Justina y venía de la sierra, de un pueblo llamado San Luis de
Majimache, allá por el rumbo de Creel. De allí en más, no sabían nada de ella,
excepto que le gustaban las calabazas y soñaba con tener una casa blanca.
Margarita había sabido de ellos en años.
Apoyado en un bastón, Martín fue a su encuentro
logrando avanzar apenas un par de pasos porque tenía sus propios volcanes en
las plantas de los pies, que apenas le permitían caminar o hacer alguna
actividad cotidiana en la casa o en el campo. Las articulaciones también le
dolían a causa de las protuberancias que le limitaban el movimiento, al igual
que las ampollas, que por más de una década le habían cubierto la piel de las
piernas y los antebrazos.
A veces hubiese preferido ser del grupo de los
muertos, porque la vida se le había vuelto demasiado complicada. Él y Margarita
se dieron cuenta que el agua era la culpable de los vómitos, diarreas, mareos y
erupciones en la piel que atacaban a la población como un bicho feroz y dejaron
de consumir el agua, lo que les salvó la vida. Sin embargo las ampollas,
manchas, dolores, y granos en manos y pies, permanecían como prueba viviente de
un “error humano”.
En un principio los granos que ambos tenían en sus
manos fueron quemados por los médicos, pero más tardaron en sanar las heridas
de las quemaduras y olvidar el dolor que aquellos en volver. Igual que la rabia
al recordar que el agua del pozo no contenía arsénico de manera natural, sino
que alguien, al realizar trabajos de exploración en búsqueda de más agua,
contaminó el líquido que había al utilizar una especie de hielo seco que
contenía arsénico.
―Nunca le avisaron a la gente que el agua estaba
contaminada y así la bebimos todos ―pensaba Margarita en voz alta, con palabras
llenas de dolor, frustración y un coraje envejecido junto con ella misma.
Martín se sentó de nuevo en el banco de madera que
aún permanecía bajo el encino que plantó su padre; recordó que, después de
tantos años de la clausura del pozo, ahora querían reabrirlo para asegurarse
que el agua no estuviera contaminada, porque de ser así –decían– podría
utilizarse para dar de beber a las vacas que se estaban muriendo de sed.
―Nos estamos acabando el mundo ―pensaba, también en
esa costumbre loca de pensar en voz alta que se desarrolla cuando la soledad es
mucha, mientras arrancaba un pedazo de corteza al tronco del encino que se
había ido poniendo gris al paso de los años igual que los hombres y las mujeres
que se hacían viejos y que padecían –como los árboles– la escasez de agua y las
enfermedades. ¿Sería así con todos los árboles y en todos los lugares?
Margarita se sentó a su lado; le tomó la mano y le
miró la palma callosa; una lágrima rebelde se le escapó del ojo izquierdo
mientras intentaba disimular la amargura que le escurría entre los surcos de su
piel arrugada.
―Las enfermedades están volviendo ―dijo con voz
apenas audible―; hay muchos niños llenos de lombrices, otros nacen con la
cabeza deforme; y los viejos, esos nos morimos de dolor y de abandono.
Martín tomó la cabeza canosa de su mujer y la
colocó sobre su propio hombro. Cerró los ojos y soñó que en algún otro lado
había una fiesta, a un costado del río donde se bebía agua clara y las sandías
pintaban de rojo los labios de los niños.
Febrero 2013
Sally
Ochoa es licenciada en filosofía y maestra en periodismo, graduada de la
Universidad Autónoma de Chihuahua. Tiene una trayectoria de 18 años en medios
de comunicación, ha trabajado en radio, televisión, medios digitales e
impresos. Además de sus textos impresos, su obra poética y narrativa, ha sido
publicada en revistas digitales: Mujer
Latina Today, Escritoras Mexicanas,
La Conexión USA y Revista Monolito, entre otras. Es autora
de los libros: Entre las sombras, Los
ojos de la luna, Lágrimas de barro, Flores de un paraíso perdido, El canto de
las brujas, Valkiria, Alas robadas y
Sobreviviente.
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